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INTRODUCCIÓN 1. El renacimiento literario griego en época imperial

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La Vida de Apolonio de Tiana es una de las obras más representativas, si no la más, de la literatura griega de un período poco conocido para el gran público —salvo quizá la figura de Luciano de Samósata— y con demasiada frecuencia menospreciado por la crítica: el renacimiento literario que, en las atinadas palabras de Reardon 1 , «en formación ya a finales del siglo I , se precisa en época de Adriano, se anima bajo los Antoninos, se prolonga en la corte en la que Julia Domna tiene su salón... y se debilita cuando, a mediados del siglo III , de un lado, sucede a la paz continua del Imperio Romano medio siglo de luchas intestinas, y de otro, el Cristianismo comienza a imponerse sobre la cultura pagana». Una época en la que la prosa y, dentro de ella, la retórica, predomina sobre cualquier otro género, protagonizada por el rétor no forense, el conferenciante, que en ciertos aspectos resucita el tipo del antiguo sofista. Son nombres como los de Aristides, Luciano, Alcifrón y Arriano, además del propio Filóstrato, los que encarnan estas nuevas actitudes en literatura.

Fue el propio Filóstrato quien, en sus Biografías de los Sofistas , acuñó, para denominar este movimiento, el término de «Segunda Sofística» por el que, pese a algunas discrepancias en la crítica moderna acerca de su mayor o menor propiedad, seguimos designándolo. La razón de que Filóstrato prefiriera esta denominación a la de «Nueva Sofística» nos la explica el propio autor: no es un movimiento nuevo, sino antiguo, que se inicia, según él, con Esquines, el rival de Demóstenes 2 , y opuesto desde el primer momento a la primera sofística, la de Protágoras y Gorgias, a la que Filóstrato califica de rhetorikḗ philosophoûsa ‘retórica dada a la filosofía. Frente a la afición de los primeros sofistas por los temas filosóficos, la segunda sofística, siempre según esta especie de «declaración programática» de Filóstrato, se identifica más bien con los temas históricos. Junto a este renacimiento sofístico, la segunda creación de la época es un nuevo género literario destinado a alcanzar un enorme desarrollo en el futuro: la novela.

Este fecundo período de la literatura griega se ve, no obstante, desatendido con frecuencia, cuando no despreciado, por sus historiadores, que lo tildan de oratorio, frío, libresco, artificial y pedante, y le achacan carencia de originalidad y abundancia de referencias literarias del pasado 3 . Contribuyen a fomentar esta opinión, de un lado, la existencia de todo un movimiento de la época, el aticismo, que pretende resucitar, de forma a menudo demasiado servil, la pureza del antiguo dialecto ático, de su vocabulario, morfología y sintaxis, huyendo de la auténtica lengua hablada; y de otro, la teoría formulada por entonces de que la literatura es una mímēsis o imitación de los modelos clásicos, lo que la hace parecer más dirigida al pasado que al presente. En concordancia con esta valoración, se ha tratado repetidamente de buscar motivos de esta «pérdida de vigor» de la literatura griega, en comparación con la vitalidad que dio lugar a las grandes creaciones de las épocas arcaica y clásica. No carecen, sin duda, de cierta realidad, algunos de los más frecuentemente aducidos, como por ejemplo, el cansancio espiritual de la época 4 , que se manifiesta de un lado en el abandono de la investigación científica y en una incapacidad creadora que obliga a volver la vista atrás, y de otro, en el desplazamiento de los antiguos centros literarios a la periferia.

Con todo, una serie de estudios recientes tienden a estimar de forma diferente y más justa la época que nos ocupa 5 . En ellos se manifiestan ante todo los defectos de óptica de la anterior valoración, entre los que es fundamental el prurito, tan propio de nuestra época, de considerar la originalidad como principal mérito artístico. Se trata más bien de que, frente a las épocas arcaica o clásica, épocas de pioneros literarios, épocas de creación, los autores del Imperio tratan de consolidar esa tradición creada, de prestarle al mundo el inmenso servicio de enseñarle y conservarle lo que los antiguos descubrieron, de ejercitar, por utilizar el término griego, la paideía de una antigua y fecunda cultura. De acuerdo con esta visión, no podemos concebir la mímēsis como una mera imitación servil, sino como un conjunto de referencias a un amplio patrimonio literario, al que se estima como digno de conservación.

En otras palabras: cambia la literatura porque ha cambiado profundamente la situación vital, tanto de sus cultivadores como de su público. Por fijarnos en un par de aspectos de una cuestión realmente compleja, frente al antiguo ciudadano de la pólis , el griego de época imperial se encuentra, no ya como el de época helenística, habitante de una gran comunidad griega, sino más aislado y perdido aún, si cabe, dentro de la inmensa comunidad mediterránea aglutinada por el Imperio Romano. En ese enorme ámbito la cultura griega corre el riesgo de desaparecer, de ser absorbida por la de los conquistadores, por lo que los autores literarios de la época asumen la importante responsabilidad de conservarla de forma consciente. De otro lado, frente a una vida fuertemente comunitaria, dentro del pequeño marco de la pólis , el nuevo habitante del Imperio queda alejado de los centros de poder, y no es por ello extraño que, en vez de una relación directa, inmediata, entre el literato y su público, en la que se implicaban los grandes problemas políticos, como fue posible en el siglo VI a. C. a través del canto lírico, o en el V , por medio de una manifestación tan popular como el teatro, nos hallamos ahora ante la nueva cultura del erudito, que se comunica con su público selecto a través de la conferencia o el libro.

No obstante, no todo es conservadurismo en esta época, como las líneas anteriores pudieran hacernos pensar, sino todo lo contrario, junto a estas tendencias conservadoras hallamos una intensa búsqueda en todos los sentidos. Como señala Perry 6 , el hombre griego, perdida su identidad como politēs , como ciudadano, se vuelve «un vagabundo espiritual, que rara vez sabe a dónde va o qué hace, con el resultado de que llega a casi todas partes con su mente y su cuerpo y alumbra toda clase de concepciones». Esa búsqueda desordenada de lo nuevo, en un momento de ruptura del pensamiento racional, provoca unas curiosas mezclas entre cultura y superstición, un desvanecimiento de los límites entre las escuelas filosóficas, como la platónica, la estoica y la peripatética, con su búsqueda de un dios desconocido, y la idea inefable e irracional de la divinidad, que lleva al misticismo o a manifestaciones secundarias, como la superstición, la magia o el espiritismo. El panteón olímpico se aleja progresivamente del interés de las conciencias religiosas y la religión se va volviendo más personal; asimila primero las religiones orientales, mistéricas y de salvación y acaba, andando el tiempo, por cubrir sus necesidades con el cristianismo que, surgido en principio en zonas absolutamente marginales del imperio y en capas sociales antes completamente marginadas, termina por venir a llenar las necesidades espirituales de la mayoría y por imponerse de forma casi absoluta.

Esta búsqueda se manifiesta asimismo por una insaciable curiosidad, por un deseo desmesurado por lo prodigioso, por lo exótico e inaudito, que lleva, tanto a descripciones más o menos reales de tierras o pueblos lejanos, como a fantasías de toda especie sobre maravillas increíbles. Por ello el gran género popular de la época es la novela, con sus estupendas aventuras, los largos e inacabables viajes de sus protagonistas a tierras lejanas, la primacía de lo erótico, de la aventura y del final feliz, para un hombre de la calle lo suficientemente angustiado por el clima de inseguridad física y moral entonces reinante, como para desear evadirse de la realidad. La literatura se propone ahora como fin primordial entretener: busca satisfacer la enorme avidez de su público por lo exótico y pintoresco, por lo novelesco y lo romántico.

Pero, centrándonos algo más en el momento en el que escribe Filóstrato, hemos de aproximarnos a la visión de la historia política, cultural y religiosa, que aportan al Imperio los Severos 7 . Se trata de una serie de emperadores, de origen africano y sirio, que, por serlo, no se veían ligados a la tradición romana de la vieja casta senatorial, circunstancia que permitió que salieran a flote una serie de nuevos elementos culturales, antes soterrados, y se igualaran en importancia a los tradicionales greco-romanos. Es además un momento en el que los sofistas ocuparon un papel predominante en la sociedad. Son secretarios del emperador o maestros de la juventud, y su formación se siente atraída hacia todos los temas, aunque sin profundizar en ninguno de ellos. La irreligiosidad inspira aversión, y el Imperio se abre a múltiples divinidades nuevas, desde Baal y Tanit a Sérapis, y a toda clase de supersticiones, aceptadas sin la menor crítica, mientras que la filosofía abandona cada vez más el racionalismo, para interesarse por lo sobrenatural y por la pureza moral. Un síntoma claro es que las palabras «filosofía» y «filosofar» se aplican en Filóstrato a múltiples terrenos con los que antes no tenía nada en común, como aspectos de la historia religiosa o del culto, o incluso la retórica.

Vida de Apolonio de Tiana

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