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TRANSVERSALIDAD DE LA CULTURA

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Pero aquí surge una temible dificultad. Así entendida, la cultura exhibe como primera propiedad la transversalidad, es decir, se nos presenta como ubicua, como una sustancia inasible resistente a ser confinada en un sector delimitado de la vida social. Como dice Michel Bassand, “ella penetra todos los aspectos de la sociedad, de la economía a la política, de la alimentación a la sexualidad, de las artes a la tecnología, de la salud a la religión”. (105) La cultura está presente en el mundo del trabajo, en el tiempo libre, en la vida familiar, en la cúspide y en la base de la jerarquía social, y en las innumerables relaciones interpersonales que constituyen el terreno propio de toda colectividad.

Ahora bien, ¿cómo se puede afrontar, desde el punto de vista de la experiencia y de la investigación científica, una realidad tan vasta y oceánica que parece coextensiva a la sociedad global? ¿Cómo se puede asir lo que no parece ser más que una “dimensión analítica de todas las prácticas sociales”? (106) O dicho de otro modo, ¿cómo podemos pensar la cultura en su conjunto?

Si comenzamos por la experiencia cultural, existe una tesis según la cual nunca podemos experimentar simultánea o sucesivamente la totalidad de los artefactos simbólicos que constituyen la cultura de nuestros diferentes grupos de pertenencia o de referencia, sino sólo fragmentos limitados del mismo, llamados “textos culturales” por Brummet. (107) Un “texto cultural” sería un conjunto limitado de signos o símbolos relacionados entre sí en virtud de que todos sus significados contribuyen a producir los mismos efectos o tienden a desempeñar las mismas funciones. Un libro constituye, por supuesto, un texto. Pero también un partido de fútbol, ya que todos los signos que observamos en él contribuyen a producir ciertos efectos como el relajamiento, el entusiasmo, la exaltación, la identificación pasional con uno de los equipos, etcétera. Esta manera de enfocar las cosas ha llevado a analizar, desde el punto de vista retórico, ciertos aspectos fragmentarios de la cultura popular —en el sentido mass–mediático, pero no marxista del término— como el deporte televisado, la frecuentación de los grandes centros comerciales y ciertas películas que tematizan conflictos raciales en los Estados Unidos, metonimizándolos por referencia a ciertos acontecimientos puntuales generalmente trágicos o dramáticos. (108) En efecto, la metonimia (109) es una figura retórica que desborda el campo literario y se verifica también en los “textos culturales”. Respecto de éstos, su función principal sería la condensación de una problemática compleja y abstracta en ciertos hechos concretos e impactantes, permitiendo, en consecuencia, la participación y el involucramiento de la gente en dicha problemática. Un ejemplo reciente de metonimización en México sería la masacre de Chenalhó, (110) presentada en los medios como condensación y concreción ejemplar de todo el conflicto chiapaneco. La presentación vívida de dicha tragedia en los medios televisivos permitió una movilización general en el país y en el extranjero que no hubiera logrado la difusión del mejor análisis sociológico o antropológico sobre la compleja problemática chiapaneca.

Otra manera de acercarse a la cultura sería abordarla sectorialmente. En efecto, las sociedades modernas se caracterizan por la diferenciación creciente, en razón de la división técnica y social del trabajo. La consecuencia inmediatamente observable de este proceso ha sido la delimitación de la realidad social en sectores que tienden a autonomizarse. Como era de esperarse, la cultura ha seguido el mismo camino. Así, a las disciplinas tradicionales como la pintura, escultura, arquitectura, teatro, danza, la literatura, religión, música y cine, se han añadido nuevos sectores como el del patrimonio, el deporte, la fotografía, los media, los entretenimientos y la ciencia, entre otros.

En resumen: la sectorización de la cultura ha sido inmensa. Cada uno de los sectores tiende a convertirse en un universo autónomo, controlado por especialistas y dedicado a la producción de un sistema de bienes culturales. Al interior de cada sector se opera, a su vez, una intensa división del trabajo. Una de las explicaciones de esta diferenciación reside en la búsqueda de eficacia y productividad que caracteriza a las sociedades contemporáneas.

Cada época y cada sociedad jerarquiza estos sectores. Así, por ejemplo, no cabe la menor duda de que en los años ochenta y noventa, la ciencia, los media y los entretenimientos dominaban la escena cultural en los países industrializados.

Las investigaciones que han abordado la cultura bajo el ángulo sectorial son innumerables e inabarcables. Y tampoco han faltado encuestas que evalúen simultáneamente la diferenciación y la jerarquización de los sectores culturales en los diferentes países europeos. (111)

Otra manera de abordar el universo de la cultura es el llamado “enfoque dinámico”. En efecto, todos y cada uno de los sectores culturales pueden dividirse, a su vez, en cinco procesos que frecuentemente se articulan entre sí de manera muy estrecha: 1) la creación de obras culturales (artesanales, artísticas, científicas, literarias, etcétera); 2) la crítica, que desempeña, de hecho, un papel de legitimación; 3) la conservación de las obras bajo múltiples formas (bibliotecas, archivos, museos, etcétera); 4) la educación, la difusión de las obras culturales y las prácticas de animación; 5) el consumo sociocultural o los modos de vida.

Ocurre frecuentemente que algunos de estos procesos también se autonomicen. Así, por ejemplo, la educación se ha autonomizado a tal grado que se ha perdido de vista su vinculación con la transmisión de la cultura. Los museos son otro ejemplo de un proceso cultural que tiende a autonomizarse.

La diferenciación de la cultura en sectores suscita competencias, rivalidades y conflictos entre los actores de los diversos sectores. Lo mismo cabe afirmar de los actores que se definen en función de los procesos arriba mencionados. El ejemplo clásico es el conflicto entre el escultor que pretende erigir un monumento municipal de estilo vanguardista o “posmoderno”, y el gran público que lo rechaza tildándolo de extravagante y feo.

Por último, se puede abordar el universo de la cultura estratificándolo según la estructura de clases, bajo el supuesto de que la desigualdad social genera una desigual distribución del poder que, a su vez, condiciona diferentes configuraciones o desniveles ideológico–culturales. Se trata de un enfoque tradicional dentro de las diferentes corrientes neomarxistas que contraponen, grosso modo, las culturas dominantes, “legítimas” o hegemónicas a las culturas populares o subalternas. Muchos autores sitúan entre ambos niveles una cultura intermedia o clasemediera que sería, por definición, una cultura pretenciosa. Los trabajos de Bourdieu en Francia, (112) de Murdock y Golding en Inglaterra, (113) y los de la demología italiana (114) ilustran muy bien la pertinencia y fecundidad de este modelo de análisis.

Sin embargo, este enfoque, heredado del siglo XIX, ha sido violentamente cuestionado en nuestros días por los teóricos de la posmodernidad y los de la “cultura popular”, entendida en sentido americano, es decir, en términos de cultura de masas. (115) Estos autores alegan que las sociedades modernas o posmodernas tienden a la universalización de la middleclass y a la abolición de las diferencias cualitativas en una cultura tendencialmente homogeneizada por los mass–media. En otras palabras, estaríamos presenciando la muerte de las culturas étnicas y campesinas tradicionales, así como también de la cultura obrera.

Basta con enunciar estas tesis —la reducción de las desigualdades y homologación de la cultura hacia un nivel medio— en un contexto como el de México o de América Latina neoliberal, para percatarse de su carácter especulativo y de su escandalosa inadecuación.

Pese a todo este criticismo, autores que sí se apoyan en referentes empíricos, como Olivier Donnat, (116) reconocen que la sociología de la cultura sigue estando muy marcada por las nociones de “cultura cultivada”, “cultura media” y “cultura popular”. Este autor ha podido comprobar que “las sucesivas encuestas escalonadas en el tiempo demuestran una tras otra, y de manera siempre consistente, que los comportamientos culturales siguen correlacionándose muy fuertemente con las posiciones y las trayectorias sociales, y, de modo particular, con el capital cultural”. (117) Por lo que toca específicamente a México, la primera encuesta nacional sobre las ofertas culturales y su público, recientemente realizada por la Universidad de Colima, (118) permite comprobar exactamente lo mismo.

Por lo demás, el enfoque neomarxista en el estudio de las culturas, lejos de agotarse, ha cobrado nuevos bríos particularmente en Inglaterra, donde a partir de los años setenta existe una escuela de “estudios culturales” de inspiración gramsciana desarrollada en torno a la Universidad de Birmingham.

Llama la atención la actualidad de Gramsci en el ámbito anglosajón. Incluso en nuestros días hay autores que preconizan un retorno a Gramsci para remediar lo que consideran “crisis de paradigma” en los estudios culturales contemporáneos. Tal es la posición, entre otros, de Mc Robbie. (119) Y un autor más reciente, J. Storey, (120) afirma que tal es también, más o menos, su posición: “Todavía quiero creer —dice— que la teoría de la hegemonía es adecuada para la mayor parte de las tareas que se proponen los estudios culturales y el estudio de la cultura popular”. (121)

La razón de esta persistente fascinación por Gramsci radica, a nuestro modo de ver, en tres aspectos:

1) Gramsci proporciona una versión no determinista ni economicista del marxismo, sin dejar de subrayar la influencia ejercida por la producción material de las formas simbólicas (v. gr., de los mass–media) y por las relaciones económicas dentro de las que dicha producción tiene lugar; 2) Gramsci ofrece una teoría de la hegemonía que permite pensar la relación entre poder, conflicto y cultura, esto es, entre la desigual distribución del poder y los desniveles en el plano de la ideología, de la cultura y de la conciencia; 3) Gramsci presenta una teoría de las superestructuras que reconoce la autonomía y la importancia de la cultura en las luchas sociales, pero sin exagerar dicha autonomía e importancia a la manera culturalista.

Por supuesto, para los neomarxistas anglosajones y europeos la división de clases no es la única forma de división social. En las sociedades modernas fuertemente urbanizadas se le sobreimprimen, por ejemplo, la diferenciación entre generaciones y la división de género, como lo demuestran, por un lado, la emergencia de una cultura juvenil transclasista centrada en la música, la valorización del cuerpo y la fascinación por la imagen y la emoción visual; (122) y, por otro, la aparición de una crítica feminista de la cultura que denuncia la “aniquilación simbólica” de la mujer no sólo en la cultura de masas dominada por el patriarcalismo sino también en los mismos estudios culturales. (123)

Teoría y análisis de la cultura

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