Читать книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel - Страница 9

TOMO PRIMERO
CAPÍTULO IX
LO QUE HABLARON LERMA Y QUEVEDO

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Desde que don Francisco de Quevedo se resignó á esperar, pensando, al duque de Lerma, hasta que apareció el duque, pasaron muy bien dos horas.

Era el duque uno de esos personajes que se llaman serios; su edad rayaría entre los cuarenta y los cincuenta años; respiraba prosopopeya; vestía con una sencillez afectada, y en sus movimientos, en sus miradas, en su actitud, había más de ridículo que de sublime, más hinchazón que majestad; era un hombre envanecido con su cuna, con sus riquezas y con su privanza, que había formado de sí mismo un alto concepto, y que se creía, por lo tanto, un grande hombre.

Quevedo permaneció algún tiempo sentado, después que apareció el duque.

Esto hizo fruncir un tanto el ceño á su excelencia.

– Me han avisado – dijo con secatura – de que me esperaba aquí una persona para darme en propia mano una carta de la señora duquesa de Gandía.

Quevedo se levantó lentamente, y sin desembozarse, sin descubrirse, sacó de debajo de su ferreruelo una mano y en ella la carta de la duquesa de Gandía; cuando la hubo tomado Lerma, Quevedo se volvió hacia una puerta que el duque había dejado franca.

– Paréceme que huís, caballero – dijo el duque.

Quevedo se detuvo, pero permaneció de espaldas.

– Y no creo que haya motivo – añadió el duque, mirándole de alto abajo y sonriendo de una manera que nos atreveremos á llamar triunfante – ; no creo que haya motivo para que tan embozado, tan en silencio, y con un encubrimiento y un silencio tan inútil, vengáis á mi casa y pretendáis salir de ella; como os habéis tapado la cruz y el rostro con el ferreruelo, debiérais haberos puesto en cada pie un talego, á fin de tapar vuestros juanetes y disimular lo torcido de vuestras piernas; no digo esto por mortificaros, sino porque comprendáis que os he conocido, don Francisco.

Volvióse Quevedo, se desembozó, se descubrió echando atrás con gentil donaire la mano que tenía su sombrero, y levantando su ancha frente, dijo fijando el vidrio de sus antiparras en los ojos del duque:

– ¡Romance!

– ¡Romance y vuestro! Soltadle, don Francisco, soltadle, que ya me tenéis impaciente.

Guardó un momento silencio Quevedo, y luego dijo con voz sonante y hueca, cortando los versos de una manera acompasada, y dándoles cierta canturía:

– Dióme Dios, por darme mucho,

con una suerte perversa,

cabeza dos veces grande,

y pies para sostenerla.

Vine al mundo como soy,

aunque venir no quisiera;

la culpa fué de mi madre,

que no se murió doncella.

Por los pies me ha conocido

el ingenio de vuecencia;

es difícil que conozcan

á algunos por la cabeza.

Hay quien puede en pies de cabra

enderezar su soberbia,

porque lo que todo es aire,

cualquier cosa lo sustenta.


Y acabado el romance, se dejó caer el sombrero sobre la cabeza, se embozó de nuevo, y se volvió á la puerta franca.

El duque se adelantó y cerró aquella puerta.

– Sois mi prisionero – dijo.

– Mandadme dar cena y lecho – repuso Quevedo, sentándose otra vez en el sillón que habla dejado, como si se encontrara en su casa.

– No os he soltado de San Marcos para encerraros otra vez – dijo Lerma – . Quiero que seamos amigos.

– ¡Ah, condesa de Lemos! – exclamó Quevedo.

– ¿Por qué nombráis á mi hija, cuando os hablo de otros asuntos? – dijo con el acento de quien se siente contrariado, el duque.

– Dígolo, porque vuestra hija ha sido antes y ahora la causa.

– No os entiendo.

– Basta con que Dios me entienda.

– Si vos galanteásteis á mi hija hace dos años…

– Don Francisco de Sandoval y Rojas, vos sois uno de aquellos hombres de quienes dice la criatura: tienen ojos y no ven.

– Veo que os equivocáis; vos creéis que la causa de vuestra prisión en San Marcos, fueron vuestras solicitudes á doña Catalina.

– Me afirmo en lo dicho: sois ciego; yo cuando se trata de mujeres…

– Estáis por las que valen… y pretendéis por ellas ser valido.

– Valiera yo poco si tal valimiento buscara – y continuó – ; yo, cuando se trata de mujeres, no solicito, tomo…

– ¿De modo que…?

– No he solicitado á vuestra hija.

– ¿Y qué habéis tomado de ella? – añadió con precipitación el duque.

– Un ejemplo de lo que sois.

– ¡Ah! vos para conocerme…

– Os miro.

– Pero me miráis con antiparras.

– Para veros no es necesario tener muy buena vista.

– Quiero saber qué pensáis de mí.

– Mucho malo.

– Al menos no se os puede culpar de reservado.

– Reservéme poco, cuando habéis podido encerrarme.

– Os he guardado porque os estimo.

– Tan acertado andáis en mostrar vuestra estimación, como en gobernar el reino.

– ¿Pues no decís que en vez de gobernar soy gobernado? ¿no me habéis fulminado uno y otro romance, una y otra sátira, tan poco embozadas, que todo el mundo al leerlas ha pronunciado mi nombre? ¿no os habéis declarado mi enemigo, sin que yo haya dado ocasión á ello, como no sea en estorbar vuestros galanteos con mi hija?

– ¡Ah! ¡es verdad! nos habíamos olvidado de doña Catalina; hablado habemos de memoria; nos perdemos y acabaremos por no decir dos palabras de provecho, desde ahora hasta la fin del mundo, si hasta la fin del mundo habláramos. ¡Vuestra hija! ¡pobre mujer! ¿y sabéis que yo no escribiría por nada del mundo contra vuestra hija?

– ¿Tan bien la queréis?

– Se me abren las entrañas por todos los poros.

– ¡Ay! ¿y mi hija?..

– Es la mujer más pobre de corazón que conozco.

– Pues yo creía…

– ¡Pues! vos creéis en todo lo que no es, y de todo lo que es renegáis.

– Quisiera entenderos.

– Pues entendedme: vos creéis á vuestra hija una mujer, y vuestra hija es una niña; vos la creéis contenta, y vuestra hija llora; vos la creéis feliz, y vuestra hija es desdichada; vos al casarla con vuestro sobrino, creísteis hacer un buen negocio… ¡bah! don Francisco; vos que lo primero que veis en mí son las antiparras, no sentís las antiparras que tenéis montadas sobre las narices, y sin las cuales no veis nada; antiparras que vienen á ser para vos las antiparras del diablo, que todo os lo desfiguran, que todo os lo mienten, que os abultan las pulgas y os disminuyen los camellos; para vos, á causa de esas endiabladas antiparras, lo falso es oro, todo lo que es aire cuerpo, todo lo que es cuerpo aire. Yo os daría un consejo;

– ¿Cuál?

– Hacéos sacar del cuerpo los malos, y cuando os los hayan sacado entonces hablaremos; entonces veremos si yo os sirvo á vos, ó si vos me servís á mí.

Y Quevedo se levantó en ademán de irse.

– Esperad, esperad, don Francisco; os necesito aún.

– ¡Ah! ¿con que aún no me suelta?

– Nunca habéis estado más libre que ahora.

– Pues mirad, nunca me he sentido más preso.

– Veo que vuestra enemistad hacia mí es cruel.

– ¡Bah! desengañáos; yo no tengo un enemigo en quien no temo.

– Preso os he tenido dos años.

– No, más bien me he estado yo dos años preso.

– Mucho confiáis en vuestro ingenio.

– Yo más en el vuestro.

– Pero si yo no le tengo.

– Sí por cierto, tenéislo… para hacer lo que nos conviene.

– Ponderan mi lisura y mi paciencia…

– Pues se engañan. Ni sois liso ni agudo, y en cuanto á lo de paciencia…

– Téngola, puesto que me estáis desesperando, y…

– Os estoy leyendo.

– Concluyamos de una vez, don Francisco: yo os tengo en mucho, y si os he tenido preso no ha sido porque no me servíais á mí, sino porque no sirviéseis á otros.

– Yo sólo sirvo á Dios.

– Y al duque de Osuna.

– Es lo que nos queda de grande y noble, porque algo de noble y grande quede en España. Sirviendo al duque sirvo á Dios, porque sirvo á la justicia y al honor.

– O porque sirviéndole, os servís á vos mismo. ¿Qué habéis visto en Girón, que os haga creer que es más grande que Lerma?

– Que Girón es grande sin decirlo, y vos, llamándoos grande, sois pequeño.

– ¿Qué queréis, don Francisco, qué deseáis? ¿con qué noble premio se os puede comprar?

– ¿Queréis que sea vuestro amigo?

– ¡Oh don Francisco! me llamáis ciego, y sin embargo, no reparáis en que os veo levantaros delante de mí como un gigante, y os respeto; no comprendéis que os aprecio en cuanto valéis, y que sé que con vuestra ayuda nada temería: lo emprendería todo, continuaría los tiempos de esplendor de España…

– Me estáis ofreciendo moneda falsa.

– Y vos me estáis desesperando.

– Ya os he dicho que puedo ser vuestro amigo.

– Hablad.

El duque de Lerma se sentó y Quevedo volvió á sentarse también.

– Voy á desembozar algunas palabras que os están haciendo sombra, y á empezar por mí desembozándome. Nací contrahecho; vos me desembozásteis por los pies, ya os lo dije; ni eché memorial para venir al mundo, ni venido quejéme de los malos pies con que en él entraba; pero si Dios me dió piernas torcidas, dióme alma recta; si pies torpes, ingenio ágil; si cabeza grande, llenóla de grandes pensamientos; os estoy hablando completamente desembozado, y pienso desembozaros para con vos mismo, porque lleguéis á ver claro, que, vos como sois, y yo como Dios ha querido que sea, hemos nacido para ir por camino diferente; yo bien me sé á dónde vais á parar; yo pararé donde Dios sabe.

– Continuaré sacrificando mi vida á la grandeza de mi patria.

– Y como habéis nacido para que todo os salga al revés de como pensáis, acabaréis hundiéndoos con España en un abismo.

– ¿Creéis, pues, que estoy engañado?..

– Si volvemos á las réplicas no acabaremos nunca.

– Continuad.

– Pretendieron mis padres que fuese docto. Alcalá me dió su ciencia, pero más la Universidad que se llama mundo. Cada mujer fué para mí un romance, cada hombre una sátira, cada día un maestro, cada año un libro. Díjome la historia que siempre ha habido tiranos y esclavos, y que la vanidad, y la codicia, y la soberbia han escrito con sangre sus anales; quise quitar la carátula á la verdad y se la quité á medias, porque lo que vi, me dió miedo de ver lo que ver no quise. Encerréme conmigo, y allá en mi encierro me siguió el mundo, y me siguieron mis pasiones. Amé: ¡nunca hubiera amado! porqué amé á vuestra hija.

Hizo un movimiento de impaciencia Lerma.

– Y vuestra hija me amó.

Movióse con doble impaciencia el duque.

– Y no fué mía porque no quise que lo fuese.

– ¡Oh! exclamó con disgusto Lerma.

– No podía serlo; para querida me daba lástima, para mujer ojeriza.

– ¡Cómo!

– Hubiéseis dicho qué me daba á trueque; á falta de riquezas y de títulos, servidumbre judaizante, adoración del oro; yo, que me precio de sangre limpia y de ser buen cristiano, díjeme todo espeluzno y todo escándalo de mí mismo cuando pasó por mí el vergonzante pensamiento de ser vuestro yerno: honra dejáronte tus padres, don Francisco; búrlaste de las busconas; no mates tu honra ni tu musa y buscón no seas; que cuando oro anda en medio de una mujer y un hombre, el mundo no ve el corazón, sino el talego; no el amor, sino la codicia; tragúeme, pues, mi amor, como me he tragado otras tantas cosas, y no queriendo deshonrar á vuestra hija haciéndola mía, no me casé con ella por no deshonrarme.

El duque de Lerma no contestó una sola palabra; únicamente hirió una y otra vez con un movimiento nervioso la alfombra, con el tacón de su zapato.

– Casásteisla entonces con vuestro sobrino; vendísteis á vuestra hija…

– Era una alianza conveniente…

– Pudo conveniros á vos, no á ella. Conviniérala como mujer honrada y honesta, y discreta, y bien nacida, no porque de vos viniera, sino porque nació buena, otro hombre, más amor, más alma, más valor y dicha la verdad sea, más vergüenza. Que si el conde de Lemos tuviera todas estas cosas y con ellas alguna discreción y buen ingenio, bien casada estuviera vuestra hija, y no escribiera yo despechado al verla tan mal casada, tan enterrada en vida, aquello de:

Oro es ingenio en el mundo,

oro en el mundo es nobleza

y el que en vanidades trata

de vanidad se sustenta.

Con un leproso del alma,

su padre casó á Teresa…


Con lo demás que decía el romance, que si no hizo reir á nadie por el chiste, os hizo á vos llorar de rabia por lo claro, y dar conmigo en San Marcos, con tan poco disimulo de la causa, que todo el mundo tuvo por culpa de ella al romance, y por doña Catalina á la doña Teresa que el romance cantaba.

– ¿Y creéis que aunque anduvísteis extremadamente injusto, apasionado y mordaz en el tal romance, fué esta sola la causa de vuestra prisión?

– Sé que anduvieron también en ella vuestras antiparras.

– Más claro.

– Por turbias que sean esas antiparras para el duque de Lerma, todos ven que son ellas don Rodrigo Calderón.

– ¡Ah! ¡el bueno de mi secretario!

– Vuestro amo.

– ¡Mi amo!

– Y del rey.

– ¡Ah!

– Y de España, porque como vos sois amo del rey, y el rey amo de España y es vuestro dueño don Rodrigo, resulta que don Rodrigo viene á ser amo de España.

– Seguid, don Francisco, á fin de que sepamos hasta qué punto estáis engañado.

– Era una simple cuestión de secretarios: don Rodrigo lo era vuestro, y yo lo era del duque de Osuna; el duque de Osuna era enemigo vuestro, y por consecuencia, vuestro secretario debía serlo también del secretario del duque de Osuna. Temióse, no lo que hacía, sino lo que pudiera hacer de la corte el ilustre descendiente de los Girones, y como es muy principal caballero, y muy poderoso, y muy bravo, se le desterró á Nápoles dorando el destierro con lo de virrey, y como se creía que yo era mucha cosa con el duque y que haría más conmigo que sin mí, se me envió á San Marcos á hacer penitencia; y como el duque de Osuna no ha cesado de reclamar en estos dos años á su pobre secretario, y como, por otra parte, vos os encontráis con que á pesar de los buenos oficios de don Rodrigo no veis claro en qué consisten tantos reveses y tantas desdichas como sufre España, os habéis dicho: saquemos del encierro á aquel espíritu rebelde, veamos si podemos mudarle á nuestro provecho, y si sus antiparras son más claras que los ojos de don Rodrigo.

– ¿Y creéis que yo no pudiera pasarme sin vos?

– Creo que necesitáis de todo el mundo.

– El rey me concede más que nunca su cariño, su confianza.

– Sin embargo, no ha gustado mucho al rey que vuestro sobrino haya llevado á picos pardos al príncipe de Asturias. Y como el rey, aunque no es muy perspicaz, sabe que vos y el conde de Lemos sois una misma cosa; y como vuestro hijo el duque de Uceda se impacienta por ocupar vuestro puesto; y como la reina trabaja contra vos todo lo que puede; y como Olivares atiza, pensando en su provecho; y como Calderón, creyéndose ya poderoso, no disimula su soberbia; y como Espínola desde Flandes pide hombres y dineros; y como suceden tantas y tantas cosas que no debieran suceder, si no mandárais vos, que no debíais mandar; y como vos creéis que el duque de Osuna me ha nombrado su secretario por algo, y que por algo también me pide en una y otra carta, nada de extraño tiene que yo piense que si quisiera podía vengarme de don Rodrigo enviándole á galeras y de vos haciéndoos mi secretario.

– Conócese – dijo el duque sonriendo á duras penas – que aún os dura la rabia del encierro.

– Os hablo desembozado y nada más.

– ¿Y si fuese cierto que yo necesitase de vuestra ayuda?..

– Os la negaría, porque ayudaros á vos, sería desayudar á la patria y hacer traición al rey.

– Supongo que no os habréis atrevido á llamarme traidor.

– No; pero sois ciego, soberbio y codicioso.

– Os habéis propuesto decididamente enojarme, cuando yo hago todo lo que puedo por haceros mi amigo.

– No debe enojaros la verdad; no puedo ser yo amigo vuestro.

– Sin embargo, si no recuerdo mal, me habéis ofrecido vuestra amistad.

– Sub conditione.

– Pero vuestras condiciones…

– En el estado en que se encuentra la gobernación del reino, las condiciones serían muy duras para vos.

– ¿Creéis que el mal, si le hay…?

– ¿Si le hay? Desde que murió el rey don Felipe, que aun antes de que le royesen el cuerpo los gusanos, se sintió roido por el dolor de dejar la monarquía más poderosa del mundo á un príncipe incapaz, no han pasado por España más que desdichas; la hacienda real, desde que vos subísteis á secretario de Estado, empezó á dar tales traspiés, que dejó muy pronto de ser hacienda; exhausta por los gastos más exorbitantes, escandalizado el reino de tanto desbarajuste, de tal despilfarro, empezó á murmurar, como quien conocía que de su cuero habían de salir las correas; vos, para acallar al reino, os ayudásteis de clérigos para que volviesen á vuestro provecho el púlpito y el confesonario; no era bastante la mentira en nombre del rey: se mintió en nombre de Dios, se pasó de la deslealtad al sacrilegio. Don Rodrigo Calderón, trocado de vuestro paje en vuestro secretario, y engordado con vuestros secretos, y con los empleos que vende, y con la justicia que rompe, se hace fuerte y os domina; la guerra de los Países Bajos, funesta guerra de religión que ningún provecho ha podido nunca traer á España, se encrudece, se hace desastrosa, es más, injusta, deshonrosa, porque nuestros soldados sin pagas, se convierten en una plaga de Egipto, rompen la disciplina, y nuestros valientes tercios son vencidos en las Dunas, en Ostende, en el Brabante, en todas partes, á pesar de la pericia y del valor de Espínola. Somos el juguete de Inglaterra, que satisface el odio que siempre ha sentido hacia la casa de Austria, y de otra parte la Francia ayuda á los Países Bajos, para que entretenida España con una guerra desastrosa no pueda influir en sus negocios. Inútil la tentativa de ceder la soberanía de los Países Bajos al archiduque Alberto y á su esposa la infanta doña Isabel; continúan los desastres. Holanda y Flandes han resistido, resisten y resistirán, como quien pugna por arrojar de su casa un dominio extraño y tiránico. Para satisfacerse de algún modo de los reveses de los Países Bajos, se piensa en ganar gloria perjudicando al comercio inglés, y se envía allá una escuadra que aniquilan los elementos como aniquilaron á la Invencible; todo fracasa, todo muere. Perdido el tino, se firma una tregua vergonzosa de doce años con Holanda y Flandes, acogiendo por medianeras á Francia y á Inglaterra, y se cree tener algún respiro. Pero aqueja la pobreza pública, al par que crecen los dispendios de la corte, y se piensa en leyes suntuarias; leyes inoportunas, ineficaces, contra las que representan los mercaderes y quedan sin efecto; es necesario encontrar dinero á todo trance, y se aumenta el valor de la moneda de vellón; expone los inconvenientes de esta medida el docto Mariana en su libro De Mutatione monetæ, y el bueno, el sabio Mariana es perseguido; á la torpeza sigue la tiranía. Pero no se halla todavía dinero y la tiranía crece, la tiranía no respeta ya nada: ni la fe de los tratados humanos, ni la fe de este eterno pacto de justicia que el hombre tiene hecho con Dios. El edicto de la expulsión de los moriscos, llena de horror á todos los pechos generosos…

– Antes que Felipe III han sido sus abuelos rigorosísimos con los moriscos – exclamó el duque de Lerma, aturdido por la filípica de Quevedo.

– ¡Los clérigos y los frailes! siempre esa plaga que ha logrado dominar al trono y que acabará con la gloria y con el poder de España. Y, sin embargo, un excesivo celo por la religión, un celo imprudente y ciego, pudo nublar con hechos indignos de su grandeza la gloria de los Reyes Católicos, del emperador don Carlos, de su hijo don Felipe; pero no la mancilló la codicia mortal, la sed infame del dinero; los moriscos fueron perseguidos, ¡pero no fueron robados!

– ¡Robados!

– Sí, Felipe III ha robado á los moriscos, y quien dice Felipe III, dice el duque de Lerma.

– Esto es ya demasiado, demasiado – dijo enteramente aturdido Lerma, que no había creído que existiese un hombre capaz de decirle de frente tan agrias verdades. A tal punto le habían llevado su envanecimiento, su privanza y la nulidad del rey.

– ¡Pues ya se ve que es demasiado! Cuatro millones de españoles ricos, industriosos, han sido expulsados, pobres, desnudos, miserables, desesperados, del suelo que los vió nacer. Y el rey, su majestad, como si hubiérais hecho grandes merecimientos, como si en vez de disminuir en una cuarta parte la población del reino la hubiérais aumentado y enriquecido, os da trescientos mil ducados para vos y para vuestro hijo el duque de Uceda, y ciento cincuenta mil á vuestra hija y á su noble esposo el conde de Lemos.

– ¡Concluyamos, concluyamos, don Francisco! – dijo el duque procurando rehacerse – ; está visto que no podemos entendernos.

– ¡Ya quería yo irme…! – dijo Quevedo levantándose de nuevo – ; quería irme sin hablar una sola palabra, porque no podría deciros más que verdades lisas… pero vos… ¡bah! vos habéis nacido para equivocaros…

– He llegado á vos y os he tendido la mano…

– Yo no puedo estrechar vuestra mano, yo no puedo serviros; yo no quiero hacerme cómplice de la ruina de España; á mi duque de Osuna me atengo… y si me desayudare el duque… me atenderé á mí mismo, que me basto y aun me sobro. Quede vuecencia con Dios.

– Esperad: no es por ahí, don Francisco – dijo el duque tomando una bujía de sobre la mesa y yendo á una puertecilla.

– ¡Cómo! – dijo Quevedo – ; ¿vuecencia sirviéndome de paje?

– Honroso es servir al ingenio, á la grandeza y al valor.

– Muy cristiano andáis.

– ¡Cristiano!

– Sí, por cierto; dais favores por agravios.

– No hablemos de eso; no sois vos quien me agraviáis, sino la fortuna que se me os roba.

– Ahí os queda don Rodrigo Calderón. Calló el duque, y bajando unas escaleras, llegó á un postigo y puso la mano en un cerrojo.

– Perdonad, un momento, don Francisco – dijo Lerma – : ¿quién os ha dado la carta que me habéis traído? ¿puede saberse?

– ¿Y por qué no? ¡Me la ha dado vuestra hija!

– Y… ¿dónde?

– En palacio.

– ¡Oh! ¿con que ya habéis estado en palacio apenas venido?

– De palacio vengo y á palacio voy. Como me crié en él, soy palaciego, y tanto, que atribuyo al haberme criado en palacio mi cortedad de vista.

– Pues cuidad, don Francisco, en dónde ponéis los pies, porque palacio está muy resbaladizo.

– Como ando despacio, señor duque, nunca resbalo; como tengo los pies grandes me afirmo; cuando caigo no es que caigo, sino que me caen. Guarde Dios á vuecencia y le prospere – añadió, viendo que el duque había abierto la puerta.

– Id, id con Dios, don Francisco – dijo el duque – , y no os olvidéis nunca que os he buscado.

– Lo que no olvidaré jamás es la causa por que he venido – dijo Quevedo, y salió.

El duque, que al abrir se había cubierto con la puerta, cerró murmurando:

– ¡Que no olvidará la causa por que ha venido! ¡y quien le ha dado la carta de la duquesa de Gandía ha sido mi hija! ¡ese hombre! ¿A dónde tenderá el vuelo don Francisco?

Detúvose de repente el duque; había sonado en la calleja ruido de espadas que duró un momento.

– ¿Qué será? – dijo Lerma – ; donde va Quevedo van las aventuras. Don Rodrigo me lo dirá… sí, sí… ¡don Rodrigo!; y es el caso que empiezo á desconfiar de él, pero yo desconfío de todo el mundo… de todos, hasta de mí mismo.

El duque acabó de subir en silencio las escaleras, entró en su despacho, y abrió con una ansiedad marcada la carta de la duquesa de Gandía.

Hizo bien el duque en esperar á quedarse solo para leer aquella carta; nuestros lectores adivinarán su contenido. En ella, á vueltas de pesadas reflexiones, participaba la duquesa á Lerma lo que la había acontecido con el rey y la desaparición de la reina de su cuarto.

El duque, leyendo esta carta, se puso sucesivamente pálido, lívido, verde. No comprendía bien aquello. Creía tener comprimida á la familia real, y, sin embargo, el rey y la reina se le escapaban, como quien dice, por los poros. Creía saberlo todo, y, sin embargo, ignoraba que existiesen aquellas comunicaciones secretas de que hablaba la carta. Se creía seguro del afecto, de la fidelidad de don Rodrigo Calderón, y la duquesa le daba respecto á él una voz de alerta. Daba vueltas el duque á la carta y la leía y volvía á releer una y otra vez, como si dudara de sus ojos, y siempre leía la misma cosa:

«Su majestad el rey ha venido á mí por un pasadizo secreto, y me he visto en un grande apuro.»

Y más abajo:

«Cuando obligada fuí á anunciar á su majestad la reina que el rey deseaba verla, no encontré á la reina ni en su cámara, ni en su dormitorio, ni en su oratorio, y á la hora en que os escribo no sé dónde está su majestad.

Y más abajo aún:

«Personas extrañas, que no puedo deciros quiénes son, porque no las conozco, aunque las he sentido y casi las he tocado, entran á mansalva en la cámara de su majestad la reina. Además, he descubierto lo que nunca hubiera creído… desconfiad de don Rodrigo Calderón: está en inteligencias con la reina y os vende.»

El duque acabó de aturdirse, y como siempre que esto le acontecía, mandó llamar á su secretario.

Pero antes de que éste llegase, tuvo gran cuidado de guardar en su ropilla la carta de la duquesa de Gandía.

A poco entró en el despacho del duque un hombre como de treinta á treinta y cuatro años.

Era buen mozo; moreno, esbelto, de mirada profunda, semblante serio, maneras graves, movimientos pausados, como quien pretende aumentar la dignidad de su persona; vestía rica pero sencillamente, y todo en él rebosaba orgullo, mejor dicho, soberbia, y una extremada satisfacción de sí mismo; era, en fin, uno de estos seres que jamás descuidan su papel, y que con su aspecto van diciendo por todas partes: «soy un grande hombre».

Como sucede siempre á estos personajes, su afectación tenía algo de ridículo; pero era la del que nos ocupa una de esas ridiculeces que sólo notan los hombres de verdadero talento, los hombres superiores.

A los demás, don Rodrigo Calderón, que él era, debía imponer respeto, y lo imponía.

Pero delante del duque de Lerma, el más hinchado de los hombres hinchados, don Rodrigo se apeaba de su soberbia para transformarse en un ser humilde, casi vulgar, en un criado, en un instrumento.

Pero esto sólo en la apariencia.

Lo que demuestra que era superior al duque, puesto que le comprendía, y comprendiéndole usaba de él, humillándose.

Cuando entró se inclinó respetuosamente, y su semblante tomó la expresión más humilde y servicial del mundo.

Sin embargo, todos sus esfuerzos y toda su servil experiencia de cortesano no bastaron para borrar de su semblante cierta expresión de profundo disgusto, de ansiedad, de molestia y de un malestar doloroso.

El duque lo notó, receló, pero sin embargo disimuló y ocultó profundamente su recelo.

– ¿Qué os sucede? – le dijo – ¿no estáis satisfecho de las ventajas que acabamos de alcanzar?

– ¡Ventajas! ¡ventajas! tengo la desgracia de no verlas, señor – contestó con voz apagada don Rodrigo – ; si llamáis ventajas el haber logrado que se sienten á vuestra mesa y hablen como amigos el señor duque de Uceda vuestro hijo, el conde de Olivares y don Baltasar de Zúñiga…

– Por el momento parecen desalentados, vienen á nosotros, olvidan sus diferencias y se estrechan las manos.

– Para engañarse mejor, engañando juntos á vuecencia.

– Y bien, si no podemos unirlos los separaremos; no nos ha de faltar pretexto para conferir una embajada al conde de Olivares; enviaremos de virrey á Méjico ó al Perú á mi hijo, y alejaremos con otra honrosa comisión á don Baltasar.

– Pero el conde de Olivares preferirá su empleo de caballerizo mayor, que le tiene en la corte, y cerca del rey, y vuestro hijo y Zúñiga no dejarán por nada del mundo el cuarto del príncipe don Felipe. Desengáñese vuecencia: todos quieren ser, todos; aunque todo os lo deben, conspiran contra vos, los primeros vuestro hijo y vuestro sobrino… el conde de Lemos…

– El conde de Lemos seguirá en su destierro; ha sido más audaz que los otros… ha pretendido ganar la confianza de su alteza, despertando sus pasiones y halagándolas… ha sido, pues, necesario ser severo con él, y como lo he sido con él, lo seré con los demás; lo seré, no lo dudéis – añadió el duque contestando á un movimiento de duda de don Rodrigo.

– Sólo hay un medio… ya os lo he dicho… acabar de una vez… cuando un enemigo se hace demasiado terrible, como, por ejemplo, la reina…

– No, no – dijo con repugnancia el duque – ; no es necesario llegar á tanto… la reina… la tenemos sujeta… esas cartas… esas preciosas cartas… ¡oh! guardadlas bien… guardadlas.

– Las llevo siempre conmigo; la reina por ahora no se atreve… pero si vuestros enemigos… si fray Luis de Aliaga…

– Ya os he dicho que Olivares, Uceda y Zúñiga, se sienten sin fuerzas, se rinden y vienen á buscarla en mí; vuestro celo, don Rodrigo, os hace muy desconfiado. ¿Qué, creéis que yo no tengo poder?

– ¿Y de dónde sacar nuevos tesoros? ¿dónde encontrar otros moriscos? ¿cómo agravar los tributos? ¿Qué hacer para acabar esas guerras eternas que nos desangran? ¿y cómo acabarlas sin exponerse á caer de lo alto ante el orgullo de España ofendida? ¿cómo quitar á un ambicioso de un puesto que satisface su ambición para poner á otro? Os lo repito: cuando se ha llegado á este extremo, cuando falta oro para tanta boca sedienta, siempre queda el remedio de…

– No, no, el remedio es peor, cien veces peor. Todo se sabe…

– Y bien, ¿qué medio creéis que os queda para con la reina?

– Las cartas que poseéis.

– Pero esas cartas no pueden usarse sin que yo me pierda.

– ¿Creéis que vos estaréis perdido, cuando yo esté salvado?

– Hace algún tiempo que, con mucho sentimiento mío – dijo con gran humildad don Rodrigo – vemos las cosas de distinto modo. Yo veo…

– Vos veis menos de lo que creéis ver.

– Yo veo todo lo que pasa en la corte y fuera de ella, señor. Sé que vuecencia no puede anunciarme una cosa grave que yo no sepa.

– Voy á deciros una gravísima: ¿sabéis dónde está la reina?

Miró con asombro Calderón á Lerma.

– No comprendo á vuecencia – dijo.

– Me explicaré: ¿sabéis por qué la reina no parece?

– ¿Qué no parece su majestad?

– Sí, por cierto; la reina se ha perdido esta noche, ó ha estado perdida. En una palabra: su majestad la reina, á cierta hora de la noche, no estaba en su cuarto.

– ¿Cómo, á qué hora?

– A principios de la noche.

– Pues puedo deciros – exclamó Calderón poniéndose pálido – que si la reina ha desaparecido de su aposento, ha salido del alcázar.

– ¿Que ha salido?

– Sí, señor, sola y en litera.

– Eso no puede ser; ¡imposible! – exclamó el duque poniéndose de pie – . ¡Margarita de Austria, sola como una dama de comedias!..

– Es más, señor, acompañada de un hombre.

– ¿Pero no habéis dicho que salió sola del alcázar?

– Sí, sí por cierto; yo la había dado una cita.

– ¿Y esperábais?..

– No esperaba; pero á todo trance, y por no esperar yo mismo á las puertas del alcázar, para no dar que pensar, puse un hombre de mi confianza, y esperé más lejos. Impaciente, fuí á informarme de mi centinela, y éste me dijo que había salido del alcázar, bajando por la escalera de las Meninas, una dama que tenía todo el aspecto que yo le había indicado, que había entrado en una litera y acababa de alejarse. Seguimos la dirección que la litera había tomado. La hallamos al fin, la seguimos. De repente para la litera y sale…

¡La reina!

– Una dama tapada que tenía el mismo aspecto, el mismo andar reposado, grave, gallardo de su majestad. Más aún; de repente, aquella dama se detiene junto á un hombre que estaba parado en una encrucijada y se ase á su brazo y sigue.

– ¡Oh! no podía ser la reina, no; ¿á qué había de asirse á otro hombre?

– ¡Ah! aquel hombre, cuando le dejó la dama tapada en una callejuela solitaria, me detuvo hierro en mano.

– ¡Oh! – exclamó el duque de Lerma – ¿se trataba de mataros?

– Y la reina se había puesto por cebo; no tengo duda de ello. Además, aquel hombre había sido buscado á propósito; yo me jacto de ser buena espada; pues bien, aquel hombre me desarmó y me hizo gracia de la vida.

– No querían, pues, mataros: no era la reina.

– Al contrario, la generosidad de ese hombre me confirma más en mis sospechas; la reina se horroriza de la sangre… como vuecencia; la reina, sin duda, ha querido decirme: aunque soy mujer, y me tenéis obligada al silencio, puedo en silencio mataros; tengo una valiente espada que me sirve.

– ¿Pero no se os ocurre que vuestro vencedor pudo quitaros las cartas?

– La reina no sabe que por guardarlas mejor llevo siempre las cartas conmigo.

– ¿Y no se sabe quién es ese hombre que ha defendido á la reina?

– No lo sé aún, pero lo sabré; le he hecho seguir por un hombre que no le perderá de vista.

– Pues bien; lo que más urge ahora es desenredar este misterio de la reina, ver claro: saber cómo, por dónde puedan entrar personas extrañas en la cámara de la reina, y cómo la misma reina puede salir sin ser vista de nadie. Hay ciertos pasadizos en el alcázar que han estado á punto de causarnos graves disgustos. Haced que las gentes que están al lado del rey, cuenten sus pasos, oigan sus palabras…

– Tal las oyen, que aconsejo á vuecencia haga dar una mitra al confesor del rey.

– ¡Cómo!

– Fray Luis de Aliaga ha pasado toda la tarde al lado de su majestad, mientras vuecencia reconciliaba á sus enemigos y se creía por su reconciliación libre de cuidados.

El duque quedó profundamente pensativo.

– ¡El confesor del rey! ¡La reina apela al hierro! ¡Oh! ¡oh! la lucha es encarnizada… y bien, será preciso obrar de una manera decidida…

– No digáis es necesario obrar… decidme obrad, y obro. Estas cartas son ya insuficientes… vuecencia no puede pedirme que me pierda al perder á la reina… la reina lo arrostra todo… imitémosla.

– Procurad saber quién es ese hombre de que la reina se ha valido; averiguado que sea, hacedle prender, y esto al momento. Después, id á avisarme al alcázar.

Don Rodrigo conoció que la orden era perentoria, y fué á salir.

– No, por ahí no; tomad mi linterna; vais á salir por el postigo; de paso mirad si hay algún muerto en la calle, ó al menos señales de sangre.

– ¡Ah!

– Sí, antes que viniérais sonaron cuchilladas en la callejuela.

– ¡Ah! ¡ah! – dijo para sí Calderón bajando las escaleras detrás del duque – . ¡Cuchilladas junto al postigo de su excelencia, y su excelencia interesado en saber el fin de estas cuchilladas! ¡ah! ¿qué será esto? ¡Creo que este hombre, cuando me guarda secretos, desconfía de mí! Pues bien, obraré como me conviene, señor duque; y ya es tiempo; no quiero sumergirme con vos.

Cuando llegaba á este punto de su pensamiento, Lerma abría el postigo y se cubría con él para no ser visto por un acaso desde la calle.

Calderón salió.

Apenas había salido y cerrado el duque, cuando resonaron en la calle, como por ensalmo, delante del postigo, cuchilladas, y poco después, unas segundas cuchilladas más abajo, unieron su estridor al de las primeras.

El duque de Lerma subió cuanto de prisa le fué posible las escaleras, llamó á algunos criados, y los envió á saber qué había sido aquello.

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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