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TOMO PRIMERO
CAPÍTULO XIV
DEL ENCUENTRO QUE TUVO EN EL ALCÁZAR DON FRANCISCO DE QUEVEDO, Y DE LO QUE AVERIGUÓ POR ESTE ENCUENTRO ACERCA DE LAS COSAS DE PALACIO, CON OTROS PARTICULARES

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Apenas Juan Montiño había desaparecido por la escalerilla de las Meninas, cuando Quevedo, que como sabemos observaba desde la puerta, se embocó por aquellas escaleras en seguimiento del joven.

– En peligrosos pasos anda el mancebo – dijo don Francisco – ; sobre resbaladiza senda camina; sigámosle, y procuremos avizorar y prevenir, no sea que su padre nos diga mañana: con todo vuestro ingenio, no habéis alcanzado á desatollar á mi hijo.

Y Quevedo seguía cuanto veloz y silenciosamente le era posible, á la joven pareja que le precedía en las tinieblas.

– ¿Y quién será ella? – ¿quién será ella? decía el receloso satírico.

Y seguía, sudando, á pesar del frío, á los dos jóvenes, que andaban harto de prisa.

– Pues ó he perdido la memoria y el tiento, ó todo junto – decía Quevedo – , ó se encaminan á la portería de Damas; paréceme que se paran: ¡adelante y chito! suena una llave, se abre una puerta, entran… ¡ah! esa momentánea luz… el cuarto de la reina… ¿será posible? ¿me habré yo engañado pensando bien de una mujer? Merecido lo tendría. ¿Pero quién va?

Había oído pasos Quevedo.

– No va, viene – dijo una voz ronca.

– ¡Por el alma de mi abuela! ¿y de dónde venís vos, hermano?

– Ni sé si del cielo ó si del infierno. Vos, hermano, ya sé que del infierno sois venido, porque San Marcos no debe de haber sido para vos la gloria.

– Ha venido á ser el purgatorio, Manolillo, hijo.

– Veo que no habéis olvidado á los amigos.

– ¿Y cómo olvidaros, si creo que por haberos tratado en mi niñez se me han pegado vuestras picardías?

– Yo no soy pícaro, y si lo soy, soy pícaro á sueldo.

– Tanto monta, que nadie hace picardías al aire. ¿Pero dónde vivís? Paréceme de que me lleváis por las escaleras de las cocinas.

– Así es la verdad, hermano Quevedo; he visto cuanto podía ver, y á mi mechinal me vuelvo.

– Pues sígoos.

– En buen hora sea.

– Decidme, ¿por qué me dijísteis allá abajo que no sabíais si veníais del cielo ó del infierno?

– Decíalo por un mancebo que acaba de entrar…

– ¿En el cuarto de la reina?..

– ¿Habéisle visto?

– Le seguía.

– ¿Y no os parece que ese mancebo puede muy bien encontrar en ese cuarto una gloria ó un infierno?

– Alegraríame que le glorificasen.

– Y yo; aunque no fuese más que por verme vengado…

– ¿Del rey?..

– ¡Qué rey! ¡qué rey! – dijo el bufón.

– Paréceme será bien que callemos hasta que nos veamos en seguro.

– Decís bien… nunca palacio ha sido tan orejas todo como ahora. Pero ya llegamos.

Acababan de subir las escaleras, y el tío Manolillo había tomado por un callejón estrecho.

Detúvose á cierta distancia del desemboque de las escaleras, y sonó una llave en una cerradura.

– Pasad, pasad, don Francisco – dijo el bufón.

Quevedo entró á tientas en un espacio densamente obscuro.

El bufón cerró.

Poco después se oyó el chocar de un eslabón sobre un pedernal, saltaron algunas chispas, y brilló la luz azul de una pajuela de azufre, que el bufón aplicó al pábilo de una vela de sebo.

Quevedo miró en torno suyo.

Era un pequeño espacio abovedado, deprimido, denegrido, desnudo de muebles, á cuyo fondo había una puerta, á la que se encaminó el bufón.

Siguióle Quevedo.

El tío Manolillo cerró aquella puerta.

Era el bufón del rey un hombre como de cincuenta años, pequeño, rechoncho, de semblante picaresco, pero en el cual, particularmente entonces que estaba encerrado con Quevedo, y no necesitaba encubrir el estado de su alma, estaba impresa la expresión de un malestar roedor, de un sentimiento profundo, que daba un tanto de amargura infinita á su ancha boca, cuyos labios sutiles habían contraído la expresión de una sonrisa habitual, burlona y acerada cuando estaba delante del mundo, sombría y dolorosa entonces que el mundo no le veía. El color de su piel era fuertemente moreno, sus cabellos entrecanos, la frente pronunciada, audaz, inteligente, marcada por un no sé qué solemne; las cejas y los ojos negros; pero estos últimos pequeños, redondos, móviles, penetrantes, en que se notaba un marcadísimo estrabismo; la nariz larga y aguileña; la boca ancha, la barba saliente, el cuello largo. Sus miembros, contrastando desapaciblemente con su estatura, eran de gigante, cortos, musculosos, fuertes; vestía un sayo y una caperuza á dos colores, rojo y azul; llevaba calzas amarillas, zapatos de ante y un cinturón negro que sólo servía para sujetar un ancho y largo puñal.

El bufón se sentó en un taburete de pino, y dijo á Quevedo:

– Ahora podemos hablar de todo cuanto queramos: mi aposento es sordo y mudo. Sentáos en ese viejo sillón, que era el que servía al padre Chaves para confesar al rey don Felipe II.

– Siéntome aunque me exponga á que se me peguen las picardías del buen fraile dominico – dijo Quevedo sentándose.

– ¡Oh! ¡y si te hablara ese sillón! – dijo el tío Manolillo.

– Si el sillón calla, España acusa con la boca cerrada los resultados de los secretos que junto á este sillón se han cruzado entre un rey demasiado rey, y un fraile demasiado fraile.

– Pero al fin, don Felipe II…

– No era don Felipe III.

– En cambio, el padre Chaves, no era el padre Aliaga.

– El padre Aliaga no tiene más defecto que ser tonto – dijo Quevedo mirando de cierto modo al bufón.

– Vaya, hermano don Francisco, hablemos con lisura y como dos buenos amigos; ya sabéis vos que tanto tiene de simple el confesor del rey, como de santo el duque de Lerma. Si queréis saber lo que ha pasado en la corte en los dos años que habéis estado guardado, preguntadme derechamente, y yo contestaré en derechura. Sobre todo, sirvámonos el uno al otro.

– Consiento. Y empiezo. ¿En qué consiste que esa gentecilla no haya hecho sombra del padre Aliaga?

– En que el rey, es más rosario que cetro.

– ¿Y cree un santo á fray Luis?

– Y creo que no se engaña, como yo creo que si fray Luis es ya santo, acabará por ser mártir, tanto más, cuanto no hay fuerzas humanas que le despeguen del rey; y como el padre Aliaga es tan español y tan puesto en lo justo, y tan tenaz, y tan firme, con su mirada siempre humilde, y con su cabeza baja, y con sus manos metidas siempre en las mangas de su hábito… ¡motilón más completo!.. Si yo no tuviere tantas penas, sería cosa de fenecer de risa con lo que se ve y con lo que se huele; más bandos hay en palacio que bandas, y más encomendados que comendadores, y más escuchas que secretos, aunque bandos, encomiendas y enredos, parece que llueven. En fin, don Francisco, si esto dura mucho tiempo, el alcázar se convierte en Sierra Morena: lo mismo se bandidea en él que si fuera despoblado, y en cuanto á montería, piezas mayores pueden correrse en él, sin necesidad de ojeo, que no lo creyérais si no lo viérais.

– Me declaro por lo de las piezas mayores; veamos. Primera pieza.

– Su majestad el rey de las Españas y de las Indias, á quien Dios guarde.

– Te engañaste, hermano bufón; tu lengua se ha contaminado y anda torpe. El rey no puede ser pieza mayor… por ningún concepto. Y lo siento, porque el tal rey es digno de esa, y aun de mayor pena aflictiva. La reina es demasiado austriaca.

– Y demasiado mujer, á lo que juntándose que hay en la corte gentes demasiado atrevidas…

– De las cuales vos no sois una de las menores.

– Tengo pruebas…

– Pues mostrad, tío Manolillo… dadme capote, que por más que lo sienta os aplaudiré… ¡pero engañarme yo tratándose de mujeres!.. ¡creer yo á la buena Margarita de Austria!.. si de esta vez me engaño, ni en la honra de mi madre creo… con que desembuchad, hermano, desembuchad, que me tenéis impaciente, y tanto más, cuanto tengo que haceros preguntas de dos años. ¿Quién es el rey secreto?

– Para que lo fuera por entero, sólo podía ser don Rodrigo Calderón.

– ¡Tá! ¡tá! os engañáisteis, hermano.

– Don Rodrigo tiene cartas de la reina.

– Téngolas yo.

– Bien puede ser, porque donde entra el sol entra Quevedo.

– Y aun donde no entra; pero de la reina no tengo más que cartas.

– Sois leal y bueno.

– Tiénenme por rebelde.

– Los pícaros.

– Y aun los que no lo son.

– Sois una cosa y parecéis otra.

– ¡Ah! si no fuera porque estamos perdiendo el tiempo, querría que me explicáseis…

– Os he visto tamaño como una mano de mortero, cuando andábais poniendo mazas á las damas de palacio, y cuando más tarde ellas os ayudaban á poner mazas á sus maridos. Yo os he soltado la lengua, y meciéndoos sobre mis rodillas, he sido vuestro primer maestro. Nos parecemos mucho, don Francisco; yo soy deforme y vos lo sois también, aunque menos; vos lloráis riendo, y yo río rabiando; vos os mostráis contento con lo que sois, y queréis ser lo que ninguno se ha atrevido á pensar; yo llevo con la risa en los labios mi botarga y siempre alegre sacudo mis cascabeles, y si pudiera convertirme en basilisco, mataría con los ojos á más de uno de los que me llaman por mucho favor loco… ¡Ah! ¡ah! ¡ah! yo, estruendo y chacota del alcázar, llevo conmigo un veneno mortal, como vos en vuestras sátiras regocijadas ocultáis el veneno de un millón de víboras; sois licenciado y poeta y esgrimidor, y aun muchas cosas más. Yo no tengo más licencias que las que á disculpa de loco me tomo; yo no escribo sátiras, pero las hago; yo no empuño hierros, pero mato desde lo obscuro. Vos sonáis más que yo; vos sois el bufón de todos por estafeta, y yo soy el bufón del rey por oficio parlante; cuando vos pasáis por una calle, todos dicen: ¡allá va Quevedo! y se ríen. Cuando yo paso por las crujías de palacio con mi caperuza y mi sayo de colores, todos dicen, y no reparan en que al decirlo hablan con el rey más que conmigo: ¡allá va el simple del rey! y… se ríen también; y vos os aprovecháis de las risas de todos que son vuestra mejor espada, y yo me aprovecho de las risas de los cortesanos que son mi único puñal. Vos sois enemigo de los que mandan, y abusan del rey, y servís al duque de Osuna, y os declaráis por la reina, por ambición, y yo aborrezco á los que vos aborrecéis y amo á los que vos amáis por venganza. ¿Sabe acaso alguien á dónde vos vais? ¿sabe alguien á dónde yo voy? ¡oh! y si alguna vez llegamos al fin de nuestro camino, juro á Dios que no han de reirse más de cuatro con los desenfados del poeta y con las desvergüenzas del bufón.

Quedóse profundamente pensativo Quevedo como si hubiese sentido la mirada del bufón en lo más recóndito de su alma, y luego levantó la cabeza, y fijó en Manolillo una mirada profundamente grave y dominadora.

– Dios sabe á dónde vais vos, á dónde voy yo – dijo – ; pero si me conocéis tanto como decís, saber debéis que, como me cuesta el andar mucha fatiga, nunca doy pasos en vano. A propósito de las piezas mayores de palacio, habéisme dicho que la primera es el rey. Os engañáis; pero como sois hombre de ingenio y de experiencia, quisiera saber el motivo de vuestro engaño. En esto debe de danzar la Dorotea… vuestra ahijada… ó vuestra hija, ó vuestra querida…

Púsose pálido como un difunto el tío Manolillo.

– ¡Pobre Dorotea! – exclamó el bufón.

– Pobre de vos, que sois un insensato… Allá en San Marcos supe, por cartas de algunos amigos que se venían sin que nadie las viese á mi bolsillo, y que yo leía cuando de nadie era visto, supe, repito, que la Dorotea se había escapado del convento donde la guardábais y se había metido á cómica; supe además que el duque de Lerma la mantenía, y alegréme, porque dije: el tío Manolillo será enemigo á muerte de su excelencia. Ahora medito, y después de meditar, saco en claro: que siendo la Dorotea amante vendida del duque de Lerma, debe de haber andado en la venta don Rodrigo Calderón; que siendo don Rodrigo Calderón lo que es, puede haber habido algo que no gustaría al duque de Lerma si lo supiese, porque el buen señor es muy vanidoso, muy creído de que lo merece todo, á pesar de sus años y de sus afeites; que habiendo habido algo entre vuestra hija y don Rodrigo, vuestra hija habrá tenido celos, y no habrá encontrado otra mejor que la reina para justificarlo; de modo que un ministro tonto, un rufián dorado, una mujerzuela semi-pública y un padre ó amante, ó pariente tal como vos, que tratándose de Dorotea no sois ya un loco á sueldo, sino un loco de veras, son ó pueden ser la causa de la deshonra de una noble y digna y casi santa mujer que ha tenido la desgracia de ser reina de España, cuando el rey de España es Felipe III.

– ¿No habéis visto entrar en el cuarto de la reina un hombre, don Francisco?

– Sí por cierto; y os confieso que tal entrada me pone en confusiones; como que el hombre que ha entrado en el cuarto de la reina es un mozo que me interesa mucho y que… os voy á dar un alegrón, tío Manolillo; pero habéis de pagármelo diciéndome todo lo que sepáis.

– Si me alegro, os pago.

– Pues bien, es muy posible que á estas horas don Rodrigo Calderón esté en la eternidad.

– ¡Dios mío! – exclamó el bufón – . ¡Pero estáis seguro, don Francisco!

– Lo que sé deciros es que ese mancebo, que sabe lo que se hace cuando da un golpe, acaba de reñir con él y de tenderle cuando entró en palacio.

– ¡Ah! ¡ah! ¡han encontrado quien les haga el negocio de balde!

– Acaso ese pobre muchacho pague muy caro el haber dado al traste con don Rodrigo Calderón.

– ¿Muy caro?

– Sí por cierto; como que está enamorado como un loco de la dama por quien se ha metido en ese lance.

– ¡Esperad! ¡esperad! yo he visto, al entrar ese mancebo en el cuarto de la reina, su semblante, y no le conozco, aunque me ha parecido encontrar en él un no sé qué… ¿conocéis á ese mancebo?

– ¡Mucho!

– ¿Y cómo se llama?

– Juan Martínez Montiño.

– ¡Ah! ¿es pariente del cocinero del rey?

– Su sobrino carnal, hijo de su hermano.

– Don Francisco, no merecéis que yo os hable con lisura.

– ¿Por qué?

– Porque vos no sois conmigo liso y llano.

– Cogedme en un renuncio.

– Estáis cogido.

– ¿Por dónde?

– Por ese mancebo.

– ¿Y por qué?

– ¿Por qué? ¿no decís que es sobrino del cocinero mayor?

– Así resulta de su partida de bautismo.

– Las partidas de bautismo se compran.

Miró Quevedo profundamente al bufón.

– Pero lo que no se compra es el semblante.

– ¿Qué queréis decir?

– Digo que sé algo de ese secreto.

– ¿De qué secreto?

– Estamos jugando al acertijo, hermano Quevedo, á pesar de que nadie nos escucha.

– ¿Tenéis pruebas?

– ¿De que ese mancebo…? ¡vaya! al verle me acometió una sospecha; pero cuando me habéis dicho que es hijo de un Montiño… no pude dudar… como que… ya se ve, estoy en el enredo…

– ¿Acabaremos, hermano bufón?

– Si, por ejemplo, ese mozo en vez de llamarse Juan Montiño se llamase don Juan Girón…

– ¡Diablo! – exclamó Quevedo.

– ¡Cómo! ¿no lo sabíais, don Francisco?

– Algo se me alcanzaba.

– ¿Y sabéis cómo se llamaba su madre?

– No me lo han dicho.

– Pues yo voy á decíroslo.

– Sepamos.

– La madre se llamaba… y se llama, doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, camarera mayor de su majestad.

Abrió enormemente los ojos Quevedo.

– Y qué hermosa, qué hermosa estaba entonces la duquesa.

– ¿Pero estáis seguro de ello, amigo Manolillo?

– ¡Que si estoy seguro! como lo estaría si, por ejemplo, dentro de algunos meses la señora condesa de Lemos, después de haber estado mucho tiempo en la cama á pretexto de enfermedad y en ausencia de su marido, saliese una noche de Madrid en una litera.

– ¡Ah! ¡ah! ¿y no habéis encontrado para vuestra comparación otra dama que doña Catalina de Sandoval?

– Es tan hermosa como lo era en otro tiempo la duquesa de Gandía, tan viva como ella, y tuvo la fortuna ó la desgracia de encontrarse una noche á obscuras en El Escorial con el duque de Osuna, como doña Catalina en el alcázar con…

– Pero tío Manolillo, vamos á cuentas: ¿vos sois el bufón del rey, ó el mochuelo del alcázar?

– De todo tengo. Siempre me han salido al paso los enredos.

– Como á mí.

– Si ya os lo dije: nos parecemos mucho. Pero continúo con mi suposición: supongamos que con tales antecedentes sale una noche la señora condesa de Lemos en una litera por un postigo de su casa muy encubierta, y que yo, por casualidad, paso por la calle y veo aquello; que al ver aquello me acuerdo de lo otro que oí por casualidad, ajusto la cuenta por los dedos, entro en curiosidad de saber en lo que quedará la aventura, y me voy detrás de la litera y de los hombres que la acompañan; que así andando, andando, y recatándome, amparado de una noche obscura, sigo á la litera por espacio de cinco leguas, y entro tras ella, recatándome siempre en un lugar… supongamos que aquel lugar es Navalcarnero; que la litera se para delante de una casa y sale la condesa de Lemos muy tapada y se obscurece en la casa, cuya puerta se cierra en silencio; que yo me quedo á la mira, y á las dos noches después, vacilante y trémula, veo salir de nuevo á la señora condesa muy tapada, que se mete en la litera, y que la litera sale del pueblo y toma el camino de Madrid. Que yo me quedo aún en el pueblo, y que á los tres días se bautiza solemnemente un niño. Aunque me digan frailes franciscos que aquel niño es hijo de matrimonio, y que es hijo de Juan Lanas y de su mujer, yo diré siempre, aun cuando pasen muchos años: ese tal no se llama Juan Lanas, ó no debe llamarse, sino Juan de Quevedo y Sandoval.

– ¡Ah! bribón redomado – exclamó Quevedo – , gato sin sueño, hurón de secretos; guardad por caridad el que habéis pescado esta noche, que ridículo fuera negároslo, y decidme por caridad también: ¿era ya pieza mayor del alcázar cuando en él andaba mi señor, el conde de Lemos?

– No abundan los Quevedos, hermano, y necesario era uno para que la buena doña Catalina dejase de ser coto cerrado, como fué necesario todo un duque de Osuna, con toda su audacia, para que la buena doña Juana de Velasco añadiese á su descendencia un bastardo. Pero lo gracioso es que doña Juana de Velasco no sabe quién es el padre de su hijo incógnito; ni el nombre del dueño de la casa en donde tapada y rebujada la metieron en Navalcarnero; que, en una palabra, le parece un sueño su encuentro con un hombre audaz en una galería del palacio del Escorial, á punto que por un celo exagerado iba á avisar á la infanta doña Catalina, de que acababa de llegar un jinete con la nueva de que el mar y los vientos habían vencido á la armada Invencible; un soplo malhadado mató la bujía de que iba armada la duquesa, y el duque de Osuna, que acudía al lado del rey, que estaba en el coro, se dió un tropezón con ella. De modo que, si el viento no destruye á la Invencible, y si otro soplo de viento no mata la luz de doña Juana de Velasco, Juan… Montiño no existiría.

– Y si vos no estuviérais en todas partes, no sabríais ese secreto endiablado de hace veintidós años, ni este otro secreto reciente… Os pido por caridad, hermano bufón, que calléis, que calléis como habéis callado acerca del secreto de la duquesa… y como nos embrollamos y nos revolvemos, bueno será que volvamos á buscar el hilo. Decíamos…

– Justo, decíamos á propósito de si el rey era pieza mayor ó menor…

– A propósito de eso habíamos ido á dar en don Rodrigo, y á propósito de don Rodrigo, en ese mancebo que ha entrado secretamente en el cuarto de la reina. Decíamos, ó decía yo, que está enamorado como un loco de la dama que le ha metido en el lance; pero él no conoce á esa dama…

– ¿Que no la conoce y está enamorado?

– Cosas de mozos; se ha enamorado á bulto.

– Pues mirad: ha acertado en enamorarse, porque eso tiene ahorrado para cuando la vea el semblante.

– ¿Pero quién es ella? ¿habremos tropezado con otra pieza mayor?

– No por cierto; se trata de una doncella que, á pesar de su hermosura, nunca ha tenido novio.

– El nombre, tío Manolillo, el nombre.

– Doña Clara Soldevilla.

– La hermosa, la hermosísima hija, digo, si en los dos años que no la veo no la han dado viruelas, la matadora de corazones, engendrada por el buen Ignacio Soldevilla. ¿Y dónde está su padre?

– En Nápoles con el duque de Osuna.

–¡Ah! ¡diablo! ¡diablo! paréceme que si los muchachos se quieren, podremos tener boda; pero maravíllame que doña Clara, que no le ha conocido hasta esta noche…

– Aquí debe de haber algo… y algo grave – dijo el tío Manolillo – , en lo que acaso yo no tenga poca parte.

– Explicáos por Dios, hermano.

– Explícome, y para explicarme pregunto: ¿dónde ha visto á don Juan Girón?..

– Juan Montiño, hermano, Juan Montiño.

– Bien, ¿dónde ha visto Juan Montiño á doña Clara?

– En la calle.

– ¡En la calle!

– Amparóse de él al verse perseguida por don Rodrigo Calderón.

– ¡Ah, me parece que voy trasluciendo! ¿Y dónde llevó doña Clara á Montiño?

– Callejeóle de lo lindo, largóse, y le metió en un lance de estocadas con don Rodrigo.

– De cuyo lance…

– No por cierto… contentóse con desarmarle y se fué á buscar á su tío postizo á casa del duque de Lerma.

– ¿Y cuándo hirió ó mató ese joven á don Rodrigo?

– Eso es después.

– ¿Y cómo sabéis vos…?

– Encontréle en casa del duque de Lerma, á donde yo iba en busca del cocinero mayor, y le metí en la casa. Pero en la puerta me encontré antes de hablar con Montiño… ¿á quién diréis que me encontré?..

– No adivino.

– A Francisco de Juara.

– Lacayo y puñal de don Rodrigo Calderón… ¡ah! ¡ah! ¡hermano Quevedo, y qué conocimientos tenéis!

– El conocer no pesa. Francisco de Juara me contó lo que había acontecido á su señor con Juan Montiño, y Juan Montiño se alegró mucho en hallarme y yo de hallarle y… pero vamos al secreto. Yo iba á casa del duque de Lerma con una carta de la duquesa de Gandía para el duque, que me había dado la condesa de Lemos, con quien tropecé cuando iba al alcázar en busca del cocinero mayor… de modo que, válame Dios y qué rastra suelen traer las cosas; ahora se me ocurre que el buen rey don Felipe el II tiene la culpa de mi encontrón con la condesa de Lemos.

– ¡Pardiez, no atino!

– Ciertamente; si al rey don Felipe no se le hubiera ocurrido armar la Invencible y enviarla á saludar á la reina de Inglaterra, la tempestad no hubiera deshecho la armada; no hubiera ido un jinete al Escorial á dar al rey la nueva del fracaso; la duquesa de Gandía no hubiera ido al cuarto de la infanta doña Catalina, ni el duque de Osuna al coro en busca del rey; no se hubieran encontrado, pues, á obscuras duquesa y duque; no hubiera nacido Juan, y no existiendo Juan, al soltarme de San Marcos me hubiera yo ido á Nápoles en vez de venirme á Madrid, y no me hubiera encontrado con la buena, buenísima hija del duque de Lerma: ni ella me hubiera dado la carta de la camarera mayor para su padre, ni por consecuencia, hubiera yo encontrado en el zaguán del duque á Juan Montiño, ni hubiera salido por el postigo de la casa del duque después de haber hablado con su excelencia, ni hubiera encontrado á Juan Montiño, que me acometió equivocándome con don Rodrigo, á quien esperaba para matarle, y si yo no hubiera estado allí cuando don Rodrigo salió, Juan Montiño muere; porque Francisco de Juara, que guardaba las espaldas á don Rodrigo, no se hubiera encontrado con mi espada, hubiera dado un mal golpe por detrás á nuestro mancebo, mientras don Rodrigo le entretenía por delante. De modo que puede decirse que si el rey don Felipe no envía á la Invencible contra Inglaterra, no sucede nada de lo gravísimo que ha sucedido esta noche.

– Desenmarañemos este enredo, y pongámosle claro para dominarle, hermano Quevedo. Decís vos que ese mancebo entró en casa del duque de Lerma amparado de vos, y pudo ver á su tío.

– Eso es.

– Que después encontrásteis á ese mozo al salir por el postigo del duque esperando á don Rodrigo para matarle.

– Verdad.

– Ahora bien; ¿por qué quería matar ese mozo á don Rodrigo? – repuso el bufón.

– Porque decía había comprometido el honor de una dama.

Quedóse profundamente pensativo el bufón, como quien reconcentra todas sus facultades para obtener la resolución de un misterio.

– ¡El cocinero mayor de su majestad – dijo el bufón – , es usurero!

– ¿Qué tiene que ver ese pecado mortal de Francisco Montiño para nuestro secreto?

– Esperad, esperad. El señor Francisco Montiño se vale para sus usuras, de cierto bribón que se llama Gabriel Cornejo.

– Veamos, veamos á dónde vais á parar.

– Me parece que voy viendo claro. Ese Gabriel Cornejo, que á más de usurero y corredor de amores, es brujo y asesino, sabe por torpeza mía un secreto.

– ¡Un secreto!

– Sabe que yo quiero ó quería matar á don Rodrigo Calderón. Sabe además otro secreto por otra torpeza de Dorotea, esto es, que don Rodrigo Calderón tiene ó tenía cartas de amor de la reina.

– ¡Tenía! ¡Tenía! – dijo con arranque Quevedo – . Decís bien, tío Manolillo, decís bien, vamos viendo claro; ya sé, ya sé lo que Juan Montiño buscaba sobre don Rodrigo Calderón cuando le tenía herido ó muerto á sus pies. Lo que buscaba ese joven eran las cartas de la reina; para entregar esas cartas era su venida á palacio, para eso, y no más que para eso, ha entrado en el cuarto de su majestad.

– Pues si ese caballero ha entregado á la reina esas cartas, y don Rodrigo Calderón no muere… ¿qué importa que muera don Rodrigo…? siempre quedarán el duque de Lerma, el conde de Olivares, el duque de Uceda, enemigos todos de su majestad; si esas terribles cartas han dado en manos de su majestad, ésta se creerá libre y salvada, y apretará sin miedo, porque es valiente y la ayuda el padre Aliaga…

– Y la ayudo yo…

– Y yo… y yo también… pero… son infames y miserables, y la reina está perdida… está muerta..

– ¡Muerta! ¡Se atreverán! y aunque se atrevan… ¿podrán…?

– Sí, sí por cierto; y para probaros que pueden, os voy á nombrar otras de las piezas mayores que se abrigan en el alcázar.

– ¡Ah! ¡Otra pieza mayor!

– Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey.

– ¡Ah! ¡También el buen Montiño!

– Lo merece por haber inventado el extraño guiso de cuernos de venado que sirve con mucha frecuencia al rey.

– Contadme, contadme eso, hermano. ¡Enredo más enmarañado! ¡Y no sé, no sé cómo se ha atrevido, porque su difunta esposa…!

– La maestra de los pajes…

– ¡Y qué oronda y qué fresca que era! ¡Y qué aficionada á los buenos bocados!

– Y creo que el bueno del cocinero hubo de notar que había ratones en la despensa; pero no dió con el ratón.

– Y ya debe estar crecida y hermosa Inesita.

– ¡Pobre Montiño…!

– Hereje impenitente… pero sepamos quién es ahora el ratón de su despensa.

– No es ratón, sino rata y tremenda… el sargento mayor, don Juan de Guzmán.

– ¿El que mató al marido de cierta bribona á quien galanteaba, y partió con ella los doblones que el difunto había ahorrado, por cuyo delito le ahorcan si no anda por medio don Rodrigo…?

– El mismo.

– Ha mandado don Rodrigo á ese hurtado á la horca que enamore á la mujer de Francisco Montiño…

– Como que la hermosa Luisa entra cuando quiere en las cocinas de su majestad, y nadie la impide de que levante coberteras y descubra cacerolas.

– No creí, no creí que llegase á tanto el malvado ingenio de don Rodrigo. Pero bueno es sospechar mal para prevenirse bien. Alégrome de haberos encontrado, amigo bufón, porque Dios nos descubre marañas que deshacer… y las desharemos ó podremos poco. Pero contadme, contadme: ¿en qué estado se encuentran los amores del sargento mayor y de la mayor cocinera?

El tío Manolillo no contestó; había levando la cabeza, y puéstose en la actitud de la mayor atención.

– ¿Qué escucháis? – dijo Quevedo.

– ¡Eh! ¡Silencio! – dijo el bufón levantándose de repente y apagando la luz.

– ¿Qué hacéis?

– Me prevengo. Procuro, que si miran por el ojo de la cerradura de la otra puerta no vean luz bajo ésta. Es necesario que me crean dormido; necesitan pasar por delante de mi aposento y me temen. Pero se acercan. Callad y oíd.

– Quevedo concentró toda su vida, toda su actividad, toda su atención en sus oídos, y en efecto, oyó unas levísimas pisadas como de persona descalza, que se detuvieron junto á la puerta del bufón.

Durante algún espacio nada se oyó. Luego se escucharon sordas y contenidas las mismas leves pisadas, se alejaron, se perdieron.

– ¿Es él? – dijo Quevedo.

– El debe ser; pero el cocinero mayor… ¿cómo se atreve ese hombre?..

– Francisco Montiño no está en Madrid esta noche.

– ¡Ah! ¿pues qué cosa grave ha sucedido para que deje sola su casa?

– Según me ha dicho su sobrino postizo, ha ido á Navalcarnero, donde queda agonizando un hermano suyo.

– ¡Oh! entonces el que ha pasado es el sargento mayor Juan de Guzmán.

Y el bufón se levantó y abrió la ventana de su mechinal.

– ¿Qué hacéis, hermano? cerrad, que corre ese vientecillo que afeita.

– Obscuro como boca de lobo – dijo el bufón.

– ¿Y qué nos da de eso?

– Y lloviendo.

– Pero explicáos.

– ¿Queréis ver al ratón en la ratonera junto al queso?

– ¡Diablo! – dijo Quevedo – . ¿Y para qué?

Y después de un momento de meditación, añadió:

– Si quiero.

– Pues quitáos los zapatos.

– ¿Para salir al tejado?

– No tanto. Por aquí se sale á las almenas viejas, y por las almenas se entra en los desvanes, y por los desvanes se va á muchas partes. Por ejemplo, al almenar á donde cae la ventana del dormitorio del cocinero de su majestad.

– Pues no hay que preguntarme otra vez si quiero – dijo Quevedo quitándose los zapatos.

– No dejéis aquí vuestro calzado, porque saldremos por otra parte.

– Ya sabía yo que érais el hurón del alcázar.

– Como me fastidio y sufro y nada tengo que hacer, husmeo y encuentro, y averiguo maravillas. ¿Estáis listo ya, don Francisco?

– Zapatos en cinta me tenéis, y preparado á todo.

– No os dejéis la linterna.

– ¿Qué es dejar? Nunca de ella me desamparo; cerrada encendida la llevo, y haciendo compañía á mis zapatos. ¿Estáis vos ya fuera?

– Fuera estoy.

– Pues allá voy y esperadme. Eso es. ¿Y sabéis que aunque viejo no habéis perdido las fuerzas? Me habéis sacado al terrado como si fuera una pluma. Estas piernas mías… parece providencia de Dios para muchas cosas el que yo no pueda andar de prisa ni valerme.

– Dadme la mano.

– Tomad.

– Estamos en los desvanes.

– Mi linterna me valga.

– Nos viene de molde, porque estos desvanes son endiablados.

– Fiat lux– dijo Quevedo abriendo la linterna.

Encontrábanse en un desván espacioso, pero interrumpido á cada paso por maderos desiguales. El bufón empezó á andar encorvado y cojeando por aquel laberinto.

De repente se detuvo y enseñó un boquerón á Quevedo.

– ¿Y qué es eso? – dijo don Francisco.

– Esto es una providencia de Dios.

– Más claro.

– Eso era antes un tabique.

– ¿Y ocultaba algo bueno?

– Una escalera de caracol.

– ¿Y á dónde va á parar esa escalera?

– A muchas partes, entre ellas á la cámara del rey y de la reina, y á las cuevas del alcázar.

– ¿Y cómo dísteis con ese tesoro, hermano?

– Buscando un gato que se me había huído.

– Sois el diablo familiar del alcázar.

– Sigamos adelante, que luego volveremos por aquí.

– Sigamos, pues.

Anduvieron algún espacio.

– Dadme la mano y cerrad la linterna.

– ¿Hemos llegado?

– Estamos cerca.

– Fiant tenebræ– dijo Quevedo cerrando la linterna.

– Ahora venid; venid tras de mí en silencio y veréis y oiréis.

Zumbaba el viento, llovía, y el viento y la lluvia y la obscuridad de la noche protegían á los dos singulares expedicionarios.

Marchaban entre un tejado y un almenar.

De repente el bufón asió á Quevedo, y le volvió sobre su derecha.

Entonces Quevedo vió frente á él una ventana, y por algunos agujeros de ésta el reflejo de una luz en el interior.

Quevedo acercó su semblante y pegó sus antiparras á uno de aquellos agujeros, y el bufón á su lado, se puso asimismo en acecho.

En aquel mismo punto dió el reloj del alcázar las tres de la mañana.

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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