Читать книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel - Страница 12
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO XII
LO QUE HABLARON LA REINA Y SU MENINA FAVORITA
ОглавлениеDoña Clara entró en una pequeña recámara magníficamente amueblada. En ella, una dama joven y hermosa, como de veintisiete años, examinaba con ansiedad, pero con una ansiedad alegre, unas cartas.
Aquella dama era la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III.
– ¡Oh, valiente y noble joven! – dijo la reina – : Dios nos lo ha enviado. Clara, sin él, ¿qué hubiera sido de mí?
– Dios, señora, jamás abandona á los que obran la virtud, creen en él y le adoran.
– ¡Oh, mandaré hacer en cuanto tenga dinero para ello, una fiesta solemne á Nuestra Señora de Atocha y la regalaré un manto de oro! ¡Oh, bendita madre mía, si yo no tuviera estas cartas en mi poder!
Y los hermosos ojos de la reina se llenaron de lágrimas.
– Por estas cartas hubiera yo dado mi vida – añadió – . Y dime, Clara, al saber que yo ansiaba tanto tener esas cartas, ¿no has sospechado de mí?
– He sospechado – dijo Clara sonriendo y fijando una mirada de afecto en la reina – , he sospechado que vuestra majestad, arrastrada por su buen corazón, por su virtud, por el deber que tiene de velar por los reinos de vuestro esposo, no había meditado bien, no había estudiado al hombre en quien había depositado su confianza, y se había comprometido por imprevisión.
– Explícate, explícate, por Dios, Clara.
– ¿Qué explicación se necesita? esas cartas… estoy segura de ello, son citas á don Rodrigo Calderón; citas, no ciertamente de amor, pero que tal vez puedan parecerlo.
– Yo no te había hablado nada de estas cartas; hasta hoy no te había dicho nada de mis secretos hasta que he necesitado recobrar estas cartas, pero han venido á tus manos… ¿las has leído?
– ¡Señora! – exclamó con el acento de la dignidad ofendida doña Clara.
– Pues bien, léelas.
– ¡Ah, no; no, señora! – dijo la joven rechazando con respeto las cartas que le mostraba la reina.
– Te mando que las leas – dijo con acento de dulce autoridad Margarita de Austria.
Doña Clara tomó cuatro cartas que le entregaba la reina, abrió una y se puso á leerla en silencio.
– Lee alto – dijo la reina.
Doña Clara leyó:
«Venid esta noche á las dos; yo os esperaré y os abriré. No faltéis, que importa mucho. —Margarita.»
– Otra – dijo la reina.
«Os he estado esperando y no habéis venido; ¿en qué consiste esto? ya sabéis cuánto me importa que vengáis. Os ruego, pues, que no me obliguéis á escribiros otra vez. Venid por el jardín á las doce y encubierto. —Margarita.»
– Otra – repitió la reina con acento grave.
– Es urgente, urgentísimo, que vengáis esta noche; os espero con impaciencia. Nada temáis contando conmigo; atrevéos á todo. Esta noche, á la una, hablaremos más despacio. Venid. —Margarita.»
– La última – dijo la reina con acento opaco.
«Lo que me pedís es imprudente. Decís que nuestras entrevistas son peligrosas en palacio. Desde el momento conocí el peligro. Pero me interesaba demasiado veros, oíros, hacerme oír de vos, tratar con vos de lo que tanto importa á mi dignidad como mujer, á mis deberes como reina y como esposa, y no he vacilado un punto, confiada de vuestra lealtad. Pero me exigís que salga fuera de palacio, y esto no lo haré jamás. Yo podría justificar, en un caso desgraciado, vuestra presencia en mi recámara; ¿pero cómo podría justificar mi ausencia de palacio, si por desgracia se notaba, ó mi presencia en un lugar extraño si un accidente cualquiera me descubría? Renunciad á ese peligrosísimo medio, y venid; seguid confiando en mí. —Margarita.»
– Quema esas cartas – dijo la reina.
Doña Clara las quemó una á una á la luz de una bujía.
– Ahora bien – dijo la reina cuando la joven hubo concluído su auto de fe – ; después de haber leído esas cartas, ¿qué piensas de mí?
– Pienso lo mismo que he pensado siempre: que vuestra majestad se ha comprometido por el bien de sus reinos y por recobrar su dignidad.
– Más claro, más claro – dijo con impaciencia Margarita de Austria.
– En esas cartas no veo lo que tal vez podrían haber visto otros: una prueba contra la virtud de vuestra majestad; no, yo no veo eso; conozco demasiado á vuestra majestad para que pueda dudar ni un solo momento de su virtud. Veo una conspiración.
– ¡Ah! ¡ves una conspiración!
– Sí, por cierto, y una conspiración justa, y más que justa necesaria contra el duque de Lerma. Sólo que vuestra majestad ha elegido un instrumento que le ha hecho traición.
– Un día – dijo la reina reclinándose en su sillón y apoyando su bello semblante en una de sus bellísimas manos – cazaba el rey en El Pardo; entre los caballeros que acompañaban al rey iba don Rodrigo Calderón, que acababa de ser creado conde de la Oliva y estaba al pie de mi carroza, desempeñando accidentalmente el oficio de caballerizo. La carroza se había detenido en una encrucijada, por donde decían los monteros que debía pasar el jabalí. Me rodeaba mi servidumbre, á caballo, y cuatro damas que me seguían estaban detrás en otra carroza. Hacía mucho calor, y yo sudaba. Pedí agua, y don Rodrigo partió y volvió al punto, trayéndomela en un vaso de oro. El vaso era bellísimo, y yo noté que no era de las vajillas de palacio – .¿Este vaso es vuestro? – le pregunté – . Ese vaso no puede ser mío – me contestó – después de haber bebido en él vuesta majestad. – No importa, guardadlo – le contesté – . Don Rodrigo lo tomó, y dijo: – Lo guardaré como un testimonio de honra mientras viva, y después de muerto, si para entonces tengo hijos, se lo legaré como una reliquia – . Todo esto fué dicho con respeto, en estilo cortesano, con dignidad y con un grave acento de lealtad; poco después sonaron bocinas y ladridos de perros, y voces que gritaban: – ¡El jabalí! ¡el jabalí! – Yo asomé la cabeza por la ventanilla de la carroza, y al ver un animal monstruoso que adelantaba con una rapidez horrible por el sendero junto al cual estaba mi servidumbre, grité: – Apartáos, caballeros, apartáos, yo os lo permito – . Unos por miedo, otros por afición á la caza, se apartaron lejos ó siguieron al jabalí; don Rodrigo no se movió de junto á la portezuela, á pesar de que el jabalí pasó tan cerca de él que le hirió, aunque débilmente, el caballo, y quedó solo al lado de la carroza; toda mi servidumbre: picadores, monteros, guardias, se habían alejado. En aquel momento, don Rodrigo me dijo: – ¿Puedo alcanzar de vuestra majestad un momento de audiencia? – ¿Y para qué, caballero? – le contesté. – Para que yo pueda mostrar á vuestra majestad mi respeto y el interés que me inspira como reina y como dama. – Explicáos – le dije con severidad. – El duque de Lerma es enemigo de vuestra majestad – . ¿Qué queréis decir? – Que vuestra majestad tiene un gran interés de dar en tierra con el duque de Lerma, lo que será muy fácil á vuestra majestad si se vale de mí. – ¡Vos sois secretario del duque de Lerma! – Por lo mismo, señora, porque sé sus secretos, sé que se atreve á todo, y que obra como traidor y villano respecto á vuestra majestad. – Basta; lo que me tengáis que decir me lo diréis en un memorial. – ¿Y cómo podré dar á vuestra majestad ese memorial, rodeada como está vuestra majestad siempre de enemigos pagados por el duque? – Dejad esta tarde vuestro memorial en uno de los mirtos que están bajo los balcones de mi recámara, en el palacio de El Pardo – . Y me retiré al interior de la carroza. Don Rodrigo no me habló ni una palabra más. Poco después volvió la servidumbre, acabó la cacería y nos volvimos á palacio.
Aquel día, como otros muchos, comí separada del rey, en mi cámara, y su majestad no vino á pasar la velada conmigo. En cambio, el duque de Lerma me hacía notar, en cuantas ocasiones estaba delante de mí, el peso de su superioridad. Esta era insoportable, lo era y lo es… insoportable de todo punto.
Tú lo sabes, Clara – añadió la reina… – yo no tengo esposo… tú, nadie mejor que tú, sabe que el rey no me ama.
– ¡Ah! ¡señora! – exclamó doña Clara – ; ¿vuestra majestad duda también?
– No, no; yo no tengo celos de tí, ni puedo tenerlos: primero, porque conozco tu corazón y tu altivez… tu virtud, más bien; segundo, porque si me importa mucho mi dignidad como esposa y como reina, no me importa tanto el poseer el corazón del rey. Te hablo ahora como te he hablado siempre, desde poco tiempo después de conocerte: como á una hermana. Entre nosotras, Clara, no hay secretos. Tú sabes cuál es mi vida. Tú sabes cuál es mi lucha. No amo al rey, pero le respeto… No le ruego, pero me ofende que vasallos se atrevan á mandar en mi casa, y nieta, y hermana, y esposa de rey, no puedo sufrir con paciencia que el trono donde yo me siento esté hollado por traidores; que el rey, á quien estoy unida por la religión y por las leyes, autorice el robo, la tiranía, los cohechos, las infamias de esa especie de gran bandido, que se llama don Francisco de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, duque de Lerma, y más que secretario del despacho, verdadero rey de España. No puedo sufrir esto sin olvidarme de quién soy yo, y de quién es él; de que tengo esposo, de que tengo vasallos, y de que ese esposo está dominado y esos vasallos oprimidos; yo no puedo olvidar y no lo olvido, que España ha sido grande, poderosa, temida, ni puedo ver sin rubor y sin cólera, que hoy está pobre, vendida por todas partes, insultada, á punto de ser deshecha. No, yo no puedo olvidar lo uno, ni sufrir pacientemente lo otro. Odio á Lerma, y he conspirado, conspiro y conspiraré contra él. Mi conspiración ha estado á punto de costarme la honra, y todavía puede costarme la vida.
– ¡Ah, señora! ¿Se atrevería ese hombre?
– A todo, á todo por sostener su soberbia; pero el misterio consiste en si me matará él á mí, ó en si yo le mataré á él.
– ¡Matarle!
– Sí, su cabeza, nada menos que su cabeza; su cabeza en un cadalso público; una vez por tierra esa cabeza…
– Se levantará otra más soberbia.
– Haya yo puesto el pie sobre uno de esos ambiciosos y rapaces aventureros, y nada temo; como haya caído el uno caerán los otros; pero sigo la relación de mi conocimiento con don Rodrigo. Aquella noche, apenas me quedé sola, llamé á mi buena camarera mayor, la duquesa de Gandía, y á pretexto del calor bajé con ella á los jardines. Cuando me retiré, cerca ya de la puerta, mandé á la duquesa que fuese al banco donde había estado sentada por mi pañuelo, que había dejado olvidado de intento. La duquesa se alejó; el lugar á donde la había enviado estaba algo lejos. Entonces fuí al mirto donde al principio de la noche había visto desde detrás de las celosías de mi balcón poner un papel á don Rodrigo. En efecto, encontré un papel doblado entre el ramaje del mirto, y tuve tiempo de ocultarle antes de que volviese la duquesa. Cuando me quedé sola, retirada en mi dormitorio, leí aquel memorial; en él don Rodrigo manifestaba de la manera más clara, y con la indignación más profunda, el estado en que se encontraban el rey y España, dominado el uno por el favorito, mancillada, desangrada, robada por el favorito la otra; el golpe que pensaba darse á los moriscos, las descabelladas empresas contra Inglaterra, el descuido con que se veía venir á la Liga contra España sin conjurarla; los cohechos, el robo, la malversación de las rentas reales, la depreciación de la moneda, la corrupción de la justicia, los más altos oficios del reino en la familia de Lerma; su tío, inquisidor general; su hijo, gentil hombre del príncipe… sus hechuras puestas como espías alrededor del trono; cerrado al vasallo el camino hasta el rey, todo dominado, todo usado en provecho propio, convertido el clero por su interés al interés del favorito; alejados de España los buenos españoles; todo vendido, todo profanado, todo enlodado; cuantas miserias, en fin, cuantas infamias, cuantas traiciones puedan suponerse de un hombre; y todo esto robustecido con pruebas, aunque yo no las necesitaba porque harto bien conozco por mí misma á Lerma; todas estas pruebas expuestas con claridad, con nobleza, con desinterés, con lealtad, como conviene á un buen vasallo; don Rodrigo logró interesarme con su memorial, no sólo porque creí ver en él al hombre de honor interesado por su rey y por su patria, sino porque en él también vi al profundo hombre de Estado. ¿Pero á qué cansarme inútilmente? – dijo la reina levantándose, yendo á un secreter, tomando de él un papel y dándosele á doña Clara – : he aquí el memorial de don Rodrigo.
Doña Clara miró aquel papel.
– ¡Ah, infame! – dijo – ; ni un sólo momento ha pensado en ser leal á vuestra majestad.
– ¡Cómo!, yo creo que cuando don Rodrigo escribió su memorial obraba de buena fe.
– Esta no es su letra, señora.
¡Que no es su letra! ¿Y cómo lo sabes tú?
– Como que me ha escrito más de una y más de tres cartas de amor. Pero yo he sido más cauta. He tomado las cartas, pero ni las he contestado, ni las he creído.
– ¿Y estás segura de que esa no es la letra de don Rodrigo?
– Segurísima; como que la primera carta que me dió, se la vi escribir en la sala de las Meninas un día que estaba de guardia.
– Bien, no importa – dijo la reina.
– Sí; sí, por cierto – dijo doña Clara – ; importa demasiado, y cuando se está en una lucha tan peligrosa como la que vuestra majestad sostiene con ese miserable, es necesario no dejar pasar nada desapercibido. No, no está escrito este memorial de su mano, y siendo tan importante lo que en este memorial se contiene, indica que hay otro traidor desconocido que sabe los secretos de vuestra majestad.
La reina se puso levemente pálida.
– Dios nos ayudará, sin embargo – dijo – , como ya ha empezado á ayudarnos procurándonos á ese joven, que indudablemente es leal.
– Y amigo de don Francisco de Quevedo… que está en la corte.
– Pues bien; nos valdremos de don Francisco por medio de ese joven, que pronto será también de palacio y además está enamorado como un loco de ti y con razón…
Doña Clara se puso encendida.
– Además – dijo la reina, que había quedado pensativa – ; podemos contar con otra persona más importante de lo que parece…
– ¡Una persona importante!
– Importantísima.
– ¿Y quién es esa persona?
– Ven, ven – dijo la reina – , trae una bujía.
Y marchando delante de doña Clara, fué á su dormitorio.
– Aquí hay una puerta – dijo la reina señalando un lugar de la tapicería.
– Muy oculta debe de ser – dijo doña Clara – , porque no se conoce.
– Sin embargo la hay, y explica cómo han podido entrar hasta aquí las misteriosas cartas que me avisaban secretos graves, que me ponían al corriente de lo que pasaba en el cuarto del rey; en que me proponían, por último, el castigo de Calderón.
– ¿Y cómo ha descubierto vuestra majestad esa puerta?
– Cuando esta mañana encontré sobre la mesa la carta que viste en que se me avisaba que don Rodrigo llevaba siempre sobre sí mis cartas, y se me ofrecía darme esas cartas por mil y quinientos doblones, me propuse averiguar quién era el que de tal modo, burlando el particular interés de la duquesa de Gandía y la presencia de la servidumbre, lograba penetrar hasta mi dormitorio. Cuando tú saliste esta noche en busca de los mil y quinientos doblones, con pretexto de recogerme en el oratorio, mandé á la duquesa que me dejase sola: entonces apagué las luces del dormitorio, y con una linterna preparada me escondí detrás de las colgaduras del lecho. Pasó bien media hora, y ya empezaba á impacientarme cuando sentí pasos. Preparé la linterna. Pero la persona que se acercaba traía luz: entró precipitadamente en el dormitorio, y miró con avidez: era la duquesa de Gandía, que siguió adelante y entró en el oratorio. Poco después salió pálida, aterrada, murmurando: ¡Dios mío! ¿dónde está la reina?
– ¡Ah! ¡señora! ¡ha estado perdida vuestra majestad para la camarera mayor!
– ¡Oh, sí! y me alegro, me alegro, porque se ha llevado un buen susto.
– Susto del que ha salido, porque al fin ha parecido su majestad… ¡acostada!
– Sí, sí, lo que no ha contrariado poco á la buena doña Juana por su torpeza en no mirar el lecho. Pero no hablo yo de ese susto, sino de otro mayor.
– ¡De otro mayor!
– Sí por cierto: á poco de haber salido la duquesa, volvió á entrar más pálida y más conmovida, fijó una mirada cobarde en el lecho y volvió á repetir, ¿Dónde está la reina? ¡no parece su majestad! ¿qué es esto, Dios mío? Si yo hubiera estado en una situación menos ambigua que escondida tras el cortinaje, hubiera salido, dejando para otra ocasión mi acechadero, me hubiera dado á luz y me hubiera reído del terror de la duquesa; pero un no sé qué me retuvo inmóvil. Oí á la duquesa murmurar algunas frases acerca de lo que se cuenta en las apariciones en el alcázar de la desgraciada Isabel de Valois, y de repente sonó un portazo; cayóse el candelero de las manos de la duquesa, quedó el dormitorio á obscuras, y oí una voz de hombre que amenazaba á la duquesa con revelar no sé qué secretos suyos si no callaba acerca de lo que sucedía. La duquesa dió un grito y huyó. Luego oí pasos recatados sobre la alfombra en dirección á la mesa. Entonces, encomendándome á Dios, salí de mi escondite y abrí la linterna. Vi un hombre, y en la tapicería una puerta abierta, una puerta que yo no conocía: aquel hombre cayó de rodillas á mis pies. Aquel hombre era… el hombre más despreciado de palacio, el tío Manolillo: el loco del rey.
– ¡Ah! ¡el loco de su majestad! – exclamó doña Clara – ; ¿y ese hombre era el autor de las cartas que aparecían tan misteriosamente?
– Sí.
– Y al verse cogido…
– Se repuso, y me dijo con su acostumbrada insolencia de bufón:
– He aquí un loco cogido por una loca; porque tú, mi buena señora, hace mucho tiempo que estás haciendo locuras. ¿Qué te va á ti en que España se pierda ó se gane, y en que el rey no haga de ti tanto caso como de su rosario? En cuanto á lo uno, allá se las compongan ellos, que quien sufre los palos, merecidos los tiene; y en cuanto á lo otro, alégrate: así el rey mi amigo no se hubiera acordado de ti.
– ¿Son tuyas las cartas que he encontrado sobre esa mesa?
– Mías han sido hasta que han sido tuyas.
– ¿Y cómo sabes tú que don Rodrigo?..
– ¡Bah! don Rodrigo es muy hablador; no quiere que se le entorpezca la lengua, y la usa de punta y de filo: por lo mismo, te he aconsejado ya, reina mía, que le tratemos de filo y de punta.
– ¿Cómo sabes tú que existen esas puertas?
– ¡Bah! es un cuento muy largo; dejémoslo para cuando el rey se ocupe de las cuentas de su rosario.
– ¡Tú quieres escapar!
– ¡Y vaya si quiero! como que yo y tú, mientras yo esté aquí, estamos en una ratonera.
– ¿Pero no me explicarás?..
– Sí, otro día, más despacio: por ahora lo que importa es que busques los mil y quinientos doblones que vale Calderoncillo, y que salgamos de él… créeme, mi buena señora: Dios es justo, y como se valió de un muchacho para matar á un gigante, se vale de dos locos para matar á un gran pícaro. Nada temas. Si el rey no es torpe, vendrá esta noche por esta misma puerta á visitarte.
– ¡El rey! – le dije.
– Sí, señora, el rey; y por cierto que te le hemos puesto blando como un guante; el padre Aliaga, que es muy amigo tuyo y muy bendito hombre, y yo, que soy un loco muy hombre de bien: conque hermana reina, quédese en paz y créame, y déjeme ir, y sobre todo, los mil y quinientos… y cuenta que no los das por la vida de don Rodrigo, sino por la tuya.
Y se me escapó, huyendo por la puerta que se cerró tras él.
– ¡Así anda todo! – dijo doña Clara – : cuando un reino está sin cabeza…
La reina frunció un tanto el bello entrecejo.
– El rey es al fin el rey – dijo Margarita con un tanto de severidad.
– Pero cuando sirve de escudo á traidores…
– Dará cuenta á Dios.
– Y al mundo, cuando hace infeliz á una reina tal como vuestra majestad.
Margarita había vuelto á su recámara.
– Afortunadamente – dijo la reina, sentándose de nuevo en el sillón que había ocupado antes – , la lucha podrá ser peligrosa, pero hemos apartado de ella la deshonra, gracias á ese noble joven.
– Noble, y muy noble – dijo doña Clara – : ¿le ha visto bien vuestra majestad cuando estaba hablando conmigo?
– Me ha parecido bien criado, generoso, franco, con el alma abierta á la vida… y enamorado, sobre todo, Clara, enamorado.
– ¿Y no ha visto más vuestra majestad en ese joven?
– No – contestó con una ingenua afirmación la reina.
– La frente, el nacimiento de los cabellos, la mirada de ese joven, ¿no han recordado á vuestra majestad uno de sus más grandes, de sus más leales vasallos, que por serlo tanto está alejado de España?
– No – repitió con la misma ingenuidad la reina.
– Pues yo he creído, durante algunos momentos, estar hablando con el noble, con el valiente duque de Osuna, no ya en lo maduro de su edad, sino á sus veinticuatro años.
– ¡Parecido ese joven al duque de Osuna!
– Es un parecido vago, en el que es muy difícil reparar cuando el semblante de ese joven está tranquilo; pero cuando se exalta, cuando su mirada arde… entonces el parecido es maravilloso: yo creo que se parece más ese joven al duque en el alma que en el semblante, y como en ciertas situaciones el alma sale á los ojos…
– Sí, cuando se ama por primera vez…
– ¡Oh, señora! juro á vuestra majestad que me contraría el amor de ese joven.
– Hablemos un poco de ti, ya que tanto hemos hablado de mí: la verdad del caso es que ese joven ha hecho por ti lo que difícilmente hubiera hecho otro hombre.
– Lo que ha hecho lo ha hecho por vuestra majestad.
– Es que él creía, y no sin fundamento, que mi majestad eras tú.
– Púsose vivamente encendida doña Clara.
– Una casualidad inconcebible: yo creí llevar más seguro el brazalete en el brazo, y una audacia de ese joven…
– ¡Una audacia!..
– Más bien una galantería.
– No es lo mismo, pero me agrada tu declaración; ya le disculpas, y eso significa mucho: eso significa, Clara, si yo no me equivoco…
– Que le hago justicia.
– No, que le amas.
– ¡Que le amo! ¡En una hora!..
– En una hora has recibido una impresión de tal género, que no le olvidarás, yo te lo afirmo; que recordándole le amarás… le amarás de seguro, y contando con esa seguridad, y hablando por adelantado, puede decirse que ya le amas.
– No sé, no sé… pero… he causado por mi desdicha una impresión tan profunda en su alma…
– Impresión de que estás orgullosa, Clara, y que por primera vez te ha hecho bendecir á Dios por la hermosura que te ha concedido.
– No, no – contestó doña Clara con la misma turbación que si la reina hubiera leído en su alma.
– ¿Y por qué no amarle? Un joven que por ti lo ha arrostrado todo; que por ti está en peligro… porque al fin y al cabo ha herido ó muerto á don Rodrigo, ha deshecho con su espada, como noble, una traición infame que traerá contra él poderosos enemigos, de los cuales acaso no podamos libertarle. ¿No merece tanto sacrificio que tú le ames?
– Mi amor, señora, sería un tormento para mí, y una desesperación para él.
– El día en que caiga el duque de Lerma, ese joven será tu esposo: te prometo ser tu madrina.
– Más fácil es que el duque de Lerma muera en un patíbulo, lo que por desgracia no deja de ser dificilísimo, que el que yo sea esposa de ese joven.
– ¿Y por qué?
– Olvida vuestra majestad que mi padre, tratándose de mi enlace, no prescindirá jamás de su nobleza.
– Ese joven es hidalgo, según he entendido.
– Sí; sí, señora, hidalgo es, pero…
– No importa que sea pobre; es valiente y alentado.
– Sí, es cierto; pero…
– Como valiente y alentado hará fortuna.
– Por mucha que haga…
– Tu padre no es codicioso.
– Pero siempre verá que ese joven es sobrino de Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey.
Y doña Clara pronunció la palabra «cocinero mayor» de una manera singular, en que había mucho de repugnancia propia.
– Pero se parece al gran duque de Osuna – insistió sonriendo la reina – , sobre todo cuando se entusiasma.
– Pues peor, señora, peor.
– ¡Oh! ¡Peor!
– Sí, por cierto.
– Supongamos, porque estamos rodeadas de misterios, y los misterios no deben sorprendernos, que ese joven es hijo del duque de Osuna, que bien pudiera ser; dicen que el duque en sus mocedades ha sido muy galanteador.
– Pues por eso digo que peor: ¡un bastardo! Ni mi padre ni yo querríamos semejante enlace.
– ¿Ni aun interesándome yo por él?
– Respetar debe el rey la honra del vasallo, como el vasallo honra y reverencia la excelsitud del rey.
– ¿Conque no hay esperanza ninguna para ese pobre mancebo enamorado?
– Yo le desenamoraré.
– ¡Ah! Difícil lo veo.
– Le trataré…
– Como tu corazón te deje tratarle…
– He resistido los amores de unos por muy altos y de otros por muy bajos; resistiré este también. ¿Cree vuestra majestad que á los veinticuatro años y criada en la corte, no habré tenido ocasión de resistir tentaciones?
– Sí, sí; ya sé que eres una mujer fuerte… una maravilla, y esto es una de las razones del amor que te tengo, Clara. Pero en el asunto de que se trata debo demasiado á ese joven para no ayudarle… Aunque creo necesite poca ayuda, creo que él es bastante para hacerse amar de ti.
– Lo veremos – dijo sonriendo tristemente doña Clara.
– Lo veremos. ¿Pero qué hora es ésta?
– Las doce – dijo doña Clara contando las campanadas de un magnífico reloj de pared.
– ¡Oh, las doce!.. Ya es hora de que tú descanses y de que yo me recoja; hasta mañana, Clara. Di á la camarera mayor que me recojo.
– Adiós, señora – dijo doña Clara doblando una rodilla y besando la mano á la reina.
Margarita de Austria la alzó y la besó en la frente.
Doña Clara salió, y la reina se quedó murmurando:
– Ve, ve á soñar con tu primer amor. ¡Dichosa tú que amas! ¡Dichosa tú que puedes amar!
Y dos lágrimas asomaron á los ojos de Margarita de Austria, que tuvo buen cuidado de enjugarlas porque se sentían pasos en la cámara.
Se abrió la puerta y apareció la camarera mayor; con ella venían la condesa de Lemos y la joven doña Beatriz de Zúñiga.
La duquesa de Gandía se inclinó profundamente.
– ¿Qué os ha sucedido esta noche, mi buena doña Juana? – dijo sonriendo la reina – ; creo que me habéis creído perdida y que habéis estado á punto de ofrecer un hallazgo por mi persona.
– ¡Ah, señora! Nunca me consolaré de mi torpeza. ¡No pensar que podía vuestra majestad estar recogida en el lecho! ¡Y en qué circunstancias! ¡Cuando su majestad el rey estaba en la cámara!..
– ¡Ah! ¡Su majestad!.. ¿Y qué mandaba su majestad?
– Me mandaba que le anunciara á vuestra majestad.
– ¡Ah! ¿Y ese mandato os causó tanto miedo, que os obscureció la vista y no reparásteis en mí?
– ¡Señora!
– ¿Y sin duda dijísteis á vuestra majestad que me había perdido?
Nunca la reina había hablado de tal manera á la duquesa de Gandía; y era que la buena aventura de aquella noche le había dado valor, que se creía de una manera tangible protegida por Dios y se sentía fuerte.
La duquesa de Gandía, que había anunciado con mala intención á la reina que el rey había querido verla, al verse tratada de aquel modo seco y frío por Margarita de Austria, se turbó.
No estaba acostumbrada á tanto…
– Yo, señora – dijo – , dí al rey la excusa de que vuestra majestad estaba acompañada.
– Retiráos, señoras – dijo la reina á la de Lemos y á doña Beatriz de Zúñiga – ; vuestro servicio ha concluído, no me recojo.
Las dos jóvenes se inclinaron.
La duquesa de Gandía quedó temblando ante Margarita de Austria.
– Debísteis registrarlo todo antes de suponer que yo no estaba en mi cuarto; ¿dónde había de estar, duquesa de Gandía, la reina, sino en palacio y en el lugar que la corresponde…?
– ¡Señora!
– Y sin duda, como servís en cuerpo y alma al duque de Lerma, le habréis avisado de que yo me habría perdido, y si no se ha revuelto mi cuarto es porque, menos ciega en vuestra segunda entrada, dísteis conmigo durmiendo. El duque de Lerma, sin embargo, puede haber tomado tales medidas que comprometan mi decoro, y todo por vuestra torpeza.
– ¿Vuestra majestad me despide de su servicio? – dijo, sobreponiendo su orgullo á su turbación, la camarera mayor.
– Creo, Dios me perdone, que os atrevéis á reconvenirme porque os reprendo.
– Yo… señora…
– Me he cansado ya de sufrir, y empiezo á mandar. Continuaréis en mi servicio, pero para obedecerme, ¿lo entendéis?
– Señora… mi lealtad…
– Probadla; id y anunciad á su majestad… vos… vos misma en persona, que le espero.
– Perdóneme vuestra majestad; el duque de Lerma acaba de llegar á palacio y está en estos momentos despachando con el rey.
– Os engañáis, mi buena duquesa – dijo Felipe III abriendo la puerta secreta del dormitorio y asomando la cabeza – ; vuestro amigo el duque de Lerma despacha solo en mi despacho, porque yo me he perdido.
Y franqueando enteramente la puerta, adelantó en el dormitorio.
La duquesa hubiera querido que en aquel punto se la hubiera tragado la tierra. Era orgullosa, se veía burlada en su cualidad de cancerbera de la reina, y se veía obligada á tragarse su orgullo.
– Retiráos, doña Juana, y decid al duque que yo estoy en el cuarto de su majestad. Que vuelva mañana á la hora del despacho… ó si no… dejadle que espere… acaso tenga que darme cuenta de algo grave… Retiráos… habéis concluído vuestro servicio; la reina se recoge.
La duquesa de Gandía se inclinó profundamente y salió.
Apenas se retiró, la reina salió del dormitorio, y cerró la puerta de su recámara, volviendo otra vez junto al rey.
Felipe III y Margarita de Austria estaban solos mirándose frente á frente.