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LA RELACIÓN ENTRE SOCIEDAD Y CULTURA

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El planteamiento y la solución teórica de este problema ha sido un verdadero via crucis para la antropología cultural norteamericana.

En un primer momento prevalece la tendencia a acentuar hasta donde sea posible la distinción entre sociedad y cultura, con el propósito evidente de asegurar la autonomía de esta última y poder proporcionar un objeto propio y específico a la antropología cultural que la distinguiera de las demás disciplinas sociales.

Esta tendencia se inicia con Boas, quien defiende la tesis de la irreductibilidad de la cultura a condiciones extraculturales como podrían ser, por ejemplo, el ambiente geográfico, las características raciales o la estructura económica de los pueblos. Debe excluirse, por lo tanto, toda explicación de la cultura por referencia a una determinación extracultural.

Un discípulo de Boas, Robert H. Lowie, radicalizará esta tendencia planteando el famoso principio: omnis cultura ex cultura. (44) “Esto significa —explica el propio Lowie— que el etnólogo tendrá que dar cuenta de un determinado hecho cultural incorporándolo a un grupo de hechos culturales o detectando otro hecho cultural a partir del cual se habría generado el primero”. (45)

Pero es con Kroeber y su teoría de lo “superorgánico” cuando el esfuerzo por aislar y autonomizar los hechos culturales alcanza su máxima expresión. Este autor se apropia de la distinción spenceriana entre evolución inorgánica, orgánica y superorgánica para situar a la cultura en el plano de la última. La cultura, por lo tanto, no sólo sería irreducible a los fenómenos biológicos y psicológicos sino también a los sociales, en virtud de poseer una existencia y una dinámica interna que desborda la escala de los sujetos individuales. El autor da por sentado que la sociedad no es más que “un grupo organizado de individuos” (46) o, como dice Kluckhohn, “un grupo de personas que han aprendido a trabajar juntos”. (47)

Más tarde, Kroeber precisa de este modo su pensamiento: la realidad se constituye por la emergencia progresiva de niveles de organización de complejidad creciente. Estos niveles pueden ser aislados analíticamente mediante “procedimientos selectivos”. Pues bien, la cultura representa el nivel más elevado de complejidad de lo real, y si bien presupone la emergencia de lo orgánico, del individuo y de la organización social, constituye por su propia naturaleza un fenómeno superorgánico, supraindividual y, en cierto modo, suprasocial.

Estas ideas, recurrentes en autores posteriores como Linton y Herskovits, encuentran su formulación más acabada y sistemática en la contribución de Kluckhohn a la obra colectiva Hacia una teoría general de la acción editada por Parsons y Shils en 1951, y rematan en la famosa distinción parsoniana entre sistema de la personalidad, sistema social y sistema cultural. (48)

La tendencia que podríamos denominar “autonomicista” ha sido objeto de crítica por parte de la antropología británica y, en primer término, por Malinowski. Éste no sólo intenta reconducir la cultura a sus bases biológicas —contrariando la tesis de su carácter “superorgánico”— sino que también afirma una y otra vez la indisociabilidad entre cultura y sociedad y, por ende, entre análisis cultural y análisis social.

Para Malinowski la organización social “no puede comprenderse sino como parte de la cultura”, (49) por la sencilla razón de que aquélla no es más que “el modo estandarizado en que se comportan los grupos”. (50) Además, el carácter concertado del comportamiento social sólo puede comprenderse como “resultado de reglas sociales, es decir, de costumbres sancionadas con medidas explícitas u operantes en forma aparentemente automática”. (51) El sentido de esta argumentación es transparente: si la cultura consiste en reglas sociales o en modos estandarizados de comportamiento, entonces existe total indistinción entre sociedad y cultura, porque precisamente son esas reglas y esos modos estandarizados de comportamiento los que explican la organización social y la concertación de las conductas sociales. Entonces, es la misma cultura la que transforma a los individuos en grupos organizados y la que asegura a estos últimos “una continuidad casi indefinida”. (52)

Malinowski se adscribe, por lo tanto, a la tradición antropológica británica que habla de antropología social y no de antropología cultural. Se trata de una tradición fuertemente influenciada por la escuela durkheimiana (Marcel Mauss, Lucien Lévy–Bruhl), que abordaba con métodos sociológicos el estudio de las sociedades arcaicas. De modo semejante, la antropología social británica afirma la necesidad de estudiar cualquier forma de organización social con los instrumentos propios del análisis sociológico. Y uno de sus máximos exponentes, A.R. Radcliffe–Brown, criticaba acremente la pretensión de construir una ciencia de la cultura independiente o separada del análisis sociológico. (53)

Pero en los propios Estados Unidos había surgido ya mucho antes una orientación muy semejante a la que acabamos de señalar. A comienzos de siglo XX, William Graham Summer, el primer teórico importante del relativismo cultural, concebía el estudio de los folkways, es decir, de las tradiciones culturales de cualquier grupo social, como una tarea propia de la sociología. Y esta misma posición fue asumida en 1932 por un discípulo suyo, George Peter Murdock, en un ensayo donde trataba de aproximar las tesis de su maestro a las de la escuela boasiana: “La antropología social y la sociología no son dos ciencias distintas. En conjunto constituyen una única disciplina o, a lo sumo, dos modos diversos de tratar el mismo objeto: el comportamiento cultural del hombre”. (54)

En resumen, frente a la corriente autonomicista que acentúa al máximo la autonomía de la cultura y, por ende, la autonomía de la antropología cultural respecto de las demás ciencias sociales, surge una tendencia opuesta que niega la pertinencia de esa pretensión, alegando la imposibilidad de disociar la cultura de la sociedad.

Teoría y análisis de la cultura

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