Читать книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel - Страница 16

TOMO PRIMERO
CAPÍTULO XVI
EL CONFESOR DEL REY

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El capitán Vadillo llevó á Juan Montiño al postigo de la Campanilla, que abrieron los guardas de orden del rey, y luego le acompañó hasta el convento de Atocha.

Por el camino fueron hablando de la mala noche que hacía, de lo obscuras que estaban las calles y de las guerras de Flandes.

Cuando llegaron al convento, el mismo Vadillo tiró de la cuerda de la campana de la portería.

Pasó algún tiempo antes de que de adentro diesen señales de vida.

Al fin se abrió el ventanillo enrejado de la puerta, y una voz soñolienta dijo:

– ¿Qué queréis á estas horas?

– Decid al confesor del rey – dijo Vadillo – que un hidalgo que viene en este momento de palacio, le trae una carta de su majestad.

El capitán no sabía si aquella majestad era el rey ó la reina.

– ¡Una carta de su majestad…! – dijo con gran respeto el portero – ; pero es el caso, que su paternidad estará durmiendo.

– Despertadle – dijo Vadillo – , y entre tanto, como hace muy mala noche, abrid.

– Voy, voy á abrirles, hermanos – dijo el portero, retirándose del ventanillo y dejando notar á poco su vuelta por el ruido de sus llaves.

Abrióse la portería.

– Esperen aquí ó en el claustro, como me mejor quisieren – dijo – ; yo voy á avisar á fray Luis de Aliaga.

Montiño y Vadillo se pusieron á pasear á lo largo de la portería.

– ¿Sabéis que estos benditos padres tienen unas casas que da gozo? – dijo el capitán, por decir algo.

– Sí, sí, ciertamente; en este claustro se pueden correr caballos – contestó Montiño.

– Dan, sin embargo, cierto pavor esos cuadros negros, alumbrados por esas lámparas á medio morir.

– La falta de costumbre.

– Indudablemente. Los benditos padres no se encontrarían muy bien en un campo de batalla, como yo me encuentro aquí muy mal; corre un viento que afeita, y se hace sentir aquí mucho más que en el campo. Esas crujías… con vuestra licencia, mejor estaríamos en el aposento del portero.

– ¿Quién es el hidalgo portador de la carta de su majestad? – dijo el frailuco desde la subida de las escaleras – ; adelante, hermano, y sígame.

– Entráos, entráos vos en el aposento del portero, amigo, y hasta luego.

– Hasta luego.

Y Juan Montiño tiró hacia las escaleras, y siguiendo al lego portero recorrió el claustro alto hasta el fondo de una obscura crujía, donde el lego abrió una puerta.

– Nuestro padre – dijo el lego – , aquí está el hidalgo que viene de palacio.

– Adelante – dijo desde dentro una voz dulce, pero firme y sonora.

Montiño entró.

El lego se alejó después de haber cerrado cuidadosamente la puerta.

Encontróse Montiño en una celda extensa, esterada, modestamente amueblada, y cuya suave temperatura estaba sostenida por el fuego moderado de una chimenea.

En las paredes había numerosas imágenes de santos pintados al óleo y guarnecidos por marcos negros.

En frente de la puerta de entrada había dos puertas como de balcones, y entre estas dos puertas la chimenea; á la derecha otra puerta cubierta por una cortina blanca lisa; á la izquierda dos enormes estantes cargados de libros, entre los estantes un crucifijo de tamaño natural pintado en un enorme lienzo y con marco también negro; á los pies del Cristo un sillón de baqueta, sentado en el sillón un religioso, apoyados los brazos en una mesa de nogal cargada de papeles, entre los cuales se veía un enorme tintero de piedra, y alumbrada por un velón de cobre de cuatro mecheros, dos de los cuales estaban encendidos.

El religioso era un hombre como de treinta y cinco á cuarenta años, de semblante pálido, grandes ojos negros, nariz aguileña y afilada, y bigote y pera negrísimos.

Su espeso cerquillo era castaño obscuro, y las demás partes de su cabello y de su barba estaban cuidadosamente afeitadas.

Su mirada se posaba serena y fija en Juan Montiño, y su mano derecha tenía suspendida una pluma sobre un papel, como quien interrumpe un trabajo importante á la llegada de un extraño.

La primera impresión que Juan Montiño sintió á la vista del religioso, fué la de un profundo respeto. Había algo de grande en el reposo, en la palidez, en lo sereno y fijo de la mirada de aquel religioso.

Y al mismo tiempo el joven se sintió arrastrado por una simpatía misteriosa hacia el fraile.

Adelantó sin encogimiento, saludó, y dijo con respeto:

– ¿Es vuestra paternidad fray Luis de Aliaga, confesor del rey?

– Yo soy, caballero – dijo el fraile bajando levemente la cabeza.

– Traigo para vos una carta de su majestad.

– ¿De qué majestad?

– De su majestad la reina.

Y entregó la carta al padre Aliaga.

– Sentáos, caballero – dijo el fraile.

Montiño se sentó.

Entre tanto el padre Aliaga abrió sin impaciencia la carta, y á despecho de Juan Montiño, que había esperado deducir algo del contenido de aquella carta por la expresión del semblante del religioso, aquel semblante conservó durante la lectura su aspecto inalterable, grave, reposado, dulce, indiferente.

Sólo una vez durante la lectura levantó la vista de la carta y la fijó un momento en el joven.

Cuando hubo concluído de leer la carta, la dobló y la dejó sobre la mesa.

– Su majestad la reina, nuestra señora – dijo el padre Aliaga reposadamente á Juan Montiño – , al honrarme escribiéndome de su puño y letra, me manda que interponga por vos mi influjo, y me dice que la habéis hecho un eminente servicio.

– He cumplido únicamente con mi deber.

– Deber es de todo buen vasallo sacrificarlo todo, hasta la vida, por sus reyes.

– Sí, señor, padre – replicó Montiño – , todo menos el honor.

– Rey que pide á su vasallo el sacrificio de su honra ó de su conciencia es tirano, y no debe servirse á la tiranía.

– Decís bien, padre.

– ¿Sois nuevo en la corte?

– Sí, señor.

– ¿Os llamáis Juan Montiño?

– Sí, señor..

– ¿Sois acaso pariente del cocinero mayor del rey?

– Soy su sobrino, hijo de su hermano.

– ¿Qué servicio habéis prestado á su majestad? – dijo de repente el padre Aliaga.

– Lo ignoro, padre.

– Pero…

– Si esa carta de su majestad no os informa, perdonad; pero guardaré silencio.

– ¿Qué edad tenéis?

– Veinticuatro años.

Quedóse un momento pensativo el padre Aliaga.

– Habéis matado ó herido á don Rodrigo Calderón.

– Han sido cuentas mías.

– Algo más que asuntos vuestros han sido. Os pregunto á nombre de su majestad la reina. ¿Conoce vuestro tío el secreto?

– ¿Qué secreto?

– El de vuestras estocadas con don Rodrigo.

– Mi tío está fuera de Madrid.

Guardó otra vez silencio el padre Aliaga.

– ¿Cuándo habéis llegado á Madrid?

– He venido á asuntos propios.

– ¿Guardaréis con todos la misma reserva que conmigo?

– ¡Padre!

– Ved lo que hacéis; la vanidad es tentadora; hoy podéis ser hidalgo reservado, ser leal, de buena fe… mañana acaso…

– Ningún secreto tengo que reservar.

– Cómo, ¿no es un secreto el haber venido á mí en altas horas de la noche, á mí, confesor del rey, á quien todo el mundo conoce como enemigo de los que hoy á nombre del rey mandan y abusan, trayendo con vos una carta de la reina? ¿cómo ha venido esa carta á vuestras manos?

– Si lo sabéis, ¿por qué me lo preguntáis? si no lo sabéis, ¿por qué pretendéis que yo haga traición á la honrada memoria de mi padre, á mi propia honra? Me han enviado con esa carta; la he traído; no me han autorizado para que hable, y callo.

– Seríais buen soldado… sobre todo para guardar una consigna; en esta carta me encargan que procure se os dé un entretenimiento honroso para que podáis sustentaros. ¿Qué queréis ser? sobre todo veamos: ¿en qué habéis invertido vuestros primeros años?

– En estudiar.

– ¿Y qué habéis estudiado?

– Letras humanas, cronología, dialéctica, derecho civil y canónico y sagrada teología.

– ¡Ah! – dijo fray Luis – ¿y cuál de las dos carreras queréis seguir, la civil ó la eclesiástica?

– Ninguna de las dos.

– ¡Cómo! ¿Entonces para qué habéis estudiado?

– Por estudiar.

– Y bien, ¿qué queréis ser?

– Soldado.

– ¡Soldado!

– Sí; sí, señor, soldado de la guardia española, junto á la persona del rey.

– He aquí, he aquí lo que son en general los españoles: quieren ser aquello para que no sirven.

– Perdonad, padre; al mismo tiempo que estudiaba letras, aprendía estocadas.

– Es verdad, me había olvidado; el que mata ó hiere á don Rodrigo Calderón… y bien; se hará lo posible porque seáis muy pronto capitán de la guardia española, al servicio inmediato de su majestad.

– Es que no quiero tanto.

– Es que no puede darse menos á un hombre como vos; contáos casi seguramente por capitán, y para que pueda enviaros la real cédula, dejadme noticia de vuestra posada.

– No sé todavía cual ésta sea.

– ¡Ah! pues entonces, volved por acá dentro de tres días. Para que podáis verme á cualquier hora, decid cuando vengáis que os envía el rey.

– Muy bien, padre. Contad con mi agradecimiento – dijo Montiño levantándose.

– Esperad, esperad; tengo que deciros aún: guardad un profundo secreto acerca de todo lo que habéis sabido y hecho esta noche.

– Ya me lo había propuesto yo.

– No os ocultéis por temor á los resultados de vuestra aventura con don Rodrigo.

– Aún no sé lo que es miedo.

– Y preparáos á mayores aventuras.

– Venga lo que quisiere.

– Buenas noches, y… contadme por vuestro amigo.

– Gracias, padre – dijo Montiño tomando la mano que el padre Aliaga le tendía y besándosela.

– ¡Que Dios os bendiga! – dijo el padre Aliaga.

Y aquellas fueron las únicas palabras en que Montiño notó algo de conmoción en el acento del fraile.

Saludó y se dirigió á la puerta.

– Esperad: vos sois nuevo en el convento y necesitáis guía.

Y el padre Aliaga se levantó, abrió la puerta de la celda y llamó.

– ¡Hermano Pedro!

Abrióse una puerta en el pasillo y salió un lego con una luz.

– Guíe á la portería á este caballero – dijo el padre Aliaga al lego.

Juan Montiño saludó de nuevo al confesor del rey y se alejó.

El padre Aliaga cerró la puerta y adelantó en su celda, pensativo y murmurando:

– Me parece que en este joven hemos encontrado un tesoro.

Pero en vez de volverse á su silla, se encaminó al balcón de la derecha y le abrió.

– Venid, venid, amigo mío, y calentáos – dijo – ; la noche está cruda, y habréis pasado un mal rato.

– ¡Burr! – hizo tiritando un hombre envuelto en una capa y calado un ancho sombrero, que había salido del balcón – ; hace una noche de mil y más diablos.

El padre Aliaga cerró el balcón, acercó un sillón á la chimenea, y dijo á aquel hombre:

– Sentáos, sentáos, señor Alonso, y recobráos; afortunadamente el visitante no ha sido molesto ni hablador; estos balcones dan al Norte y hubiérais pasado un mal rato.

– Es que no le he pasado bueno. Pero estoy en brasas, fray Luis; si alguien viniera de improviso… tenéis una celda tan reducida… os tratáis con tanta humildad… pueden sorprendernos.

– El hermano Pedro está alerta; ya habéis visto que no ha podido veros el portero, á pesar de que yo tengo siempre mi puerta franca.

– ¿Y quién ha venido á visitaros á estas horas? – preguntó el señor Alonso.

La providencia de Dios, en la forma de un joven.

– ¡Ah! ¡Diablo! ¿Nos ha sacado ese joven ó nos saca de alguno de nuestros atolladeros?

– Como que ha herido ó muerto á don Rodrigo Calderón…

– Mirad lo que decís, amigo mío; cuenta no soñéis.

– ¿Qué es soñar? he aquí la prueba.

Y el padre Aliaga fué á la mesa en busca de la carta de la reina…

Entre tanto aprovechemos la ocasión, y describamos al nuevo personaje que hemos presentado en escena, que se había desenvuelto de la capa y despojado de su ancho sombrero.

Llamábase Alonso del Camino.

Era un hombre sobre poco más ó menos de la misma edad que el padre Aliaga, pero tenía el semblante más franco, menos impenetrable, más rudo.

Había en él algo de primitivo.

Era no menos que montero de Espinosa del rey.

A pesar de la ruda franqueza de su semblante, de formas pronunciadas y de grandes ojos negros, se comprendía en aquellos ojos que era astuto, perspicaz, y sobre todo arrojado y valiente, sin dejarse de notar por eso en ellos ciertas chispas de prudencia; vestía una especie de coleto verde galoneado de oro; en vez de daga llevaba á la cintura un largo puñal, al costado una formidable espada de gavilanes, calzas de grana, zapatos de gamuza, y sobre todo esto, una especie de loba ó sobretodo, ancho, con honores de capa.

En la situación en que le presentamos á nuestros lectores, mientras extendía hacia el fuego sus manos y sus piernas, miraba con una gran impaciencia al padre Aliaga que, siempre inalterable, desdoblaba la carta de la reina.

– Acercáos, acercáos y oíd, porque esta carta debe leerse en voz muy baja, no sea que las paredes tengan oídos.

Estiróse preliminarmente el señor Alonso del Camino, se levantó, se acercó á la mesa, se apoyó en ella y miró con el aspecto de la mayor atención al confesor del rey, que leyó lo siguiente:

«Nuestro muy respetable padre fray Luis de Aliaga: Os enviamos con la presente á un hidalgo que se llama Juan Martínez Montiño. Este joven nos ha prestado un eminente servicio, un servicio de aquellos que sólo puede recompensar Dios, á ruego de quien le ha recibido.»

– ¿Pero qué servicio tal y tan grande es ese? – dijo Alonso del Camino.

– Creo que jamás os corregiréis de vuestra impaciencia. Escuchad.

Y fray Luis siguió leyendo:

«Ese mancebo nos ha entregado, por mano de doña Clara Soldevilla, aquellos papeles, aquellos terribles papeles.»

– ¿Y qué papeles son esos?

– A más de impaciente, curioso; son… unos papeles.

– ¿Y no puedo yo saber?..

– No: oíd, y por Dios no me interrumpáis.

– Oigo y prometo no interrumpiros.

«A más ha herido ó muerto, para apoderarse de esos papeles, á don Rodrigo Calderón.»

– Pues cuento por mi amigo á ese hidalgo, por eso sólo – exclamó, olvidándose de su promesa Camino.

El padre Aliaga, como si se tratase de un pecador impenitente, siguió leyendo sin hacer ninguna nueva observación:

«Pero ignoramos cómo ese hidalgo haya podido saber que los tales papeles estaban en poder de don Rodrigo Calderón, como no sea por su tío el cocinero del rey. Os lo enviamos con dos objetos: primero, para que con vuestra gran prudencia veáis si podemos fiarnos de ese joven, y después para que os encarguéis de su recompensa. A él, por ciertos asuntos de amores, según hemos podido traslucir, le conviene servir en palacio; nos conviene también, ya deba fiarse ó desconfiarse de él, tenerle á la vista. Haced como pudiéreis que se le dé una provisión de capitán de la guardia española al servicio del rey en palacio, y si no pudiéreis procurársela sin dinero, compradla: buscaremos como pudiéremos lo que costare. No somos más largos porque el tiempo urge. Haced lo que os hemos encargado, y bendecidnos. —La Reina.»

– ¿Cuánto costará una provisión de capitán de la guardia española? – dijo fray Luis quemando impasiblemente la carta de la reina á la luz del velón.

– Cabalmente está vacante la tercera compañía. Pero, ¡bah! ¡hay tantos pretendientes!

– ¡Cuánto! ¡cuánto!

– Lo menos, lo menos quinientos ducados.

Tomó el padre Aliaga un papel y escribió en él lo siguiente:

– «Señor Pedro Caballero: Por la presente pagaréis ochocientos ducados al señor Alonso del Camino, los que quedan á mi cargo. —Fray Luis de Aliaga.»

Y dió la libranza á Camino.

– He dicho quinientos ducados, y esto tirando por largo, y aquí dice ochocientos.

– ¿Olvidáis que el nuevo capitán necesitará caballo y armas y preseas? – añadió el fraile.

– ¡Ah! en todo estáis.

– ¿Podemos tener la provisión del rey dentro de tres días?

– Sí, sí por cierto, sobradamente: el duque de Lerma es un carro que en untándole plata vuela.

– No os olvidéis de comprarla para poder venderla.

– ¡Ah! ¿Y por qué?

– ¿No conocéis que tratándose de estos negocios puede el duque conocer á ese joven?

– Bien, muy bien; se comprará la provisión á nombre de cualquiera, como merced para que la venda, y éste tal la venderá en el mismo día á ese hidalgo. Creo que éste sea un asunto concluído.

– Que sin embargo altera notablemente nuestros proyectos, los varía.

– No importa, no importa; no luchamos sólo contra don Rodrigo Calderón.

– Os engañáis; el alma de Lerma es Calderón. Puesto Calderón fuera de combate, cae Lerma.

– Pero quedan Olivares, Uceda, y todos los demás que se agitan en palacio, que se muerden por lo bajo, y que delante de todo el mundo se dan las manos. Creo que en vez de aflojar en nuestro trabajo, debemos, por el contrario, apretar, aprovechando la ocasión de encontrarse Lerma desprovisto de uno de sus más fuertes auxiliares. Debemos insistir en apoderarnos de las pruebas de los tratos torcidos y traidores que Lerma sostiene en desdoro del rey y en daño del reino con la Liga. Debemos probar que las guerras de Italia y de Flandes se miran, no sólo con descuido, sino con traición…

– Esperad… esperad un poco… ese es un medio extremo; el rey es muy débil…

– Demasiado, por desgracia.

– El rey nuestro señor, que no ve más allá de las paredes de palacio…

– ¡Pero si en palacio tiene los escándalos! ¿no le tiene Lerma hecho su esclavo, cercado por los suyos? ¿puede moverse su majestad, sin que el duque sepa cuántas baldosas de su cámara ha pisado? ¿No le separa de la reina? ¿No aleja de la corte á las personas que pueden hacerle sombra? ¿Vos mismo no estáis amenazado?

– Creedme, el duque de Lerma no es tan terrible como parece; el duque de Lerma nada puede hacer por sí solo; no tiene de grande más que lo soberbio…

– Y lo ladrón…

– Su soberbia, que le impele á competir con el rey, le hace arrostrar gastos exorbitantes; en nada repara con tal de sostener su ostentación y el favor del rey, que es una parte, acaso la mayor, de su ostentación. Pero en medio de todo, el duque de Lerma es débil; se asusta de una sombra, de todo tiene miedo, procura rodear al rey de criados suyos ó de personas que le inspiran poco temor. Un día estaba yo en mi obscuro convento. Oraba por el alma del difunto rey don Felipe; se abrió la puerta de mi celda, y entró el superior; traía un papel en la mano, y en su rostro había no sé qué de particular, una alegría marcada. Venía á darme una noticia que á otro hubiera llenado de alegría y que á mí me aterró.

– ¿Y qué noticia era esa?

– Apenas subido al trono el rey nuestro señor, me había nombrado su confesor; el papel que traía el superior en la mano, era una carta en que el mismo duque de Lerma me daba la noticia. Yo resistí…

– ¡Que resistísteis! ¡bah! de un confesor del rey sale un obispo, y de un obispo un arzobispo, y de un arzobispo un papa.

– Yo no soy ambicioso; un día, una familia honrada me encontró llorando sobre el cadáver de mi madre; mi padre había muerto poco antes; tuvieron piedad del pobre huérfano, y me llevaron á su casa. Yo he crecido en el dolor, y el dolor continuo, lento, que no proviene de los hombres, sino de la voluntad de Dios, labra la humildad y la fortaleza del alma que siente, que ha nacido para sentir. Mis bienhechores eran pobres; me miraban como hijo suyo… partían su pan conmigo… Yo oraba á Dios por el descanso de mis padres muertos, y por la paz, por la felicidad de mis padres de adopción; murieron también el uno tras el otro; mis hermanas adoptivas se habían casado; mis hermanos habían ido por el mundo á buscar fortuna; quedé otra vez solo; pero con el corazón completamente lleno por el dolor, por el dolor completo que ningún lugar ha dejado por herir, desde el amor propio hasta el amor de la familia, hasta ese otro amor que emana de la mujer.

– ¡Ah! ¡habéis amado, fray Luis!

– ¿Y qué hombre no ha amado? – exclamó profundamente el confesor del rey – . Y yo he amado como han amado muy pocos hombres, como más daño hace el amor; callándole, dominándole, encerrándole dentro del alma, sin esperanzas, sin deseos, con una ansiedad desconocida, infinita, insufrible, con el vacío del alma que necesita llenarse y no puede ser llenado.

– ¿Tan alta era la mujer de quien os enamorásteis?

– Ni me enamoré, ni era alta la mujer á quien mi pensamiento consagró mi amor. Era tan pobre y tan humilde como yo… ¡Margarita!

Fray Luis inclinó la cabeza sobre una de sus manos, y repitió con voz opaca y concentrada:

– ¡Margarita!

Entre la entonación con que había pronunciado el padre Aliaga la primera vez aquel nombre de mujer, y la entonación con que le había pronunciado la segunda, había la misma diferencia que puede existir entre un recuerdo dulce y tranquilo y una aspiración desesperada.

Cuando el confesor del rey levantó la cabeza de su mano, Alonso del Camino, que le contemplaba con una atención y una curiosidad intensas, vió relucir por un momento un fuego sombrío en el fondo de los ojos del fraile.

Pero aquello pasó; dilatáronse los músculos del semblante del fraile, un momento contraídos, se dulcificó la expresión de su boca, que durante un momento había reflejado una amargura infinita, y su mirada se heló; dejó de ser la mirada mundana de un hombre combatido por fuertes pasiones, para convertirse en la mirada reposada, tranquila de un religioso ascético.

– Margarita – continuó con la entonación propia de un relato sencillo – era una de mis hermanas adoptivas: cuando yo entré en su casa para partir con ella el pan de su familia, para vivir como un nuevo hijo bajo el techo común, Margarita tenía cuatro años; era rubia, blanca, pálida, con los ojos azules, y la sonrisa benévola, sonrisa en que se exhalaba un alma de ángel. Margarita creció, creció en hermosura y en pureza, creció á mi lado; yo la enseñé á leer, yo la expliqué los misterios de la religión, que el párroco nos explicaba en la iglesia… Margarita creció en años y en hermosura, y se hizo mujer. Yo seguía tratándola como hermana; la amaba con toda mi alma, pero creyendo amarla con un amor de hermano. Un día conocí que la amaba de otro modo, y la revelación de mi amor fué para mí una prueba dolorosa, infinita, cruel. Un día llegó á la casa un soldado con una cédula de aposento; fué aposentado, y vivió con nosotros algunos días: Margarita cambió; se puso triste, esquivaba mi compañía, y no sólo mi compañía, sino la de todo el mundo… Yo no sabía á qué atribuir aquella tristeza; la preguntaba y me respondía sonriendo:

– No estoy triste.

Su sonrisa desmentía sus palabras.

Una noche, estaba yo desvelado pensando en la tristeza de Margarita, pensando cómo haría para volverla á su tranquilo estado anterior. Nuestros hermanos dormían. De improviso y en medio del silencio de la noche oí unas leves pisadas… las reconocí: eran las de Margarita que pasó por delante de la puerta de nuestro aposento; yo me levanté y la seguí descalzo. Margarita marchaba delante de mí como un fantasma blanco. No sé por qué no la llamé. Había dentro de mí un poder desconocido que me impedía hablar. Margarita bajó al corral, le atravesó… Llegó al postigo, sonó una llave en la cerradura. Entonces grité:

– ¡Margarita! ¿á dónde vas?

Pero la puerta se había abierto, un hombre había aparecido en ella, y había asido á Margarita, sacándola fuera.

Oí entonces un ruido que hizo arder mi sangre, que anegó mi alma en un mar de amargura.

El ruido de un beso, de un doble beso, y luego el llanto de Margarita, triste, apenado, como el de quien se separa de seres á quienes ama.

Yo me precipité al postigo. No sé á qué. Pero un sueño de sangre había cruzado por mi pensamiento.

Yo veía á un hombre que se llevaba á Margarita, y necesitaba matar á aquel hombre.

Era muy joven y la amaba; la amaba como… como á ella sola, porque… no he vuelto á amar.

Cuando llegué al postigo, aquel hombre, á quien reconocí á la luz de la luna y que era el mismo soldado que durante algunos días había estado de aposento en nuestra casa, había puesto á Margarita sobre el arzón de su caballo, había montado y había partido.

Y entre el sordo galope del caballo, oí la voz de dolor de Margarita, que me gritaba:

– ¡Adiós! ¡Luis! ¡adiós! ¡hermano mío! ¡ruega á mi padre que no me maldiga! ¡pide á mi madre que me dé su bendición!..

Y Margarita seguía hablándome, pero el caballo se había alejado, y el sonido seco, retumbante, de su carrera, envolvía las palabras de Margarita.

Al fin el ruido del galope se perdió á lo lejos, y sólo quedaron la noche, el silencio y mi desesperación.

No sé cuánto tiempo estuve en el postigo, inmóvil con el rostro vuelto á la parte por donde había desaparecido Margarita, con el llanto agolpado á los ojos y sin derramar una sola lágrima.

Al fin, volví en mí: medité… y cerré el postigo con la misma llave con que le había abierto Margarita, que había quedado puesta en la cerradura; atravesé lentamente el huerto, entré en la casa y puse la llave del postigo en la espetera de la cocina, de donde sin duda la había tomado Margarita.

Y todo esto lo hice estremecido, procurando, como un ladrón, que no me sintiesen.

Y volví en silencio al aposento en que estaba mi lecho junto al de mis hermanos, y me recogí silenciosamente.

Todos dormían.

Ninguno me había sentido entrar, como ninguno había sentido salir á Margarita.

Sufrí… ¡oh! Dios lo sabe, porque yo ya lo he olvidado; sólo recuerdo que sufrí mucho; pero tuve valor para ahogar dentro de mí mismo mi sufrimiento; le ahogué para que nadie me preguntase, para que nadie supiese por una debilidad mía el secreto de Margarita, que sólo sabíamos la noche y yo… y Dios que lo ve todo.

Al día siguiente…

Figuráos, señor Alonso, una madre que busca á su hija, y no la encuentra; un padre que no se atreve á pensar en su hija para maldecirla, ni puede pensar en su desaparición sin suponerlo todo… suponedme á mí ocultando, disimulando mi dolor, hasta que el dolor de los demás protegió al mío… yo callé… callé… porque su padre no la maldijese, y su padre no la maldijo.

Poco tiempo después, su padre murió… luego su madre, después de cuatro años de viudez: sus hermanas se habían casado, sus hermanos se habían alejado del pueblo… me habían propuesto que los siguiese… pero yo tenía otros proyectos.

– ¡Buscar á Margarita! – dijo Alonso del Camino.

– No – dijo con acento severo el padre Aliaga – ; buscar á Dios.

¿Os hicísteis entonces fraile?

– Sí. Os he referido esa sencilla historia, para que sepáis cuáles fueron los motivos que determinaron mi vocación, y cuáles las desgracias que labraron en mí esta fuerza para los sufrimientos, este desdén con que miro las grandezas humanas. Huérfano desde mis primeros años, malogrado mi primer amor, sin que nadie lo hubiera comprendido, ni aun yo mismo hasta que le vi malogrado, pasando seis años de rudas fatigas para obtener mi alimento; combatiendo durante estos seis años de la ausencia de Margarita, mis celos… sí, mis celos… mi amor sin esperanza… mi ansiedad por la ignorada suerte de Margarita… fuí un fruto lentamente madurado para la vida triste y silenciosa del claustro; en el fondo de mi corazón vacío sólo había quedado el nombre de Dios… y tendí mis brazos á Dios… le ofrecí mi vida…

– ¿Y no volvísteis á ver á Margarita?

– ¡Oh! ¡basta! ¡basta!.. os he referido lo antecedente para que comprendáis que mi nombramiento de confesor del rey me causó pena; yo estaba acostumbrado á una vida obscura y silenciosa en el fondo de mi celda; á la contemplación de las cosas divinas, que levantaba mi espíritu de las miserias humanas dándole la paz de los cielos; yo no podía ver sin dolor, que se pretendía arrojarme á un mundo nuevo para mí, y más peligroso cuanto más grande, cuanto más elevado era ese mundo; yo no podía pensar sin estremecerme, en que se me quería confiar la conciencia de un rey, hacerme partícipe de su inmensa responsabilidad ante Dios… y me negué.

– ¡Os negásteis!

– Sí por cierto; pero de nada me sirvió mi negativa. Una nueva orden del rey me mandó presentarme en la corte, y me fué preciso obedecer.

– Pero no comprendo cómo, aislado, obscurecido…

– Cabalmente se quería un fraile obscuro, de pocos alcances, devoto, que estuviese en armonía con la pequeñez, con la devoción exagerada del rey. Don Baltasar de Zúñiga me había conocido por casualidad, había hablado de mí á su sobrino el conde de Olivares y éste al duque de Lerma. Creyóse que en toda la cristiandad no había un fraile más á propósito que yo para dirigir la conciencia del rey, y se me trajo, como quien dice, preso á la corte.

Cuando llegué me espanté.

Vi, á la primera ojeada, que se me había traído para ser cómplice de un crimen.

Del crimen de la suplantación de un rey.

Engañado por mi aspecto el duque de Lerma, creyó habérselas con un frailuco, que por casualidad pertenecía á la orden de Predicadores… creyó que yo sería en sus manos un instrumento ciego… hoy acaso le pesa… hoy tal vez piensa en desasirse de mí á cualquier precio… pero esto importa poco… ellos no habían comprendido cuánta firmeza ha dado el sufrimiento á mi alma; ellos no creían que había en mí tal fuerza de voluntad; al conocerme… porque la debilidad del rey me ha descubierto ante ellos… han probado todos los medios: la ambición… los honores… me han encontrado humilde siempre: han venido á mí con una mitra en la mano, y yo la he rechazado; me han enviado á mi celda ricos dones, y los dones se han ido por donde habían venido: han tentado con todas las tentaciones al frailuco, y el frailuco las ha resistido como San Antonio resistió las del diablo en el yermo. ¿Y sabéis por qué, cansado de esta lucha sorda, no he ido á buscar la obscuridad de mi antigua celda? Porque he contraído el deber de guardar, de proteger una vida preciosa. La vida de la reina.

– ¡La vida de la reina!

– Pero don Rodrigo Calderón, está herido ó muerto… sí herido, ganaremos tiempo… si muerto, nos hemos salvado.

– Pero creéis…

– Don Rodrigo es capaz de todo…

– ¡Regicida!

– ¿Pues no dicen que ha dado hechizos al rey? – replicó el confesor del rey.

– Os he oído decir mil veces que eso de los hechizos es una superstición.

– Lo he dicho y lo repito; pero no he dicho nunca que don Rodrigo Calderón, á pesar de su buen, su demasiado ingenio, no sea supersticioso. Quien se ha atrevido á dar al rey cosas que han alterado su salud, será capaz de envenenar á la reina.

– ¡Pero si don Rodrigo Calderón no pasa de ser el humilde secretario del duque de Lerma!..

– Don Rodrigo lo es todo. Sólo tiene un rival… rival que con el tiempo le matará, si don Rodrigo no le mata antes á él.

– ¿Y quién es ese rival?

– Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, caballerizo mayor del rey y sobrino de don Baltasar de Zúñiga, ayo del príncipe don Felipe.

– ¡Bah! ¡bah! creo que daremos con todos al traste; con los medios que tenemos…

– Podremos, si nos anticipamos, dar un golpe; pero aunque lo demos, siempre quedará un mal en pie.

– ¿Y qué mal es ese?

– El rey.

– ¡Ah!

– Sí, su debilidad: la facilidad con que se plega al dictamen del más audaz que tiene al lado; á falta de Lerma, y de Calderón, y de Olivares, vendrán otros, y otros, y otros.

– Que no serán malos como ellos.

– ¿Quién sabe? pero vengamos á lo que conviene. Suspendamos por ahora nuestros trabajos…

– ¡Ahora que nos dan un respiro, Dios ó el diablo!

– No seáis impío, señor Alonso; no sucede nada que no proceda de Dios. Por ahora, dejémoslos á ellos solos. Lerma sin don Rodrigo Calderón es hombre al agua. Uceda y Olivares le atacarán. Lerma, entregado á sí mismo, cometerá de seguro algún grave desacierto: dejadlos, dejadlos hacer. Informáos de lo que hay de seguro acerca de don Rodrigo Calderón. No olvidéis de comprar la compañía para ese mancebo, y con lo que hubiere venid á verme mañana. Conque, que Dios os dé muy buenas noches.

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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