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CAPÍTULO 1
EPIDEMIAS, PANDEMIAS Y PLAGAS POR EL MISMO PRICE (14) I

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“La ‘Muerte Roja’ devastó el país durante largo tiempo. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Producíanse agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un profuso sangrar por los poros hasta la disolución del ser. Las manchas escarlata en el cuerpo, y especialmente en el rostro de la víctima, negaban a ésta su humanidad y la aislaban de toda ayuda y compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora”.

Así comienza “La máscara de la Muerte Roja”, uno de los memorables cuentos de Edgar Allan Poe, publicado en 1842, en cuyas palabras se tejen vívidas imágenes sobre el flagelo de una peste mortal. Y el párrafo siguiente, continúa:

“Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos se retiró al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas” (Poe, 2013, p. 449).

Aquí ya están presentados el eje del conflicto (pestilencia y aislamiento) y los personajes centrales (indubitablemente Próspero, los amigos alegres e innombrados del príncipe, y, podemos anticipar, la peste de la “Muerte Roja”).

Si tradujéramos el texto al año 2020 cuando la pandemia de la COVID-19 cubrió los horizontes de casi todo el globo, podríamos, atrevidamente, parafrasear:

“La ‘COVID-19’ devastó los países durante largo tiempo. Jamás pestilencia alguna fue tan extensa y espantosa. Su avatar era la tos seca, la fiebre repentina y la falta de aire. Producíanse agudos dolores, un súbito desgano y, después, un profuso sufrir hasta la disolución del ser. La sudoración por la alta temperatura en el cuerpo, y especialmente en el rostro de la víctima, negaban a ésta su humanidad y la aislaban de toda ayuda y compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de un tiempo indeterminado”.

Incluso, no sería difícil encontrar la resonancia prosperiana sobre las prácticas del “aislamiento social” y la consigna “quédate en casa”.

El relato breve avanza con agilidad hasta su conclusión en el momento de un perfecto clímax literario. No seguiremos ese rastro por ahora. Empero, del cuento surgió otra creación en los dominios del séptimo arte. En 1964, se adaptó al cine, de la mano de dos figuras que serían emblemáticas: el director Roger Corman (eficaz y prolífico realizador de serie B, capaz de filmar cualquier tema con mínimos recursos y en brevísimo tiempo) y el actor Vincent Price (nombre que se haría clave en el género del terror, con villanos y espíritus atormentados por la crueldad y la culpa de actos impíos y estirpes malditas). También un tercer nombre habría que sumar a la conjunción, el por entonces director de fotografía, Nicolas Roeg, luego devenido en director de joyas de culto cinéfilo.

Decir que la película La máscara de la Muerte Roja es una referencia en su género y época no es exagerado. Aunque se trate de un cine de consumo masivo, bajo presupuesto y su título no aparezca en las listas de películas fundamentales en la historia del cine, pertenece a lo mejor de la saga de adaptaciones de Poe a la pantalla grande (y específicamente en la dupla Corman-Price). En este aspecto resulta extraño que a la fecha no ha habido mejores logros de trabajar con un material tan sugestivo. Por otra parte, es interesante destacar que el filme presenta particularidades ausentes en la prosa. Una de ellas es que el guion mixtura dos cuentos de Poe: “La máscara de la Muerte Roja” y “Hog-frog”. Si bien ambos cuentos son independientes, parecen engarzar en una misma atmósfera y escenario. (15) De este detalle deben haber tomado nota los guionistas, para nutrir al desarrollo de la trama de elementos dramáticos que permitan una más extensa duración (que aun así apenas si alcanza los 90’). Claro, que no es el único añadido a la historia principal. Hay varios elementos sumados libremente que le quitan calidad al contenido (subtramas de amores, luchas en calabozos de cartón y escapes). Pero hay otros detalles que se suscitan pertinentes de considerar. Sobre todo, si focalizamos las imágenes de la peste y el contenido religioso del filme.

En efecto, la película comienza con una profecía: a una solitaria y añosa campesina medieval que recolecta leña rumbo a su hogar, un misterioso caballero cubierto de rojo le anticipa que “la liberación del pueblo está a las puertas”. No especifica la liberación de qué o de quién, algo que podremos mensurar más adelante. Pero aquí ya se anticipa cierta tonalidad religiosa: el anuncio viene de boca de un “profeta”, misterioso, desconocido, que, no obstante, es considerado “un hombre santo”, singularmente distinto y apartado de la tosquedad del vulgo. La personificación de “la Muerte Roja” aparecerá en distintos tramos puntuales y estratégicos y hay comentaristas que la asocian como una referencia, homenaje o copia de la personificación de “La Muerte”, en El séptimo sello de Ingmar Bergman. Como sea, el tema de la salvación está presentado desde los primeros minutos y adquirirá espesor ni bien avance el drama. Principalmente a partir del protagonismo absoluto del destacadísimo personaje de Próspero.

Subrayamos el relieve de este personaje en el filme, no solo por quien lo encarna, el actor Vincent Price (maestro de muecas y matices), sino también porque el Próspero del filme combina en sus rasgos las cualidades de los personajes de los dos cuentos de Poe aquí usados: por un lado, el carácter “feliz, intrépido y sagaz” explícito del Próspero literario en “La máscara…”; y por otro lado, las características del monarca de “Hop-frog”, afecto a la diversión y a las bromas denigratorias y crueles. Pero a esta caracterización se le añade la talla de un villano de insondable maldad: el Próspero de Price es un señor feudal explotador de la comarca, inmisericorde, tirano, déspota, a la vez que frívolo, frío e inclemente. De su tiranía esperan librarse los sojuzgados y explotados pueblerinos. O acaso, la liberación será del sufrir de la vida misma, como les sugiere el príncipe con cínica burla: el invierno que se avecina les traerá la muerte por inanición y entonces serán al fin libres de sus penurias diarias. Por si no fuera suficiente, pronto nos enteraremos del otro rasgo dominante de Próspero: su obsesiva devoción religiosa a quien él considera el único señor: Satán. Este rasgo en el personaje es el que propicia la inserción de parlamentos filosófico-teológicos mientras intenta corromper la fe y pureza de Francesca, una joven doncella del pueblo, devota cristiana, a quien ha raptado para su placer personal.

Dice Francesca: “Para ver a Dios solo hay que creer”, a lo cual, Próspero replica: “¿Creer? Si crees, eres ingenua. ¿Puedes mirar al mundo y creer en la bondad de un dios que lo rige? ¡Hay hambre, pestes, guerras, enfermedades y muerte! Eso reina. (…) Si alguna vez ha existido un dios del amor y de la vida, hace mucho que ha muerto. Alguien, algo, reina en su lugar”.

Ese “algo” indeterminado suena aterrador. Pero en esas breves líneas se conjugan dos tópicos medulares de la filosofía de la religión: por un lado, el problema de la teodicea, el intento de explicar racionalmente el porqué del mal en el mundo. Si hay un Dios soberano, bueno y perfecto, por qué la existencia del mal y la muerte. Por otro lado, aunque de manera anacrónica, el diagnóstico nietszcheano de la transvaloración de los valores supremos: Dios ha muerto, ya no se halla en este mundo. “Algo” ha ocupado su lugar… (Kolakowski, 1999; Eagleton, 2017).

El antagonismo hacia la tradición cristiana es evocado en varias imágenes a través del símbolo de la cruz: una cruz flamígera que se quema cuando Próspero manda a destruir la aldea; la incitación a la joven doncella cristiana a que se quite el crucifijo que usa; y, por contrapartida, el sello a fuego de una cruz invertida que una secuaz del príncipe, Juliana, se marca en el pecho como señal de entrega iniciática al culto del ángel caído.

En definitiva, en distintas secuencias se va tejiendo un antagonismo metafísico de carácter religioso, una (aparente) beligerancia de deidades invisibles manifiesta a través de la creencia de sus fieles, y que a la vez abre una serie de disyuntivas sobre lo que viven en carne los personajes: ¿quién es el que salva? ¿El Dios cristiano o el ángel rebelde mediante sus pactos espurios? ¿Es acaso Próspero quien salva dando refugio (arbitrariamente) a quien quiere? Y aparejado a esto, ¿salvarse de qué?: ¿los pobres de su sufrida vida, de la muerte por la peste; o de la perdición eterna por la ausencia o corrupción de la fe?

No pidamos un sesudo y hondo tratamiento a estos asuntos delicados en un filme de serie B con simples propósitos comerciales. Empero emergen de modo inusitadamente notable. Y no sin menor intensidad en uno de los tramos finales, cuando el caballero de la Muerte Roja declara: “la muerte no tiene rostro”, por eso no necesita máscara; y solo adquiere el rostro de quien tiene enfrente y está a punto de morir. La muerte como indiferente ante la vida, en un sentido, no discrimina, es la gran igualadora: se lleva a ricos y pobres, buenos y malos, ancianos, jóvenes o niños. Más, al parecer, siempre selecciona, aunque sus variables de elección nos sean opacas: quizás no tú, pero hoy habrá quien la acompañe. Y, por cierto, esa selección se constituye en absolutamente particular para el elegido: la muerte es para el hombre su experiencia final e intraducible.

La peste en el cine

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