Читать книгу Teoría y análisis de la cultura - Gilberto Giménez Montiel - Страница 20
4. La concepción simbólica de la cultura LA CULTURA COMO PROCESO SIMBÓLICO
ОглавлениеA la luz de la revisión crítica realizada se impone la necesidad de una reelaboración teórica que permita superar las limitaciones más patentes del discurso antropológico y marxista sobre la cultura, sin perder por el camino sus contribuciones más fecundas.
El problema fundamental que nos preocupa puede formularse de este modo: ¿es posible conferir un referente más homogéneo y específico al concepto de cultura, sin abandonar la “concepción total” que la hacía coextensiva a la sociedad? ¿Se puede sostener al mismo tiempo que la cultura es coextensiva a la sociedad, pero distinta de ella?
La tesis central que va a servirnos como punto de partida puede formularse así: es posible identificar un campo específico y relativamente homogéneo asignable a la cultura, si definimos a ésta por referencia a los procesos simbólicos de la sociedad. Es lo que llamaremos, con Clifford Geertz y John B. Thompson, (86) la “concepción simbólica” o “semiótica” de la cultura. La cultura tendría que concebirse entonces, al menos en primera instancia, como el conjunto de hechos simbólicos presentes en una sociedad. O, más precisamente, como la organización social del sentido, como pautas de significados “históricamente transmitidos y encarnados en formas simbólicas, en virtud de las cuales los individuos se comunican entre sí y comparten sus experiencias, concepciones y creencias”. (87) Y si quisiéramos subrayar la referencia etimológica a su analogante principal, que es la agricultura, habría que decir que la cultura es la acción y el efecto de “cultivar” simbólicamente la naturaleza interior y exterior a la especie humana, (88) haciéndola fructificar en complejos sistemas de signos que organizan, modelan y confieren sentido a la totalidad de las prácticas sociales.
Pero ¿qué es lo simbólico?
En el sentido extensivo con que aquí lo asumimos, siguiendo a Geertz, lo simbólico es el mundo de las representaciones sociales materializadas en formas sensibles, también llamadas “formas simbólicas”, y que pueden ser expresiones, artefactos, acciones, acontecimientos y alguna cualidad o relación. En efecto, todo puede servir como soporte simbólico de significados culturales: no sólo la cadena fónica o la escritura sino también los modos de comportamiento, prácticas sociales, usos y costumbres, vestido, alimentación, vivienda, objetos y artefactos, la organización del espacio y del tiempo en ciclos festivos, etcétera.
En consecuencia, lo simbólico recubre el vasto conjunto de los procesos sociales de significación y comunicación. Este conjunto puede desglosarse, a su vez, en tres grandes problemáticas:
1) La problemática de los códigos sociales, que pueden entenderse ya sea como sistemas articulatorios de símbolos, en diferentes niveles, ya sea como reglas que determinan las posibles articulaciones o combinaciones entre los mismos en el contexto apropiado. (89)
2) La problemática de la producción del sentido y, por tanto, de ideas, representaciones y visiones del mundo, tanto en el pasado (para dar cabida a las representaciones ya cristalizadas en forma de preconstruidos culturales o de “capital simbólico”), como en el presente (para abarcar también los procesos de actualización, de invención o de innovación de valores simbólicos).
3) La problemática de la interpretación o del reconocimiento, que permite comprender la cultura también como “gramática de reconocimiento” o de “interconocimiento” social. (90) Si adoptamos este punto de vista, la cultura podría ser definida como el interjuego de las interpretaciones consolidadas o innovadoras presentes en una determinada sociedad.
Esta triple problemática de la significación–comunicación se convierte también, por definición, en la triple problemática de la cultura.
Respecto de lo simbólico así definido cabe formular algunas observaciones importantes.
La primera se refiere a que no se le puede tratar como un ingrediente o como mera parte integrante de la vida social sino como una dimensión constitutiva de todas las prácticas sociales, de toda la vida social. En efecto, ninguna forma de vida o de organización social podría concebirse sin esta dimensión simbólica, sin la semiosis social. El antropólogo francés Marc Augé ha formulado muy claramente este problema: “Se trata [...], de repensar las consecuencias de una verdad evidente, demasiado evidente quizá como para que nos percatáramos claramente de ella. Las grandes líneas de la organización económica, social o política son objeto de representaciones a igual título que la organización religiosa; o más exactamente, la organización no existe antes de ser representada; tampoco hay razón para pensar que una organización represente a otra, y que la verdad de un “nivel”, según el lenguaje de las metáforas verticales, se halle situada en otro nivel”. (91)
Las consecuencias de esta manera de plantear las cosas son claras, sobre todo respecto de ciertas versiones mecanicistas del marxismo: caen los compartimentos estancos y explotan los casilleros. Lo simbólico cultural no constituye estrictamente hablando una “superestructura”, porque “sin producción social de sentido no habría ni mercancía, ni capital, ni plusvalía”. (92)
Por consiguiente, podemos seguir sosteniendo el carácter ubicuo y totalizador de la cultura: ésta se encuentra “en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva”, como decía Gramsci. En efecto, la dimensión simbólica está en todas partes: “verbalizada en el discurso; cristalizada en el mito, en el rito y en el dogma; incorporada a los artefactos, a los gestos y a la postura corporal [...]”. (93)
La segunda observación se refiere a lo siguiente: la realidad del símbolo no se agota en su función de signo sino que abarca también los diferentes empleos que, por mediación de la significación, hacen de él los usuarios para actuar sobre el mundo y transformarlo en función de sus intereses. Dicho de otro modo: el símbolo y, por lo tanto, la cultura, no es solamente un significado producido para ser descifrado como un “texto” sino también un instrumento de intervención sobre el mundo y un dispositivo de poder.
Esta observación pretende relativizar la posición de quienes, fascinados por el modelo lingüístico, conciben la cultura sólo “como un lenguaje”. Porque habría que decir también, prolongando la lógica de la metáfora, que la cultura “es como el trabajo”. En efecto, “así como los bienes materiales que resultan del trabajo social encierran un trabajo muerto que sólo puede ser reincorporado a la actividad productiva a través de un trabajo vivo, así también los sistemas simbólicos forman parte de la cultura en la medida en que son constantemente utilizados como instrumento de ordenamiento de la conducta colectiva, esto es, en la medida en que son absorbidos y recreados por las prácticas sociales”. (94) En conclusión, los sistemas simbólicos son al mismo tiempo representaciones (“modelos de”) y orientaciones para la acción (“modelos para”), según la expresión de Clifford Geertz. (95)
La tercera observación se refiere a que, a pesar de constituir sólo una dimensión analítica de las prácticas sociales (y, por lo tanto, del sistema social), la cultura entendida como repertorio de hechos simbólicos manifiesta una relativa autonomía y también una relativa coherencia. (96)
Lo primero, por dos razones: 1) porque responde, por definición, a la lógica de una estructura simbólica, entendida saussurianamente como “sistema de oposiciones y diferencias”, muy distinta de los principios estructurantes de carácter económico, político, geográfico, etcétera, que también determinan las prácticas; (97) 2) porque el significado de un símbolo frecuentemente desborda el contexto particular donde aparece, y remite a otros contextos. (98)
Lo segundo deriva de algún modo de lo anterior, porque si la cultura se rige por una lógica semiótica propia, entonces forzosamente tiene que estar dotada de cierta coherencia, por lo menos en sentido saussuriano, es decir, en cuanto “sistema de oposiciones y diferencias”. Pero hay otro argumento adicional: las prácticas culturales se concentran, por lo general, en torno a nudos institucionales poderosos, como el Estado, las iglesias, las corporaciones y los mass media, actores culturales también dedicados a administrar y organizar sentidos. Hay que advertir que estas grandes instituciones (o aparatos), generalmente centralizadas y económicamente poderosas, no buscan la uniformidad cultural sino sólo la administración y la organización de las diferencias, mediante operaciones como la hegemonización, la jerarquización, la marginalización y la exclusión de determinadas manifestaciones culturales. De este modo, introducen cierto orden y, por consiguiente, cierta coherencia dentro de la pluralidad cultural que caracteriza a las sociedades modernas. De aquí resulta una especie de mapa cultural, donde impositivamente se asigna un lugar a todos y cada uno de los actores sociales. Las culturas etiquetadas, por ejemplo, como “minoritarias”, “étnicas” o “marginales” pueden criticar la imposición de dicho mapa cultural e incluso resistirse a aceptarlo, pero el solo hecho de hacerlo implica reconocerlo y también reconocer la centralidad de la cultura dominante que lo diseña.
Las observaciones precedentes recogen, en su conjunto, la antigua convicción antropológica de que la “naturaleza humana”, contrariamente a la animal, carece de orientaciones intrínsecas genéticamente programadas para modelar el comportamiento. En el hombre, esa función orientadora, de la que depende incluso la sobrevivencia de la especie, se confía a sistemas de símbolos socialmente construidos. (99)