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TOMO PRIMERO
CAPÍTULO VIII
DE CÓMO AL SEÑOR FRANCISCO LE PARECIÓ SU SOBRINO UN GIGANTE

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Hacía ya tiempo que el joven había acabado de comer y hacía su digestión recostada la silla contra la pared, puestos los pies en el último travesaño del mueble, y entregado á un pensamiento profundo.

Al sentir los pasos del cocinero mayor, dejó la actitud en que se encontraba para tomar otra más decente.

– ¿Habéis comido bien, sobrino? – dijo el cocinero.

– Es la primera vez que he comido, tío – contestó el joven.

– ¿Os encontráis fuerte?

– Sí por cierto.

– ¿De modo que embestiríais con cualquiera aventura?

Al oír la palabra aventura, Juan Montiño, que se había distraído por un momento de su idea fija, volvió á ella.

– ¿Conocéis á la reina, tío? – le preguntó.

– ¡Pues podía no conocerla! – dijo con sorpresa el señor Francisco.

– ¿Es la reina alta?

– Sí.

– ¿Es la reina gruesa?.. es decir… ¿buena moza?

– Sí.

– Pues tío, yo quiero conocer á la reina.

– Yo creo que estás loco, sobrino… ¿qué preguntas son esas y qué empeño?

– Empeño… no por cierto… pero me ha hablado tanto de lo buena que es su majestad mi amigo don Francisco de Quevedo…

El cocinero mayor estaba alarmado.

– ¿Conoces tú á la reina por ventura? – dijo.

– ¡Yo! ¡no, señor! ni me importa conocerla; es muy natural que el que viene por primera vez á Madrid, después de comer y beber, pregunte si el rey es alto ó bajo, hermoso ó feo; lo mismo me ha acontecido á mí; sólo que en vez de preguntaros por el rey, os he preguntado por la reina. Nada más natural.

– Pues es muy extraño; tú me preguntas por su majestad, y yo acabo de recibir esta carta de manos de una dueña de palacio.

Tomó la carta Juan Montiño, la leyó, se puso pálido y se echó á temblar.

– ¿Y de quién creéis que pueda ser esta carta?

– Carta que viene por la condesa de Lemos, debe haber pasado por las manos de la camarera mayor, que debe de haberla recibido de la reina.

– ¡Aquí dice secreto de Estado! – dijo sin intención el joven.

Pero en aquellas palabras el suspicaz Montiño vió una intención marcada, más que una intención: una explicación completa; su sobrino creció para él de una manera enorme, creyóse relegado al silencio, dominado, convertido en un ser inferior á su sobrino.

– Y no, no creas – dijo – que yo pretendo saber tu secreto. No comprendo bien lo que sucede… pero… te llaman á palacio; la reina es demasiado imprudente…

– ¡Tío!

– ¡Después de lo de las cartas!

– Pero, tío, no os comprendo.

– Escucha, Juan, escucha – dijo Montiño, que estaba atortolado y que había perdido el tino – : don Rodrigo Calderón está aquí; luego saldrá por el postigo de la casa del duque; yo te llevaré á ese postigo; debes esperarle; lleva en el bolsillo de su ropilla las cartas que comprometen á la reina.

– ¡Las cartas que comprometen á la reina!

– Sí – dijo sudando el cocinero mayor – , las cartas de la reina. Es necesario que antes de ir á palacio esperes á don Rodrigo, que le acometas, que le mates si es preciso; pero esas cartas, Juan… y mira, hijo mío – añadió el cocinero mayor asiendo las manos del joven, y mirándole desencajado y pálido, porque cada vez se hacia para él un personaje más respetable su sobrino – : aprovecha tu buena, tu inesperada fortuna; no te pregunto cómo has podido llegar hasta donde has llegado en tan poco tiempo; eres ciertamente muy hermoso, y las mujeres… pero sé prudente, muy prudente… no te ensorberbezcas, aprovecha las horas de buen sol, hijo; pero mira que las intrigas de palacio son muy peligrosas…

– Pero, tío… – replicó el joven, que no comprendía una sola palabra.

– Nada, nada; no hablemos más de esto; lo quiere ella… en buen hora.

Juan Montiño no se atrevió á aventurar ni una sola palabra más, por temor de cometer á ciegas una torpeza, y se encerró en una reserva absoluta, en una reserva de expectativa.

– No quiero que, andando en tales y tan altos negocios, no lleves más armas que la daga y la espada; el oro es un arma preciosa. Toma, hijo – y sacó una bolsa verde y la puso con misterio en las manos del joven – . No es grande la cantidad, pero bien habrá diez doblones de á ocho. Tú me devolverás esa cantidad cuando puedas. Ahora no hablemos más, ni por la casa, ni por la calle. Voy á llevarte á esconderte frente al postigo del palacio del duque.

Y se volvió hacia la puerta.

Pero de repente se detuvo.

– ¡Ah! se me olvidaba – dijo limpiándose con el pañuelo el sudor que corría hilo á hilo por su frente – : por muy afortunado que seas, no puedes pasar toda la noche en palacio; allí sólo estarás un breve espacio… luego… en mi casa no quiero que estés… no sería prudente… Cuando un hombre ocupa con una alta señora el lugar que tú maravillosamente ocupas, debe evitar que esta señora sepa que vive en una casa donde hay mujeres jóvenes y bonitas. Cuando estés libre, sube á las cocinas; pregunta por el galopín Aldaba, y dile de mi parte que te lleve á casa de la señora María, la mujer del escudero Melchor… no te olvides.

– No me olvidaré.

– Allí tienes preparado y pagado el hospedaje. Es lo último que tengo que decirte. Conque vamos, hijo, vamos.

Juan siguió á su tío; al pasar por la repostería, éste dijo arrojando una mirada á las mesas y á los aparadores:

– Me voy á tiempo; ya se han servido los postres y los vinos. Buenas noches, señores.

Despidieron todos servilmente, pajes, lacayos y galopines, al cocinero de su majestad, y recibiendo iguales saludos de la servidumbre que ocupaba las habitaciones por donde pasaron, salió á la calle, siguió, torció una esquina, recorrió una tortuosa calleja, dobló otra esquina, y al comedio de otra calleja obscura se detuvo.

– Ese es el postigo de la casa del duque – dijo el cocinero mayor.

– ¿Y por ahí ha de salir el hombre que lleva consigo esas cartas que comprometen á su majestad?

– Sí, don Rodrigo Calderón; pero saldrá tarde; aunque te llaman luego á palacio, esto importa más, créeme; espera aquí, porque podrá suceder que don Rodrigo salga temprano, dentro de un momento; podrá suceder también que salga acompañado; en ese caso… déjale, y vuelve mañana á este mismo sitio hasta que le veas solo. ¿Pero estás seguro de tu valor y de tu destreza?

– Cuando se trata de la reina, tío, no hay que pensar más que en servirla.

– Pues bien; ocúltate, que no puedan verte; aquí en este soportal. Y adiós; voy á ver ahora mismo á mi hermano Pedro.

– Quiera Dios, tío – dijo tristemente el joven – , que le encontréis vivo.

– Adiós, sobrino, adiós; nunca he sufrido tanto; quisiera irme y quedarme.

– Id tranquilo, tío, que como Dios me ha sacado de otros lances, me sacará de éste.

– Dios lo quiera.

– Id, id con Dios.

El señor Francisco Montiño tiró la calleja adelante y tomó á buen paso el camino del alcázar.

Para él, á quien habían fascinado las coincidencias casuales del relato de Gabriel Cornejo, con la carta de palalacio y con las impacientes preguntas de su sobrino postizo acerca de la reina, era indudable que Juan había tenido un buen tropiezo; que, en fin, la reina le amaba ó le deseaba… pero todo esto se hacía duramente inverosímil al cocinero mayor, porque, en efecto, lo era; y sin embargo, creía tener pruebas indudables: aquella carta que había venido á sus manos por conducto de una dueña de palacio y con todas las señales de provenir de la reina; las medias palabras de su sobrino; el aspecto extraño, la sobreexcitación que en él había notado, todo contribuía á hacerle creer lo que no quería creer, porque lo que repugna fuertemente á la razón, lo rechaza enérgicamente la voluntad.

Francisco Montiño no encontraba otra salida al pasmo que le causaba todo aquello, mas que encogerse de hombros y decir:

– ¡Y yo que hubiera jurado que la reina era una santa!

Y luego añadía, en una reacción de la razón y de la voluntad:

– No, no, señor, es imposible, imposible de todo punto; yo estoy soñando ó me he vuelto loco. Ni creo esto ni lo de don Rodrigo Calderón. ¡Bah!¡blasfemia! es cierto que la reina no ama al rey, pero de esto á… á olvidarse de quien es… ¡Vamos, no puede ser!

Y recordando luego cuanto había visto y oído, exclamaba:

– Pero las mujeres, con corona ó sin ella, son siempre mujeres, capaces de hacer lo que ni aun se podría pensar.

Al cabo terminaba su lucha con la siguiente conclusión:

– Ello, al fin, no me importa tanto que me exponga á volverme loco devanándome los sesos: si mi sobrino, es decir, si ese joven que me cree su tío hace suerte… mejor, algo me alcanzará; si todo eso de la reina no es más que una equivocación, un enredo… mejor, mucho mejor, porque la reina será lo que yo creo que es y lo que debe ser. De todos modos, no pasará mucho tiempo sin que yo sepa la verdad. Entre tanto vamos á pasar una mala noche por ver á mi hermano, y no nos detengamos, ya que hay que saber otro secreto importante, porque la muerte no se espera á que uno despache sus negocios.

Pensando esto entraba por la puerta de las caballerizas reales.

– ¡Hola, eh! – dijo desde la puerta de una cuadra – ¡los palafraneros de guardia!

Acudieron dos ó tres mocetones.

– Al momento, al momento, para el servicio de su majestad, dos machos de paso que puedan andar cinco leguas en dos horas, y un mozo de espuela, que no se duerma y que no me extravíe.

– Muy bien, señor Francisco Montiño – dijo uno de los palafreneros – ; cuando vuesa merced vuelva ya estarán las bestias y el mozo dispuestos para echar á andar.

El cocinero mayor atravesó el arco de las caballerizas, la plaza de Armas, el vestíbulo y el patio del alcázar, se metió por un ángulo, por una pequeña puerta, empezó á trepar por unas escaleras de caracol, y á los cien peldaños desembocó en una galería, apenas alumbrada por algunos faroles; apenas entró, llegó á sus oídos la voz de dos mujeres que cantaban de una manera acompasada y lenta, como quien se fastidia, un villancico.

– ¡Qué feliz sería yo – dijo – si no me cercasen y me rodeasen y me amargasen la vida, tantos negocios y tantos enredos! ¡y si no, cuán felices y cuán contentas están mi mujer y mi hija!.. es necesario dar un corte á esto; soy rico, á Dios gracias, y debo retirarme y descansar. Abre, Inesita, hija mía – dijo llegando á una puerta.

Cesó el canto, oyéronse unas leves pisadas, se abrió la puerta, y con una palmatoria en la mano apareció una preciosa niña de diez y seis á diez y siete años.

– ¡Cuánto ha tardado vuesa merced, señor padre! – dijo sonriendo al cocinero mayor – mi señora madre y yo estábamos con mucho cuidado.

– ¡Y cantábais!

– Por entretener la espera.

– Pues más voy á tardar – dijo Montiño entrando en una pequeña habitación y sacudiendo su capa, que estaba empapada por la lluvia.

– ¿Cómo que vas á tardar, Francisco? – dijo una joven hermosa también, y como de veinte años, que al levantarse para tomar la capa del cocinero mayor, dejó ver que estaba abultadamente encinta.

– Sí, Luisa, sí; me obliga el hacer un pequeño viaje ahora mismo, un asunto bien desagradable.

– ¡Y con esta noche!.. – dijo Luisa.

– Mi hermano el arcipreste – dijo tristemente el cocinero mayor – se muere, y acaso no llegue á tiempo ni aun de cerrarle los ojos.

– ¡Oh! ¡qué desgracia! – dijo Luisa.

– ¡Está de Dios que yo no conozca á ningún pariente mío! – añadió Inés.

– No hay que afligirse demasiado – dijo Montiño – , nacemos para morir y mi hermano era viejo.

– ¿Y durará mucho tu ausencia, Francisco? – dijo Luisa.

– Mañana, á más tardar, estaré de vuelta. Saca mi loba de camino, Inesita; y mis botas, yo voy por mis pedreñales, siempre es bueno ir bien preparado.

Y Montiño abrió una puerta con una llave que sacó de su bolsillo, y entró y cerró.

La mujer lanzó una mirada ansiosa á aquella puerta.

Montiño atravesó otra habitación, abrió otra puerta y se encerró en un pequeñísimo aposento, en el cual había un fuerte arcón, una mesa y algunas sillas. Pero todo tan empolvado, que á primera vista se notaba que no se había limpiado allí en mucho tiempo.

El cocinero mayor abrió el arcón, que apareció lleno de talegos; buscó uno de ellos con la vista y con las manos, con cierto respeto de adoración; desató lentamente su boca, y procurando que las monedas no chocasen, sacó como hasta una veintena de doblones de oro.

– Hago un sacrificio, un inmenso sacrificio – exclamó suspirando – , el mayor de todos: dejar mi casa sola. No sé por qué el tío Manolillo tiene conmigo de algunos meses á esta parte chanzas que me inquietan. ¡Bah! ¡bah! yo recelo de todo… no hay motivo… están contentas… ella cada día más cariñosa… mi hija cada vez más empeñada en ser monja… Afuera, afuera sospechas infundadas… una sola noche… ¿qué ha de suceder en pocas horas?

Y tomando un par de pedreñales ó pistoletes que estaban colgados de la pared, los cargó, les renovó los pedernales, y cerrando cuidadosamente el arca y las dos puertas que antes había abierto, salió á la habitación donde estaban su mujer y su hija, se vistió un traje de camino, se ciñó una espada, se colgó de la cintura los pedreñales, y después de despedirse de su mujer y de su hija, salió de la habitación, luego del alcázar, y llegó á las caballerizas, donde montó en un mulo, y salió de Madrid acompañado de un mozo de espuela de la casa real, que iba montado en otro mulo.

No habría llegado aún Francisco Montiño al puente de Segovia, cuando su mujer, que había despedido á su hijastra para irse á dormir, se encerró en su dormitorio, se dirigió á una ventana, que parecía clavada, sacó con suma facilidad dos de los clavos, que sólo servían de una manera aparente, abrió, y tomando un papel, al que hizo tres agujeros, envolvió en él un pedazo de pan, sin duda para dar al papel peso, y se puso á cantar, teniendo fijos los ojos en una ventana cercana de una torre que por aquella parte del alcázar estaba contigua á las habitaciones del cocinero mayor.

Poco después se abrió aquella ventana y dejó ver únicamente su fondo obscuro.

Luisa arrojó á aquel fondo el papel que envolvía el pan y que entró por el vano obscuro de la ventana que acababa de abrirse.

Inmediatamente cerró Luisa la ventana, y dijo suspirando, como suspira una mujer impaciente y enamorada:

– Si á las tres no ha vuelto Francisco, no vuelve de seguro hasta mañana; tienen tiempo de avisarle y vendrá: ¡oh! ¡qué suerte tan infeliz la mía!

– ¿Por qué cantará así mi madre, siempre que mi padre pasa alguna noche fuera de la casa? – decía Inés rebujándose en sus sábanas – . ¡Ay, si yo pudiera avisarle! pero le ha tocado hoy de servicio, y no se puede mover de la portería de pajes.

La niña se durmió sonriendo, como sonríe una virgen á su primer amor, á su único amor puro. No sabemos si Luisa durmió también; pero lo que sí sabemos es que entre tanto el cocinero mayor caminaba rápidamente al paso de andadura de los dos poderosos mulos, y que el camino hasta Navalcarnero se acabó antes de que se acabasen sus encontrados pensamientos.

Cuando llegó al pueblo eran las doce de la noche.

Apeóse en la puerta de la casa donde había nacido, y no tuvo necesidad de llamar, porque encontró su puerta franca de par en par.

Algunas mujeres pasaban de la cocina á una sala baja muy atareadas, y entre ellas apareció una anciana.

– ¿Vive mi hermano? – dijo Montiño, adelantando hacia aquella mujer.

– ¡Ah! ¡señor! ¿sois vos? – dijo llorando la pobre anciana – yo no os conozco, no os he visto nunca; pero debéis ser el señor Francisco Montiño.

– El mismo soy; ¿pero vive aún mi hermano?

– Está acabando; pero entrad, entrad: desde que esta mañana fué Juan á Madrid, os espera con tanta impaciencia, que no parece sino que vos habéis de traerle la salvación de su alma.

Y la buena mujer introdujo al cocinero mayor en una sala baja, y de ella en una alcoba, donde, asistido por un fraile francisco, había un anciano expirante.

– ¡Señor arcipreste!¡señor arcipreste! – dijo la anciana – ; he aquí vuestro hermano que ha llegado.

Abrió penosamente los ojos el moribundo.

– No veo – dijo con voz apenas perceptible.

Y calló, como si aquel «no veo» le hubiese costado un inmenso esfuerzo.

– Padre – dijo la anciana, dirigiendo la palabra al religioso – , el señor arcipreste me tenía encargado que cuando viniese su hermano, le dejásemos solo con él.

– ¡Oh!¡pues cumplamos su voluntad! – dijo el fraile y salió.

El moribundo y el cocinero mayor quedaron solos.

– ¡Soy yo, hermano mío!¡soy yo! – dijo Montiño, estrechando las manos al arcipreste.

– ¡Allí! ¡allí! – dijo el moribundo, extendiendo el brazo hacia el fondo de la alcoba de una manera vaga y penosa.

– Sí, sí; no te fatigues, hermano mío: allí está el cofre que encierra la fortuna de Juan.

– Sí – dijo el moribundo.

– ¡Pedro! un esfuerzo – dijo Montiño acercando su semblante al de su hermano, que empezaba ya á descomponer la muerte – : ¡Pedro, el nombre de su padre!

– Su padre es… el gran… el gran… duque de Osuna.

– ¡Ah! – exclamó Montiño – . ¿No deliras, hermano?

– ¡El duque… de Osuna! – repitió el arcipreste, haciendo un violento esfuerzo, que acabó de postrarle.

– ¿Y su madre…? ¿su madre…?

– La duquesa… de…

– ¡Pedro! ¡Pedro! un solo esfuerzo.

El moribundo hizo un esfuerzo desesperado para hablar y no pudo; levantó la cabeza, dejó oír un gemido gutural, y luego su cabeza cayó inerte sobre la almohada.

Había muerto.

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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