Читать книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel - Страница 5
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO V
¡SIN DINERO Y SIN CAMISAS!
ОглавлениеEl lacayo que guiaba á Juan Montiño le llevó por un corredor á una gran habitación donde, sobre mesas cubiertas de manteles, se veían platos de vianda.
En aquella habitación se veían además lacayos que iban y venían, entre los cuales, como un rey entre sus vasallos, se veía un hombrecillo vestido de negro con un traje nuevo de paño fino de Segovia, observándose que en las mangas ajustadas de su ropilla faltaban los puños blancos.
Este hombre tomaba los platos de sobre las mesas, los entregaba á los lacayos, decíales la manera que habían de tener para llevarlos y servirlos, y no paraba un momento, yendo de una mesa á la otra con una actividad febril, con entusiasmo, casi con orgullo, como un general que manda á sus soldados en un día de batalla.
Aproximándose más á este hombre se notaba: primero, que tenía cincuenta y más años; segundo, que tenía los cabellos mitad canos, mitad rubio panocha; tercero, que su fisonomía marcaba á un tiempo el recelo, la avaricia y la astucia; cuarto, que á pesar de todo esto, había en aquel semblante esa expresión indudable que revela al hombre de bien; quinto, que era rígido, minucioso é intransigible con las faltas de sus dependientes en el desempeño de su oficio; sexto y último, que emanaba de él cierta conciencia de potestad, de valimiento, de fuerza, que le daba todo el aspecto de un personaje sui generis.
Por lo demás, este hombre tenía la cabeza pequeña, el cuerpo enjuto y apenas de cuatro pies de altura; el semblante blanco, mate y surcado por arrugas poco profundas, pero numerosas; la frente cuadrada, las cejas casi rectas, los ojos pequeños, grises y sumamente móviles; la nariz afilada; la boca larga y de labios sutiles, y la barba, mejor dicho, el pelo de la barba, cano, lo que podía notarse en su bigote y su perilla, porque el resto estaba cuidadosamente afeitado.
A este hombre llegó el lacayo conductor del joven, que había quedado á poca distancia, y le dijo:
– ¡Señor Francisco Montiño!..
– ¡En, dejadme en paz!, no os toca á vos – dijo el señor Francisco tomando una fuente de plata con un capón asado y dándole á otro lacayo.
– Perdone vuesa merced, pero no es eso; vuestro sobrino…
– ¡Mi sobrino!.. – dijo el cocinero del rey – ; yo no tengo sobrinos; llevad bien esa ánade, Cristóbal.
– ¿Sois vos el señor Francisco Martínez Montiño? – dijo Juan Montiño adelantando.
– Sí, por cierto, que así me nombro – contestó el cocinero del rey dando á otro lacayo otro plato, y sin volverse á mirar á quien le hablaba.
– Pues entonces – repuso el joven – sois mi tío carnal, hermano de mi padre Jerónimo Martínez Montiño.
– ¿Eh? ¿qué decís? – repuso el señor Francisco volviéndose ya á mirar á quien le hablaba.
Y apenas le vió su fisonomía tomó una expresión profundamente reservada.
– ¡Diablo! – murmuró de una manera ininteligible – ¡y es verdad! ¡y cómo se parece á!.. perdonad un momento… ¡eh! ¡Gonzalvillo! ¡hijo, que vertéis la salsa de la alcaparra! ¡animales! para esto se necesitan manos mejores que vuestras manos gallegas. ¿Conque qué decíais? – añadió volviéndose al joven.
– Digo, que acabo de llegar – dijo Juan Montiño con cierta tiesura, excitado por el carácter repulsivo de su tío.
– ¿Pero de dónde acabáis de llegar?..
– De Navalcarnero.
– ¡Ah! ¿y quién os envía?
– Pudiera suceder muy bien que hubiera venido sólo por conocer al hermano menor de mi difunto padre; pero no he venido por eso; vengo porque me envía mi tío Pedro Martínez Montiño, el arcipreste.
– ¡Ah! ¡os envía mi hermano el arcipreste! perdonad, perdonad otra vez; estos pajes… ¡eh! ¡dejad ahí esas fuentes; son de la tercera vianda, venid para acá! pero señor, ¿qué hacen esos veedores? ahora tocan las empanadas de liebre, los platillos á la tudesca y las truchas fritas.
Juan Montiño empezaba á perder la paciencia; su tío interrumpía á cada paso su diálogo con él para acudir á cualquier nimiedad; se le iba, se le escapaba de entre las manos, y no le prestaba la mayor atención; pero si Juan Montiño hubiera podido penetrar en el pensamiento de su tío, hubiera visto que desde el momento en que había reparado en su semblante, el cocinero del rey había necesitado de todo su aplomo, de toda su experiencia cortesana para disimular su turbación.
Consistía esto en que tenía delante de sí un sobrino á quien no conocía, y del cual en toda su vida sólo había tenido dos noticias dadas de una manera tal que bastaba para meter en confusiones á otro menos receloso que el cocinero del rey.
Veinticuatro años antes, cuando el señor Francisco Montiño sólo era oficial de la cocina de la infanta de Portugal doña Juana, es decir, cuando se encontraba al principio de su carrera, había recibido de su hermano Jerónimo la lacónica carta siguiente:
«Hoy día del evangelista San Marcos, ha dado á luz mi mujer un hijo: te lo aviso para que sepas que tienes un criado á quien mandar.»
Francisco Montiño se quedó como quien ve visiones: sabía que su cuñada Genoveva era una cincuentona que jamás había tenido hijos y que había perdido, hacia mucho tiempo, la esperanza de tenerlos; la noticia de aquel alumbramiento inverosímil, había venido de repente sin que le hubiese precedido en tiempo oportuno la noticia del embarazo; por otra parte, la carta en que Jerónimo Montiño se confesaba padre, no podía ser más seca ni más descarnada.
Francisco Montiño leyó tres veces la carta cada vez más reflexivo, se encogió al fin de hombros, y dijo, guardando cuidadosamente la carta:
– ¿Qué habrá aquí encerrado?
Era necesario contestar, y Francisco Montiño, en su contestación, se templó al tono de la carta de su hermano:
«He recibido la noticia – le decía – de que tu mujer ha dado á luz una criatura, y me alegro de ello cuanto tú puedas alegrarte.»
Después, en ninguna de las cartas que se cruzaban periódicamente entre los dos hermanos, volvió á nombrarse al tal vástago, ni en las potsdatas que solía poner á las cartas de Jerónimo, Pedro, que entonces era simplemente beneficiado.
Pasaron así veintidós años: pero al cabo de ellos, Francisco Montiño, que ya había llegado á la cúspide de su carrera siendo, hacia tiempo, cocinero de Felipe III, recibió una carta de su hermano Jerónimo concebida en estos términos:
«Estoy muy enfermo; el médico dice que me muero. Si esto sucede, podrá suceder que Juan Montiño, mi hijo, vaya á la corte. Algún día podrá convenirte el que hayas servido á ese muchacho.»
– ¿Qué habrá aquí encerrado? – dijo Francisco Montiño después de haber leído tres veces esta carta, como la otra fechada hacía veintidós años en el día de San Marcos.
Jerónimo murió al fin; habían pasado dos años sin que el señor Francisco recibiese noticias de su sobrino, cuando su sobrino se le presentó de repente como llovido del cielo y portador de una carta de su hermano el arcipreste; aquella carta podía ser la resolución del misterio, y como este misterio se había agravado para Montiño desde el momento en que había creído encontrar en el semblante del joven ciertos rasgos de semejanza con una alta persona á quien conocía demasiado, sintió una comezón aguda por apoderarse de aquella carta; pero siempre cauto y prudente disimuló aquella comezón, afectó la mayor indiferencia hacia su sobrino, y sólo volvió á anudar el interrumpido diálogo con el joven, después de haber dado á los pajes dos docenas de platos y seis docenas de órdenes y advertencias.
– Venid, venid acá, sobrino – dijo ya con menos tiesura, llevándole á un aposentillo situado cerca de la repostería, en el que se encerraron. He servido ya la segunda vianda, y hasta que sea necesario servir la tercera pasará un buen espacio. No extrañéis el que yo os haya prestado poca atención; con señores como el duque de Lerma, que gozan del favor de su majestad, hasta el punto de que su majestad se quede un día sin cocinero, porque su cocinero les sirva, toda diligencia es poca. Me alegro mucho de conoceros. Sois un gentil mozo, aunque no os parecéis ni á vuestro padre ni á vuestra madre; mi hermano era así poco más ó menos como yo, lo que no impedía que fuese un valiente soldado del rey, y mi cuñada, vuestra madre, fué en sus mocedades un tanto cuanto oronda y frescota, pero era fea y morena que no había más que pedir; vos sois muy gentil hombre, blanco y rubio, como si dijéramos, la honra de la familia, porque ya me estáis viendo y ya sabéis lo que fué vuestro padre y lo que es vuestro tío Pedro.
– ¡Ah! – dijo el joven, á quien desarmó completamente la insidiosa charla de su tío Francisco – ; vuestro pobre hermano, señor, acaso estará en estos momentos en la presencia de Dios.
Púsose notablemente pálido el señor Francisco, lo que demostraba que amaba á su hermano.
– ¡Cómo! – dijo – . ¿Pues tan enfermo se halla?
– Tan enfermo, que esta mañana, después de haber hecho testamento, me llamó y me dijo: – Juan, es necesario que te vayas á Madrid en busca de tu tío Francisco, yo me muero; es necesario que antes de que yo muera reciba mi hermano esta carta, que he escrito con mucho trabajo esta noche. – Y sacó de debajo de la almohada esta carta cerrada y sellada que me entregó.
El joven sacó del bolsillo interior de su ropilla una gruesa carta cuadrada, en la que fijó una mirada ansiosa, pero rápida, imperceptible, el cocinero del rey.
– A vos está dirigida esta carta por mi tío moribundo – dijo el joven con voz conmovida – , y á vos la entrego. Mi buen tío Pedro, á pesar del deplorable estado en que se encontraba, me encomendó tanto que era necesario que recibierais cuanto antes esta carta, que ensillé á Cascabel, creyendo que podría tirar todavía de una jornada, y á duras penas he podido llegar al obscurecer. ¡El pobre jaco está tan viejo!
– ¿Y cuándo salísteis de Navalcarnero, sobrino?
– Antes del amanecer.
– ¡Diez horas para cinco leguas!
– Todo lo que había en casa muere; sólo quedamos vos y yo.
– ¡Bah! ¡bah! – dijo Montiño guardando en los bolsillos de sus gregüescos la carta de su hermano – , no nos aflijamos antes de tiempo; vuestro tío Pedro ha estado dos veces á la muerte, y una de ellas oleado y con el rostro cubierto.
– Pero á la tercera va la vencida – dijo el joven.
– A la tercera…
Al pronunciar Francisco Montiño estas palabras, tenía el pensamiento en la carta de su hermano.
– ¿Quién sabe? ¿quién sabe? – añadió Montiño – ; ya es viejo, como que nació diez años antes que yo, y he cumplido ya los cincuenta y cinco. Pero ¿qué le hemos de hacer? ¿Y vos?.. ¿qué sois vos?.. soldado, ¿eh?
– No, señor; soy licenciado…
– ¡Licenciado!.. ¡no entiendo!.. ¿de qué licencias habláis?..
– He estudiado teología y derecho en la Universidad de Alcalá.
– ¡Ah!
– Muchas veces heme dicho: tengo un tío en palacio… bien pudiera mi tío procurarme un oficio de alcalde ó corregidor.
Fruncióse un tanto el gesto del cocinero del rey.
– Pero no he querido incomodaros – añadió el joven.
– Habéis pensado prudentemente, sobrino, porque me hubiera incomodado mucho no haber podido serviros.
– Sea como Dios quiera – dijo Juan Montiño.
La conversación había entrado en un terreno sumamente escabroso para el cocinero mayor.
– Sobrino – le dijo – , me es forzoso dejaros; ya es tiempo de servir la tercera vianda. ¿Dónde tenéis vuestra posada, á fin de que yo pueda veros?
– En ninguna parte, señor.
– ¡Cómo! ¿pues dónde habéis dejado vuestro caballo?
– En las caballerizas de su majestad.
– ¡Diablo!
– Y contaba también con vivir en palacio, puesto que vos vivís en él.
– ¡En mi cuarto! – exclamó todo hosco el señor Francisco – ; ¡con una hija de diez y seis años, y una esposa de veinte, y vos joven!.. ¡exponerme á las murmuraciones! no puede ser; buscad una posada.
– Es el caso, que no he traído dinero.
–¿Pero cómo os ha enviado así mi hermano? ¡vamos! las gentes de los pueblos se creen que Madrid es las Indias.
– Vuestro pobre hermano, señor, aunque nada os haya dicho, vive en la miseria, atenido á la limosna de tal cual misa, y á lo poco que yo gano enseñando latín. Pero en la enfermedad de mi tío se han ido nuestros últimos maravedises; ni aun maleta he podido traer… porque… toda mi hacienda la llevo encima.
– ¡Diablo! ¡Diablo! pero vos os volveréis al pueblo.
– ¿Y qué he de hacer allí después de muerto mi tío, por quien únicamente permanecía en el pueblo?
– De modo, que…
– Aquí me estaré.
– ¡Y os venís así á la corte, sin dinero… y aun sin camisas!
– Tío, enseñando latín se gana muy poco.
– Pero ese caballo… vendiéndolo…
– ¡Cascabel! En primer lugar, que yo quiero mucho á Cascabel, porque desde su juventud, que es ya remota, ha servido buena y lealmente á mi padre; en segundo, que no habría nadie que diese un ducado por Cascabel, porque ni el pellejo aprovecha.
– ¡Diablo! ¡diablo! ¡diablo! – murmuró Francisco Montiño – ; pues bien, esperadme aquí, y después… después veremos cómo podemos salir de este compromiso en que me habéis metido vos y mi hermano Pedro.
Y diciendo esto escapó, dejando solo al joven.
A los veinticuatro años se piensa poco en las necesidades materiales ni en el porvenir: el porvenir es de la juventud; á los veinticuatro anos sólo se tiene corazón; Juan Montiño estaba profundamente preocupado con el doble recuerdo de la dama de palacio y de la tapada, que le había metido en un lance de armas, que se le había escapado, y que se había dejado dos prendas, una voluntariamente, otra, como quien dice, robada.
Juan no había tenido ocasión de ver aquellas prendas, que pesaban en su bolsillo, y que representaban para él todo un mundo de esperanzas; pero cuando se encontró sólo, arrastró la silla en que estaba sentado, se volvió de espaldas á la puerta para cubrir con su cuerpo las alhajas de la vista de alguno que pudiese entrar de repente, y sacó aquellas joyas.
Por el momento le deslumbró el brillo del brazalete; estaba cuajado de diamantes; su valor debía subir á muchos miles de reales; Juan Montiño se aterró.
– ¡Oh! ¿qué es esto, señor? ¿qué es esto? – dijo – ; ¿qué dama es esa que tan ricas, tan magníficas joyas usa? ¿y dónde iba esa dama tan engalanada? ¡oh, Dios mío! ¡y qué pensará de mi esa dama! ¡si al echar de menos esta prenda me tomase por un ladrón!..
La frente del joven se cubrió de sudor frió y se sintió malo.
– Pero si estos diamantes fueran falsos… puede ser muy bien… si no lo fueran esa dama debía ser… veamos; examinemos bien esta alhaja.
Y Juan Montiño miró de nuevo y de una manera ansiosa el brazalete.
Entonces la sangre se heló en sus venas, pasando instantáneamente del frío á la fiebre, como si su sangre se hubiera convertido en la lava de un volcán. Sintió un zumbido sordo en sus oídos, y delante de sus ojos una nube turbia que los empañaba. Había visto en el centro del brazalete una placa de oro, y sobre ella, esmaltadas y entrelazadas, las armas reales de España y las imperiales de Austria.
Aquella prenda era efectivamente de gran valor; pertenecía, á no dudarlo, á las alhajas de la corona.
Al reparar en aquellos dos blasones, una sospecha tremenda asaltó la imaginación de Juan Montiño:
– ¿Sería la tapada que se amparó de mí la reina?
Juan Montiño había oído hablar muchas veces á Quevedo, tres años antes, en ocasión en que andaba huído en Navalcarnero, por cierta muerte que había causado en riña, muchas y picantes aventuras acontecidas en la corte: sabía que la corrupción de las costumbres había llegado en ella al último límite, que las damas más principales solían verse muchas veces, á consecuencia de sus galanteos y de sus intrigas, en situaciones extraordinariamente extrañas y comprometidas; ¡pero la reina!.. la lengua de Quevedo, que nada respetaba, había respetado siempre á las damas de la familia real; acaso el gran mordedor, el gran satírico, había guardado silencio por consideración, por afecto, por un galante respeto, acerca de la reina y de las infantas… pero…
Estos peros habían hecho una devanadera de la cabeza de Juan Montiño.
No podía tener duda de que aquel brazalete era una prenda real, que había quedado por un acaso en su mano, al desasir de ella violentamente su brazo la tapada; ¿por qué la tapada llevaba aquel brazalete si no era la reina? y si era la reina, ¿por qué le había dejado voluntariamente otra prenda, la sortija?
El joven examinó la sortija.
Era de oro con una esmeralda, y muy bella, pero no podía ni remotamente compararse su valor con el del brazalete. No importaba; la reina podía llevar por capricho aquella sortija: la mano de la dama tapada, estaba cuajada de ellas; Juan Montiño lo recordaba; había visto un momento aquella hermosa mano arreglando el manto, á la última luz del crepúsculo. ¿Había elegido con intención la dama, entre todas sus sortijas, para dejarle una señal, la que tenía una esmeralda como en representación de una esperanza?
Juan Montiño se volvía loco.
Sumido se hallaba en una confusión de pensamientos á cual más descabellados, cuando una voz que resonó á sus espaldas le hizo guardar apresuradamente el brazalete y la sortija.
– ¡Señor Juan Montiño! – había dicho aquella voz.
Volvióse el joven, y vió un paje que traía ropa de mesa, terciada en un brazo, en la una mano algunos platos, y en la otra dos botellas asidas por el cuello.
– ¿Sois vos, señor, el sobrino del señor Francisco Montiño? – dijo el paje.
– Ciertamente, yo soy.
– Pues bien, á vos vengo.
– ¿Y á qué venís?
– A serviros de cenar.
– ¡Ah!
– Sí, por cierto; el señor Francisco Montiño me ha dicho: Gonzalvillo, hijo, ve á aquel aposento, y lleva, á un hidalgo que encontrarás en él, y que es mi sobrino, una empanada de olla podrida, un capón de leche, un besugo fresco cocido, un pastel hojaldrado, frutas, confituras y dos botellas del bueno, de Pinto. Sírvele bien, y si quisiere otras cosas, téngalas; como si se tratara de mí mismo.
Y el paje salió y entró repetidas veces, y acabó de cubrir la mesa en silencio y con sumo respeto, quedando atrás dos pasos é inmóvil después de llenar la copa, como si se hubiera tratado del mismo duque de Lerma, su señor.
Es de advertir que la vajilla era de plata cincelada.
– ¿Qué habrá encontrado mi tío Francisco en la carta de mi tío Pedro que así se ablanda de repente, y así me trata? – dijo el joven, que había comprendido lo bastante el carácter de su tío para extrañar aquel brillante exabrupto – ; por darme de comer, mi tío me hubiera enviado un pote cualquiera, en un plato de Alcorcón; ¡pero esta vajilla! ¡estas velas de cera perfumada!.. ¡estos candeleros de plata!.. Vamos, mi tío tiene sin duda sus razones para adularme, y me adula á costa del duque de Lerma. ¿En qué vendrá á parar tanto misterio?
Y el joven siguió comiendo y bebiendo gentilmente, porque á los veinticuatro años los cuidados no quitan el apetito.