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LA INTERIORIZACIÓN DE LA CULTURA

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Este es el momento de introducir una distinción estratégica que muchos debates sobre la cultura pasan inexplicablemente por alto. Se trata de la distinción entre formas interiorizadas y formas objetivadas de la cultura. O, en palabras de Bourdieu, (124) entre “formas simbólicas” y estructuras mentales interiorizadas, por un lado, y símbolos objetivados bajo forma de prácticas rituales y de objetos cotidianos, religiosos, artísticos, etcétera, por otro. En efecto, la concepción semiótica de la cultura nos obliga a vincular los modelos simbólicos a los actores que los incorporan subjetivamente (“modelos de”) y los expresan en sus prácticas (“modelos para”), bajo el supuesto de que “no existe cultura sin actores ni actores sin cultura”. Más aún, nos obliga a considerar la cultura preferentemente desde la perspectiva de los sujetos y no de las cosas; bajo sus formas interiorizadas, y no bajo sus formas objetivadas. O dicho de otro modo: la cultura es antes que nada habitus (125) y cultura– identidad, (126) es decir, cultura actuada y vivida desde el punto de vista de los actores y de sus prácticas. En conclusión: la cultura realmente existente y operante es la cultura que pasa por las experiencias sociales y los “mundos de la vida” de los actores en interacción. (127)

Basta un ejemplo para aclarar la distinción arriba señalada. Cuando hablamos de los diferentes elementos de una indumentaria étnica o regional (v. gr., el huipil, el rebozo, el zarape, el traje de china poblana), de monumentos notables (la Diana cazadora en Ciudad de México, la cabeza de Morelos en la isla de Janitzio, o el monumento al indígena en Campeche), de personalidades míticas (Cantinflas, Frida Kahlo, El Santo), de bebidas y otros elementos gastronómicos (el tequila Sauza, el mezcal, el mole poblano, el chile, el frijol, el chocolate, los chongos zamoranos), de objetos festivos o costumbristas (el cráneo de azúcar, el papel picado, la piñata, el zempazúchitl), de símbolos religiosos (el Cristo barroco recostado o sentado, la virgen de Guadalupe, el Cristo de Chalma) y de danzas étnicas o regionales (el huapango, las danzas de la Conquista, la zandunga), nos estamos refiriendo a formas objetivadas de la cultura popular en México. Pero las representaciones socialmente compartidas, las ideologías, las mentalidades, las actitudes, las creencias y el stock de conocimientos propios de un grupo determinado, constituyen formas internalizadas de la cultura, resultantes de la interiorización selectiva y jerarquizada de pautas de significados por parte de los actores sociales.

La cultura objetivada suele ser, de lejos, la más estudiada, por ser fácilmente accesible a la documentación y a la observación etnográficas. En cambio, el estudio de la cultura interiorizada suele ser menos frecuentado, sobre todo en México, por las dificultades teóricas y metodológicas que indudablemente entraña.

En lo que sigue nos ocuparemos sólo de las formas simbólicas interiorizadas, para cuyo estudio disponemos de dos paradigmas principales: el paradigma del habitus de Bourdieu, (128) y el de las “representaciones sociales” elaborado por la escuela europea de psicología social liderado por Serge Moscovici, (129) que ha llegado a alcanzar un alto grado de desarrollo teórico y metodológico en nuestros días.

Por falta de espacio, y debido a que los propios cultores del último paradigma consideran que la teoría del habitus es en buena parte homologable a la de las representaciones sociales, (130) nos limitaremos a presentar un breve esbozo de esta última teoría.

El concepto de representaciones sociales, por largo tiempo olvidado, procede de la sociología de Durkheim y ha sido recuperado por Serge Moscovici (131) y sus seguidores. Se trata de construcciones sociocognitivas propias del pensamiento ingenuo o del sentido común que pueden definirse como “conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes a propósito de un objeto determinado”. (132) Constituyen, según Jodelet, “una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido, que tiene una intencionalidad práctica y contribuye a la construcción de una realidad común a un conjunto social”. (133)

El presupuesto subyacente a este concepto puede formularse así: “No existe realidad objetiva a priori; toda realidad es representada, es decir, apropiada por el grupo, reconstruida en su sistema cognitivo, integrada en su sistema de valores, dependiendo de su historia y del contexto ideológico que lo envuelve. Y esta realidad apropiada y estructurada constituye para el individuo y el grupo la realidad misma”. (134)

Conviene advertir que, así entendidas, las representaciones sociales no son un simple reflejo de la realidad sino una organización significante de la misma que depende, a la vez, de circunstancias contingentes y de factores más generales como el contexto social e ideológico, el lugar de los actores sociales en la sociedad, la historia del individuo o del grupo y, en fin, los intereses en juego. En resumen, las representaciones sociales son sistemas cognitivos contextualizados que responden a una doble lógica: la cognitiva y la social.

Serge Moscovici ha identificado algunos de los mecanismos centrales de las representaciones sociales, como la objetivación (esto es, la tendencia a presentar de modo figurativo y concreto lo abstracto) y el anclaje (la tendencia a incorporar lo nuevo dentro de esquemas previamente conocidos). La difusión de las nuevas teorías científicas, como el psicoanálisis, por ejemplo, ponen de manifiesto muy claramente ambos mecanismos. (135)

Sin embargo, la tesis más interesante sostenida hoy por la mayor parte de los autores pertenecientes a esta corriente, es la afirmación del carácter estructurado de las representaciones sociales. Éstas se componen siempre de un núcleo central relativamente consistente, y de una periferia más elástica y movediza que constituye la parte más accesible, vívida y concreta de la representación. (136) Los elementos periféricos están constituidos por estereotipos, creencias e informaciones cuya función principal parece ser la de proteger al núcleo acogiendo, acomodando y absorbiendo en primera instancia las novedades incómodas.

Según los teóricos de la corriente que estamos presentando, el sistema central de las representaciones sociales está ligado a condiciones históricas, sociales e ideológicas más profundas y define los valores más fundamentales del grupo. Además, se caracteriza por la estabilidad y la coherencia, y es relativamente independiente del contexto inmediato. (137) El sistema periférico, en cambio, depende más de contextos inmediatos y específicos, permite adaptarse a las experiencias cotidianas modulando en forma personalizada los temas del núcleo común, manifiesta un contenido más heterogéneo, y funciona como una especie de parachoques que protege al núcleo central permitiendo integrar informaciones nuevas y a veces contradictorias. (138)

En conclusión: las representaciones sociales son a la vez estables y móviles, rígidas y elásticas. No responden a una filosofía del consenso y permiten explicar la multiplicidad de tomas de posición individuales a partir de principios organizadores comunes.

Los seguidores de esta corriente han desarrollado con indudable creatividad una gran variedad de procedimientos metodológicos para analizar las representaciones sociales desde el punto de vista de su contenido y de su estructura. Estos procedimientos van del análisis de similaridad —fundado en la teoría de los grafos— a la aplicación del análisis factorial y del análisis de correspondencias a datos culturales obtenidos no sólo mediante entrevistas y encuestas por cuestionarios sino también mediante cuestionarios evocativos que permiten aproximarse a las representaciones sociales previas a su expresión como discurso. (139) De esta manera se ha ido acumulando una gran cantidad de investigaciones sobre representaciones colectivas de los más diversos objetos, entre otros, la vida rural y la vida urbana, la infancia, el cuerpo humano, el Sida, la salud y la enfermedad, la vida profesional, las nuevas tecnologías, el psicoanálisis, los movimientos de protesta, los grupos de pertenencia, los géneros, las causas de la delincuencia, la vida familiar, el progresismo y el conservadurismo en la universidad, la identidad individual y grupal, el fracaso escolar y los estereotipos nacionales y raciales.

La conclusión a la que queremos llegar es que el paradigma de las representaciones sociales —homologable, como queda dicho, a la teoría del habitus de Bourdieu— es una de las vías fructíferas y metodológicamente rentables para el análisis de las formas interiorizadas de la cultura, ya que permite detectar esquemas subjetivos de percepción, valoración y acción que son la definición misma del habitus bourdieusiano y de lo que nosotros hemos llamado cultura interiorizada. Lo que demuestra, de rebote, la necesidad de que el analista de la cultura trabaje en las fronteras de las diferentes disciplinas sociales, ya que los estudios culturales son y sólo pueden ser, por definición, multidisciplinarios. (140)

Con lo dicho hasta aquí podemos afinar nuestra definición de la cultura reformulando libremente las concepciones de Clifford Geertz y de John B. Thompson: la cultura es la organización social del sentido, interiorizado por los sujetos (individuales o colectivos) y objetivado en formas simbólicas, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados. Así definida, la cultura puede ser abordada, ya sea como proceso (punto de vista diacrónico), ya sea como configuración presente en un momento determinado (punto de vista sincrónico).

Teoría y análisis de la cultura

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