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LA MEMORIA COLECTIVA

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Las identidades colectivas remiten frecuentemente, como acabamos de ver, a una problemática de las “raíces” o de los orígenes asociada invariablemente a la idea de una tradición o de una memoria. “Reencontrar la propia identidad —dice Régine Robin— es en primer término reencontrar un cuerpo, un pasado, una historia, una geografía, tiempos, lugares y también nombres propios”. (159)

La memoria puede definirse brevemente como la ideación del pasado, en contraposición a la conciencia —ideación del presente— y a la imaginación prospectiva o utópica —ideación del futuro, del porvenir. (160)

El término “ideación” es una categoría sociológica introducida por Durkheim, (161) y pretende subrayar el papel activo de la memoria en el sentido de que no se limita a registrar, a rememorar o a reproducir mecánicamente el pasado, sino que realiza un verdadero trabajo sobre el pasado, un trabajo de selección, de reconstrucción y, a veces, de transfiguración o de idealización (“cualquier tiempo pasado fue mejor”).

La memoria no es sólo “representación” sino también “construcción”; no es sólo “memoria constituida” sino también “memoria constituyente”. (162) Puede darse incluso el caso de una “memoria fantasmática” que invente totalmente el pasado en función de las necesidades de una identificación presente. Ya Max Weber había señalado que en el caso de una comunidad étnica, los antepasados “pueden ser totalmente inventados o ficticios”. (163) Por eso la “consanguinidad imaginaria” quizás sea la mejor referencia para definir la identidad étnica. (164)

Se ha observado frecuentemente que la selección o reconstrucción del pasado se realiza siempre en función del presente, es decir, en función de los intereses materiales y simbólicos del presente. No existe ningún recuerdo absolutamente “objetivo”. Sólo recordamos lo que para nosotros tiene o tuvo importancia y significación. Dicho de otro modo: no se puede recordar ni narrar una acción o una escena del pasado sino desde una determinada perspectiva o punto de vista impuestos por la situación presente.

Se puede dar un paso más y añadir que el pasado no se reconstruye sólo en función de las necesidades del presente sino también en función de la ideación del porvenir, conforme al conocido estereotipo ideológico que concibe el pasado como germen y garantía de un futuro o de un destino. “En el caso limite —dice Henri Desroche— memoria colectiva, conciencia colectiva e imaginación colectiva culminan y se fusionan entre sí, constituyendo entre los tres una sobre–sociedad ideal, germen de una nueva identidad y de una nueva alteridad colectivas”. (165)

De lo dicho acerca del papel activo de la memoria se desprende ya una conclusión metodológica importante. Cuando se plantea el problema de la “objetividad” en este terreno, deben distinguirse dos planos: el grado de objetividad que se puede atribuir a la simple descripción de los hechos, escenas o acciones del pasado, y el grado de objetividad que permite el ángulo de visión o la perspectiva escogida para la recordación del pasado.

La memoria puede ser individual o colectiva según que sus portadores o soportes subjetivos sean el individuo o una colectividad social.

La memoria individual —estudiada entre otros por Bergson— (166) se halla ligada de ordinario, sobre todo en los estratos populares o de la “gente común”, a la evocación de la vida cotidiana en términos impersonales (“en aquellos tiempos se hacía esto o aquello”, “ocurrió esto o aquello”), en el marco de una percepción aparentemente cíclica, y no lineal o cronológica de la temporalidad. (167)

La memoria biográfica es un caso particular de memoria individual y se caracteriza por la “ilusión retrospectiva” de una intervención personal, deliberada y consciente —como actor, protagonista o incluso “héroe”— sobre el curso de los acontecimientos. Esta ilusión se manifiesta en la personalización y el carácter fuertemente elocutivo del discurso recordatorio (“en aquellos tiempos yo hacía esto o aquello, con la finalidad de”), y se desarrolla frecuentemente dentro de un esquema lineal o cronológico de la temporalidad. Un ejemplo paradigmático de este tipo de memoria suelen ser las “memorias” escritas de los políticos célebres.

Según Halbwachs, la memoria colectiva es la que “tiene por soporte un grupo circunscrito en el espacio y en el tiempo”. (168) Halbwachs pensaba ciertamente en el grupo en cuanto grupo, concebido a la manera durkheimiana como una colectividad relativamente autónoma —familia, iglesia, asociaciones, ciudad— dotada de una “conciencia colectiva” exterior y trascendente a los individuos en virtud de la fusión de las conciencias individuales. Por eso este autor distingue tantas clases de “memorias colectivas”, como cuantos grupos sociales pueden discernirse en una determinada sociedad.

Además, la memoria colectiva es, para Halbwachs, una memoria vivida por el grupo en la continuidad y en la semejanza a sí mismo, lo que le permite contraponerla a la memoria histórica, que sería la memoria abstracta de los historiadores que periodizan el pasado, lo insertan en una cronología y destacan las diferencias. En efecto, “propiamente hablando no existe una memoria universal. No se puede reunir en un cuadro único la totalidad de los acontecimientos pasados sin disociarlos de la memoria de los grupos que los conservaban en sus recuerdos, sin cortar las amarras que los ligaban a la vida psicológica de los medios sociales donde se produjeron, reteniendo sólo su esquema cronológico y espacial”. (169)

Ante la imposibilidad de aceptar la idea durkheimiana de una “conciencia colectiva” que sería exterior y trascendente a los individuos (porque sería una conciencia hipostasiada), la concepción del grupo que nos presenta Halbwachs debe ser ligeramente retocada. Justamente por hallarse “circunscrito en el espacio y en el tiempo”, el grupo que sirve de soporte a la memoria colectiva debe considerarse bajo el aspecto de las relaciones sociales de base que lo constituyen, incesantemente actualizadas por las redes de comunicación que interconectan a sus miembros y hacen posible dichas relaciones. “No es el grupo en tanto que grupo lo que explica la memoria colectiva —dice Roger Bastide— hablando más exactamente, es la estructura del grupo la que proporciona los marcos de la memoria colectiva, definida ya no como conciencia colectiva sino como sistema de interrelaciones de memorias individuales”. (170)

Y. Lequin y J. Métral ilustran admirablemente esta misma concepción cuando concluyen de esta manera, a raíz de una investigación realizada por ellos mismos sobre la memoria colectiva de los obreros metalúrgicos de Givors, Francia:

Se ve cómo va entretejiéndose, más allá de los hombres, una malla de memorias parciales y especializadas que se completan cruzándose, intersecándose y también jerarquizándose. Esto revela —y es algo que no podía verse al comienzo de la investigación— una forma desconocida de sociabilidad a través del funcionamiento mismo del recuerdo silencioso y resucitado. Sin duda es por referencia a esta dinámica, más que por referencia a una frecuencia cualquiera de temas —lo que no es despreciable, como se ha visto, pero corresponde a otro tipo de investigación y corre mayor riesgo de ser parasitado desde el exterior— que puede hablarse de una memoria colectiva. Cada memoria individual participa en su nivel propio de una memoria de grupo que por supuesto carece de existencia propia, porque vive a través del conjunto de todas las memorias a la vez únicas y solidarias. (171)

En pocas palabras, “la memoria colectiva es ciertamente una memoria de grupo, pero bajo la condición de añadir que es una memoria articulada entre los miembros del grupo”. (172) En términos de Fossaert diríamos que la memoria colectiva es aquella que se constituye en y por el discurso social común, en el seno de redes sobre todo primarias, pero también secundarias, de sociabilidad, que dan origen a la proliferación de grupos o de colectividades concretas fuertemente autoidentificadas y conscientes de su relativa estabilidad a través del tiempo. Tanto el discurso de la identidad como el de los orígenes —registrado en la memoria colectiva— son modalidades del discurso social común, cuyas raíces fincan en las redes de sociabilidad.

Lequin y Métral distinguen otra forma de memoria al lado de las precedentes: la memoria común. (173) Se trata de una memoria que también evoca hechos comúnmente conocidos o experiencias comunes de luchas, por ejemplo, pero funciona fuera de todo marco grupal y se obtiene por adición o entrecruzamiento de memorias individuales ligadas a la cotidianidad. “En realidad, no se relata nunca el pasado como algo que no se hubiera compartido —dicen los autores arriba citados—. Al relatar el pasado, uno se hace cargo verdaderamente de los demás, de lo que uno cree ser la memoria de los demás, en un solo y mismo discurso, en una sola y misma historia de vida imaginaria, sin embargo, auténtica”. (174) La “memoria común” constituye, por lo tanto, una especie de prolongación de la memoria individual y se encuentra más cerca de ésta que de la colectiva.

Entre memoria individual y memoria colectiva existe una relación que por cierto ha sido exagerada por Halbwachs. Para este autor, toda memoria individual se apoya siempre en la memoria colectiva y sólo constituye un eco o un reflejo de ésta o, tal vez, un punto de vista personal sobre ella.

Cuando uno recuerda algo, lo hace siempre en tanto que miembro de un grupo; por lo tanto, la ilusión de recuerdos que nos pertenecerían en exclusiva se debe sólo al efecto de encabalgamiento de varias series de pensamientos colectivos (como no podemos atribuir dichos recuerdos a cada una de ellas, nos figuramos que son independientes, que son ‘nuestros’). (175)

Esta concepción corresponde a la dicotomía durkheimiana entre el hombre individual (corporal) y el hombre social creado, impuesto e inserto en el hombre individual por la coacción social. Sin embargo, hay aquí una intuición justa que podría reformularse de esta manera: existe una memoria individual irreducible a la memoria colectiva; pero aquélla se recorta siempre sobre el fondo de una cultura colectiva de naturaleza mítica o ideológica, uno de cuyos componentes es precisamente la memoria colectiva. O expresado en términos más generales: todo individuo percibe, piensa y se expresa en los términos que le proporciona su cultura; toda experiencia individual, por más desviante que parezca, está modelada por la sociedad y constituye un testimonio sobre esa sociedad. “Tenemos que comprender que un recuerdo personal tiene que ser interpretado a veces sobre el fondo de una tradición oral colectiva, y complementada por dichos y leyendas en los que el hablante cree, así como por símbolos que son importantes para él”. (176) De todos modos, la memoria colectiva, si es que existe en el sentido arriba indicado, tiene que funcionar de una manera completamente distinta de la individual.

Ciertamente comparte con esta última su carácter selectivo, constructivo y, a veces, fantasmal. “La memoria colectiva es esencialmente una reconstrucción del pasado —dice Halbwachs—; ella adapta la imagen de los hechos antiguos a las creencias y a las necesidades espirituales del presente”. (177) Por otra parte, “la memoria de los grupos sólo retiene aquellos acontecimientos que también tienen un carácter ejemplar, un valor de enseñanza”. (178)

El presente no crea, por cierto, el recuerdo; éste se encuentra en otra parte, en el tesoro de la memoria colectiva, pero el presente desempeña el papel de esclusa o de filtro que sólo deja pasar aquella parte de las tradiciones antiguas que puedan adaptarse a las nuevas circunstancias. (179)

¿Pero qué es lo que en la memoria colectiva desempeña el papel del cerebro y de sus “centros mnemónicos” en la memoria individual?

La memoria colectiva se objetiva o, si se prefiere, tiene su lugar de anclaje en las redes de sociabilidad y en las instituciones.

Ante todo, en las redes de sociabilidad, en la medida en que se trata de la memoria “de un grupo circunscrito en el tiempo y en el espacio”. ¿Pero cómo?

Según Robert Fossaert, las redes de sociabilidad dan origen, como se ha visto, a una multiplicidad de grupos que no pueden disociarse de una espacialidad y temporalidad determinadas. Todo grupo es siempre y simultáneamente un grupo “territorializado” e inmerso en una temporalidad propia. Ahora bien, la topografía o el “cuerpo espacial” de un grupo humano está lejos de ser una superficie virgen o una tabula rasa en la que no hubiere nada escrito. Por el contrario, se trata de una superficie marcada y literalmente “tatuada” por una infinidad de huellas del pasado del grupo, que constituyen otros tantos “centros mnemónicos” o puntos de referencia para el recuerdo colectivo. Aquí tienen su lugar las variaciones de Halbwachs sobre el tema de la ciudad y sus piedras, “figurando cada una de éstas como una especie de célula nerviosa que ofrece a las conciencias individuales un marco suficientemente amplio para que puedan organizar y reencontrar sus recuerdos”; (180) o sobre el tema de “la inmovilidad de las cosas materiales que nos rodean”, como los muebles, la recámara, el barrio de la ciudad, las montañas y el paisaje rural, que pueden convertirse en conservatorios de recuerdos en medio de las cosas que cambian.

Es tan imperiosa esta necesidad de organización espacial de la memoria colectiva, que en situaciones de desarraigo, exilio o pérdida de la propia territorialidad, los grupos humanos inventan un espacio imaginario totalmente simbólico para anclar allí sus recuerdos, como ha ocurrido en el caso de los Cruzados y su “Tierra Santa”, o en el de los judíos y su “Tierra de Sión”.

Toda colonia extranjera comienza intentando recrear en la tierra de exilio la patria abandonada, ya sea bautizando los accidentes geográficos con nombres metropolitanos, ya sea compendiando su patria en el pequeño espacio de una casa, que entonces se convierte en el nuevo centro mnemónico que reemplaza al que ha sido afectado por el traumatismo del viaje [...]. La memoria colectiva no puede existir mas que recreando materialmente centros de continuidad y conservación social. (181)

Pero la temporalidad del grupo se encuentra también marcada por ritmos y modulaciones específicas, como los calendarios y los ciclos festivos, que tienen un sentido esencialmente conmemorativo. Cabe mencionar aquí las fiestas nacionales, la celebración de aniversarios, la conmemoración de fechas históricas, las inauguraciones oficiales de monumentos y placas recordatorias; y en las sociedades tradicionales, las grandes celebraciones rituales que recubren míticamente todo el ciclo del hombre y del año.

La alusión al rito y a la fiesta nos permite señalar otro modo de objetivación de la memoria colectiva: su “incorporación” inconsciente, en forma de hexis (un componente del habitus, según Bourdieu) en los gestos corporales organizados y prescritos por el rito, como ocurre en las ceremonias sagradas, en las coreografías y en las danzas. Se trata entonces de una “memoria motriz” (Bergson) prendida en los músculos de los adeptos al culto.

Roger Bastide explica de este modo la conservación de muchos mitos africanos entre los negros del Brasil. En efecto, estos mitos fueron olvidados en el plano de la memoria conceptual (memoria–recuerdo), pero sobreviven, empobrecidos y esquematizados, en los ritos (memoria–habitus). Porque “el mito sólo subsiste por su vinculación con el ritual; pero, al circular de boca en boca y de generación en generación, ha perdido su riqueza primitiva en cuanto a los detalles, para quedar reducido a la sola explicación de gestos precisos”. (182) Según Bastide, el rito resiste con mayor tenacidad que el mito.

Las historias de los dioses han podido subsistir, aunque debilitándose —hay que reconocerlo— y perdiendo su esplendor lírico y su riqueza, sólo en la medida en que los recuerdos puros de Bergson lograron aferrarse a los mecanismos motrices, más sólidos y más difícilmente olvidables estos últimos por hallarse montados en el organismo vivo. (183)

Las instituciones, clasificables también como “aparatos” (si entendemos por tales la armadura institucional de una sociedad), constituyen otro gran lugar de objetivación o de anclaje de la memoria colectiva.

Para comprender esto hay que tener presente que las instituciones no son “cosas” ni artefactos inertes sino configuraciones sociales durables, jerarquizadas y relativamente especializadas en cuanto a su función, que se constituyen como tales en virtud de una dimensión simbólica que las define en lo esencial. (184) Esto significa que toda institución puede ser concebida también como materialización de ciertas representaciones sociales que incluyen siempre, como componentes, una tradición o una memoria colectiva. Las instituciones del Estado regidas por el principio de la división de poderes, por ejemplo, no sólo encarnan una ideología antiabsolutista del pasado sino también toda una historia de luchas entre intereses y poderes, en estado de sedimentación.

¿Dónde se encuentran las diferentes memorias colectivas de la burguesía? —se pregunta Daniel Bertaux— y responde: Seguramente en la historia de los historiadores [...], pero también en las instituciones: en el derecho, en el aparato de estado (finanzas, policía, etcétera), en la misma organización capitalista del trabajo que opera siempre en el sentido de una disolución del trabajador colectivo (trabajo en cadena en lugar de taller). ¿Acaso no es concebible que la organización del trabajo en una fábrica sea el resultado de una experiencia acumulada en el curso de las luchas entre empresarios y trabajadores (huelgas, etcétera)? ¿Y acaso esa experiencia acumulada no representa el testimonio de un recuerdo específico, de una memoria colectiva? (185)

¿Y dónde se encuentra la memoria colectiva de los trabajadores?

No sólo en los textos, —responde el mismo autor— sino también en las formas de organización (informales, asociativas, sindicales y políticas) en las que ha ido tomando cuerpo. Las formas de organización social que han surgido a partir de una praxis precedente son ‘memorias’ del trabajador colectivo. (186)

En conclusión: la memoria colectiva se encuentra materializada en las instituciones sociales, en el espacio–tiempo de la comunidad y, en estrecha relación con éste, en la gestualidad festiva y ritual. Existen instituciones, espacios, tiempos y gestos de la memoria.

Ahora estamos en condiciones de explicar el “olvido colectivo” y también las “lagunas” de la memoria. ¿Por qué puede olvidarse colectivamente todo un pasado? Por tres series de razones fundamentales: porque se abandonan los “centros mnemónicos” institucionales, espaciales y temporales de origen por emigración o por exilio; porque éstos fueron totalmente borrados o destruidos por vía de represión violenta en el curso de luchas pasadas por la identidad y la memoria; o porque fue alterada con el tiempo, por efecto del proceso de transformación social, la estructura originaria del grupo que permitía esa concertación o “diálogo plural” de memorias parciales entrecruzadas en que consiste la memoria colectiva.

Precisamente la alteración de la trama originaria de las formas de sociabilidad explica, según Roger Bastide, las “lagunas” y los “huecos” en la memoria colectiva de los negros de origen africano en el Brasil. En efecto,

los recuerdos africanos sólo se conservan allí donde, a pesar de la esclavitud (y, por ende, sobre todo en la población urbana de negros libres), el grupo africano ha podido reconstituirse en tanto que etnia africana. Los recuerdos se hallan de tal modo atrapados en la trama de la aldea africana y de los agrupamientos humanos, que sólo resucitan allí donde esa aldea o el agrupamiento humano correspondiente pueden ser restablecidos sobre sus bases antiguas. (187)

Por consiguiente,

la memoria colectiva es ciertamente una memoria de grupo, pero es la memoria de un escenario —es decir, de relaciones entre roles—, o también la memoria de una organización, de una articulación, de un sistema de relaciones entre individuos. Pues bien, son precisamente esas articulaciones y esas relaciones las que han sido destruidas por la esclavitud. (188)

Según Roger Bastide, los afrobrasileños siempre van a tratar de rellenar con elementos culturales del país receptor las lagunas de su memoria, mediante una operación de “bricolage” lévi–straussiano que constituye una de las formas del sincretismo. Lo que viene a ilustrar una vez más el poder constructivo de la memoria.

Pasemos a otro punto. Es de presumirse que la memoria colectiva va a funcionar de manera diferente en cuanto a sus modos de “archivación”, de transmisión y de reactivación, según que se trate de sociedades tradicionales marcadas por la tradición oral, o de sociedades modernas cuya cultura estriba fundamentalmente en la escritura y el texto. Y como no existe una cultura puramente escrita o puramente oral, habrá que distinguir todavía situaciones intermedias o mixtas, tanto en sentido transicional (v. gr., la situación cultural en la fase de transición de una sociedad tradicional a una moderna), como de interrelación y concomitancia (v. gr., la cultura simultáneamente oral y escrita de la clase obrera en la sociedad industrial moderna).

Entendemos aquí por tradición oral la que es propia de sociedades tradicionales o “estatutarias”, (189) en donde la respectiva visión del mundo se halla dominada por mitos fuertemente arraigados en las creencias colectivas, cuya articulación, depósito y transmisión se confían, por lo general, a una capa social calificada (sacerdotes, ancianos, trovadores, especialistas del rito).

La tradición oral implica el predominio de la objetivación espacial, iconográfica, ritual y gestual de la memoria; su reactivación permanente por medio de “portadores de memoria” socialmente reconocidos (ancianos, trovadores, “testigos” calificados); y su transmisión por comunicación de boca en boca y de generación en generación. El “archivo” de esta memoria está constituido por un conjunto de relatos orales, proverbios, máximas, poemas y cantos memorizados por los “portadores de memoria” socialmente reconocidos. De aquí la enorme importancia de los dispositivos mnemotécnicos en esta forma de cultura, como los gestos rítmicamente balanceados, el formulismo estereotipado, el paralelismo de los grupos rítmicos en los relatos y poemas, la preferencia casi universal del octosílabo como métrica de los cantos narrativos (por su correspondencia natural con el ritmo de la respiración), a lo que pueden añadirse los “estribillos” o ritornelos, el “cante” y “descante”, y, en fin, las asonancias y consonancias de los cantos populares. Antes que una función estética, todos estos elementos desempeñan una función esencialmente mnemotécnica, destinada a facilitar la memorización colectiva. (190) No vale la pena insistir sobre la tradición escrita, por ser la mejor conocida. Sólo diremos que corresponde a sociedades modernas, cuya visión del mundo suele ser de carácter preponderantemente ideológico, y cuya cultura se apoya fundamentalmente en la escritura en cuanto a su registro, fijación y transmisión. Aquí predominan fundamentalmente las formas institucionales, monumentales, audiovisuales, archivísticas y literarias de objetivación de la memoria, todo ello dentro de un espacio generalmente urbano. La “archivación” reúne, sistematiza y concentra documentos principalmente escritos, reelaborados por ciertos especialistas en forma de historia. La transmisión se basa en la escolarización generalizada, sin excluir otros modos más informales y difusos de comunicación y aprendizaje.

Históricamente pueden señalarse situaciones intermedias de transición, en donde el impreso, por ejemplo, se subordina a la oralidad fijando por escrito sus extensos textos (reflejos de largas veladas en una temporalidad distinta a la nuestra), para volverlos a lanzar a la circulación oral. En estos casos, el impreso suele reflejar las huellas de la situación de comunicación oral cara a cara (como el “permiso” para cantar, el pedido de atención a la concurrencia, el “saludo” de entrada y la “despedida” final en los corridos clásicos). En México, éste fue el caso, allá por la época de fin de siglo (XIX), cuando aparecieron las primeras imprentas populares que inundaron de hojas volantes los mercados y las ferias tradicionales del país. (191)

Como en la actualidad ya no existen sociedades tradicionales aisladas, en virtud de la multiplicación de los medios de comunicación, de la escolarización masiva y de la consiguiente copresencia de todas las culturas, tampoco puede existir una tradición oral “pura”, no contaminada por el impreso o la escritura. Por eso algunos investigadores prefieren hablar de “esfera de oralidad” cuando se refieren a los grupos tradicionales actualmente existentes. “Si bien es cierto que en el África ningún informante vive en un mundo de ‘tradición oral’ herméticamente cerrado —dice Terence Ranger— sin embargo muchos viven todavía en un medio ambiente llamado por Elizabeth Tonkin ‘esfera de la oralidad’ en contraposición a la ‘esfera de la escritura’”. (192)

La última tesis relativa al tema que nos ocupa puede formularse de esta manera: del mismo modo que la identidad social, la memoria colectiva es objeto y motivo de una enconada lucha de clases en el plano simbólico. Se trata de un aspecto particular de la lucha ideológica: aquél que se refiere a la apropiación del pasado.

Desde este punto de vista emerge una contraposición entre memoria oficial y memoria popular.

La memoria oficial es la memoria de la clase dominante que se organiza bajo la cobertura y la gestión del Estado. En efecto, a partir de las revoluciones burguesas el Estado ha asumido la formidable tarea de organizar y controlar el conjunto de la memoria social, definiendo selectivamente lo que merece recordarse y lo que debe pensarse acerca del pasado. A este fin se ha encaminado una serie de intervenciones escalonadas a lo largo de la historia, como la unificación de la lengua nacional (todos deben escuchar el mismo discurso), la imposición de un calendario oficial de fiestas cívicas, el monopolio de la investigación histórica, la selección de las figuras ilustres y de los héroes del panteón nacional, la distribución de monumentos y estatuas conmemorativas en el espacio urbano y, en fin, el control de los manuales escolares de historia.

Esta gigantesca empresa de organización y control ha implicado también la represión de los contenidos no asimilables ni recuperables de la memoria popular, mediante procedimientos como la imposición del silencio y del olvido, la cancelación de fechas recordatorias de levantamientos populares, o la destrucción pura y simple —o al menos la desfiguración deliberada— de los “centros mnemónicos” del pueblo. La historia de la destrucción, sustitución y posterior folklorización de los centros ceremoniales indígenas constituye un ejemplo paradigmático de esta forma de represión. Pero hay otros muchos, como éste, que es particularmente significativo: en 1871 la burguesía parisiense manda edificar en Montmartre, esto es, sobre la colina más elevada de París, una gran basílica rococó —el Sacré Coeur— “en expiación por los crímenes de la comuna”.

Frente a este formidable intento de anexión del pasado, las clases populares intentan mantener o liberar su memoria de mil maneras, oponiendo otros relatos, otra épica, otros cantos, otros espacios, otras fiestas, otras efemérides y otros nombres a los impuestos por las clases dominantes o por el poder estatal. En esta lucha desigual, las clases populares no siempre llevan la mejor parte. (193)

¿Pero qué es la memoria popular? ¿Y se la puede liberar devolviendo simplemente la palabra a “los de abajo”, como ha intentado hacerlo la “historia oral” británica, (194) el cine progresista latinoamericano con Rocha, Miguel Littin y Sanjinez? (195) Eso sería ignorar los complejos mecanismos de la hegemonía, que implica interpenetración cultural, compromisos y préstamos recíprocos. La memoria popular no se yergue frente a la oficial como un bloque frente a otro bloque, al margen de esa “compleja circulación de memorias que implica la búsqueda de la hegemonía.” (196)

Cuando se habla de recuperar la memoria, hay que saber lo que se pretende decir con ello. Por un lado, la memoria de la lucha se pierde o se gana en el mismo tiempo de la lucha y es una cuestión de política presente. Pero cuando la cultura de los de abajo ha sido objeto, no de simple ocultamiento, sino de un doble proceso de destrucción y de reinscripción, entonces se pretende en vano recuperar la memoria popular. Se corre el riesgo de no hacer otra cosa sino ilustrar la última reinscripción. Sólo se puede disponer de jirones de la historia de los de abajo y de sus leyendas, con los que habría que expresar algo nuevo. El problema no es de restitución sino de producción [...] (197)

Por otra parte, no siempre resulta claro qué es lo que debe considerarse como memoria genuinamente popular. En el caso de la memoria obrera, por ejemplo, pueden distinguirse múltiples memorias: la memoria oficial del movimiento obrero y de sus sindicatos (que según Jacques Rancière es frecuentemente hagiográfica y legendaria); la memoria de los militantes (muchas veces contaminada por los vicios propios de la autobiografía); la memoria de la base obrera, más ligada a la vida cotidiana que a las luchas sindicales. También se puede hablar de una memoria popular reconstruida en y por las luchas presentes (“etnología autóctona” en el cine progresista latinoamericano); de una “memoria salvaje” de todos los marginalismos, que recoge el pasado de rebeliones ciegas, espontáneas y sin proyecto político (Glucksmann); de una memoria popular taxonómica o etnológica (museos de tradiciones populares, reconstrucción del pasado por etnólogos y antropólogos); y, en fin, de una memoria étnica, campesino/pueblerina, romántico/paseísta, etcétera. Todo lo cual revela tanto la importancia como la dificultad que presenta el análisis de ese fenómeno estratificado, contradictorio y complejo que llamamos memoria popular.

Del conjunto de nuestra exposición se desprende una especie de esquema analítico que distingue tres grandes modalidades de la memoria colectiva: la memoria oficial, la memoria histórica (dependiente de la historia como disciplina científica), y la memoria popular, que debe interpretarse como concepto colectivo que encierra una enorme variedad de manifestaciones, como acabamos de ver.

Estas tres modalidades de memoria pueden superponerse, interpenetrarse o intersecarse en mayor o menor grado, rematando en una configuración cultural extremadamente conflictiva y tensional.

144- Cf. Pierre Bourdieu, La distinción, op. cit., p. 170. “En general, el problema de la identidad sólo surge allí donde aparece la diferencia. Nadie tiene necesidad de afirmarse a sí mismo frente al otro, y esta afirmación de la identidad es, antes que nada, una autodefensa, porque la diferencia aparece siempre, y en primera instancia, como una amenaza.” Selim Abou, L’identité culturelle, Éditions Anthropos, París, 1981, p. 31.

145- Cf. A.J. Greimas, J. Courtès, Sémiotique, Hachette Université, París, 1979, p. 178. (Hay traducción al español.) Según Max Weber, “la homogeneización interior ocurre con la diferenciación respecto al exterior”. Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 1944, p. 317. Véase también al respecto: Claude Lévi–Strauss, L’identité, Grasset, París, 1977, passim, particularmente pp. 9–23; 287–303; 317–332. Finalmente, Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, vol. II, Editorial Taurus, Madrid, (1979) 1987, pp. 139–154.

146- R. Fossaert, Les structures ideologiques, op. cit p. 293 y ss.

147- Sobre el nombre propio como “operador de destotalización” y sobre el sistema de correspondencia entre toponimia y onomástica, véase, Françoise Zonabend, “Pourquoi nommer?”, en Seminario dirigido por Claude Lévi–Strauss, L’identité, op. cit., pp. 257–286.

En el caso límite, todo puede convertirse en símbolo o emblema de una identidad. Según una encuesta realizada por la revista femenina Marie Claire, (núm. 366, febrero de 1983), los franceses evocan su identidad nacional a través de los siguientes símbolos o emblemas: el gallo galés (le coq gaulois), el metro de París, Edith Piaf, Brigitte Bardot, el cricket (encendedor francés no recargable), los techos de pizarra de París, el camembert, la catedral de Chartres, la 2 CV, la cofia bretona, el bistec con papas fritas, la guía Michelin, la pequeña terraza de café, la moda elegante de Saint Laurent, la champaña, el campanario de las aldeas, la Marsellesa, la pequeña plaza de las aldeas meridionales, el birrete marinero, la torre Eiffel, los castillos de la Loira, los paisajes nativos (c’est la douce France), el caballo percherón, la petanca, los “cuernitos” (croissants), el Bar Lipp (Brasserie Lip) en Saint German des Prés, Saint Tropez, los Campos Elíseos, Mansart (o la arquitectura francesa en su apogeo), el perfume Chanel número ٥, la editorial Gallimard, los cigarrillos Gauloises Bleues, la ruta departamental, el armario normando, la pintura impresionista, el Mont Saint Michel, el Seguro Social (“el más generoso del mundo”), la vinagreta, el kir, el agua mineral Perrier, el cocodrilo Lacoste, la panadería del barrio, etcétera.

148- Max Weber, op. cit., p. 321.

149- Pierre Bourdieu, “L’identité et la représentation”, en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, núm. 35, noviembre de 1980, p. 66.

150- Ibid., p. 67. La teoría de los performativos o “lenguaje–acción” ha sido elaborada por Austin, en su How to Do Things with Words, Oxford University Press, 1962. (Hay traducción al español.) Véase una crítica de esta teoría, desde la perspectiva de la sociología de Bourdieu, en Michel de Fornel, “Legitimité et actes de langage”, Actes de la Recherche en Sciences Sociales, núm. 46, marzo de 1983, pp. 31–38.

151- Max Weber, op. cit., p. 317.

152- Edgar Morin, La méthode. 2 La vie de la vie, Éditions du Seuil, París 1980, pp. 269–270. Estas consideraciones explican en parte la enorme fuerza movilizadora de todo lo tocante a la identidad.

153- Max Weber, op. cit., p. 321.

154- Amalia Signorelli, “Cultura popolare e modernizzazione”, loc. cit., p. 75.

155- Bourdieu, “L’identité et la représentation”, loc. cit., p. 67.

156- Ibid.

157- R. Fossaert, Les structures idéologiques, op. cit., p. 294 y ss.

158- R. Fossaert, op. cit., p. 294.

159- Régine Robin, Le cheval blanc de Lénine, Éditions Complexe, Coll., Dialectiques, París 1979, p. 104.

160- Cf. Henri Desroche, Sociologie de l’espérance, Calmann–Lévy, París 1973, p. 211.

161- El concepto de “ideación colectiva”, que se encuentra en estado latente en la obra de Durkheim, ha sido explicitado por éste en su Sociologie et Philosophie, PUF, París, 1953, p. 45. Henri Desroche desarrolla el contenido de este concepto en su libro arriba citado, pp. 27–31.

162- Henri Desroche, op. cit., p. 211.

163- Max Weber, op. cit., p. 319.

164- “El grupo étnico es aquel que a partir de las semejanzas más variadas entre sus miembros cree en la descendencia de antepasados comunes y se delimita respecto a los demás grupos en virtud de la representación de un vínculo de sangre. El léxico de la etnicidad refleja la gramática de la familia porque el cemento que une al grupo está constituido por la convicción de un origen común” (Dimitri D’Andrea, “Le ragioni dell’etnicità tra globalizzazione e declino della politica”, en Furio Cerutti y Dimitri D’Andrea, Identità e conflitti, Franco Angeli, Milán, 2000, p. 85)

165- Henri Desroche, op. cit., pp. 225–226.

166- H. Bergson, Matière et mémoire, PUF, París, 1896.

167- Véase, Daniel Bertaux e Isabelle Bertaux–Wiame, “Autobiographische Erinnerungen und kollektives Gedächtnis”, en la obra colectiva Lebenserfahrung und kollektives Gedächtnis. Die Praxis derOral History”, editada por Lutz Niethammer, Syndicat, Francfort del Meno, 1980, p. 113 y ss. (Se trata de una importante ponencia presentada por los autores en el coloquio “Memoria Colectiva de los Trabajadores”, realizado en Le Creusot, Loire, Francia, en octubre de 1977. No ha sido posible localizar el original francés del documento).

168- Maurice Halbwachs, La mémoire collective, PUF, París 1968, p. 75.

169- Ibid.

170- Roger Bastide, “Mémoire collective et sociologie du bricolage”, en L’Année Sociologique, 1970 p. 94.

171- Y. Lequin, J. Métral, “A la recherche d’une mémoire collective: les metallurgistes retraités de Givors”, en Annales–Économies. Societés, Civilisations, núm. 1, enero–febrero de 1980, p. 160.

172- Roger Bastide, Les religions africaines du Brésil, PUF, París, 1960, p. 342. (Hay traducción al español.)

173- Lequin y Métral, loc. cit., p. 162.

174- Ibid., p. 167.

175- Roger Bastide, “Mémoire collective et sociologie du bricolage”, art. cit. p. 82.

176- Terence Ranger, “Persönliche Erinnerung und Volkserfahrung in Ost–Afrika”, en Lebenserfahrung und kollektives Gedächtnis, op. cit., p. 104.

177- M. Halbwachs, La topographie légendaire des Évangiles en Terre Sainte. Étude de mémoire collective, PUF, París, 1941, p. 9.

178- Ibid., p. 190.

179- Bastide, “Mémoire collective et sociologie du bricolage”, art. cit., p. 79.

180- M. Halbwachs, La topographie..., op. cit., p. 129.

181- Bastide, “Mémoire collective...”, art. cit., pp 86–87.

182- Bastide, Les réligions africaines du Brésil, op cit,. p. 335.

183- Ibid., p. 336.

184- Cf. René Lourau, L’analyse institutionnelle, Les Éditions de Minuit, París 1970, p. 128 y ss.

185- D. Bertaux y Bertaux Wiame, “Autobiographische Erinnerungen...”, art. cit. pp. 115–116.

186- Ibid., p. 116.

187- Bastide, “Mémoire collective...”, art. cit., p.85.

188- Ibid., pp. 92–93. “En el caso de las religiones afrobrasileñas, el olvido se ha debido menos al cambio del entorno social, a la necesaria adaptación de un grupo a las nuevas condiciones de vida o a la acción del tiempo que todo lo destruye, que a la imposibilidad de reencontrar en el Brasil, en un mismo lugar, a todos los actores complementarios. Ciertamente, éstos van a tratar de reconstituir el conjunto ceremonial de su país de origen; y como todo actor tiene necesidad de conocer también los parlamentos de sus compañeros para decir su monólogo en el momento requerido, estos esclavos negros han llegado a reencontrar en cierta medida y por esta misma vía, trozos completos, pero no siempre la totalidad del escenario primitivo”, p. 93.

189- Ronald J. Grele, “Methodologische und Theoretische Probleme der Oral History”, en Lebenserfahrung und kollektives Gedächtnis...”, op. cit., p. 153.

190- Sobre la mnemotécnica y la preocupación pedagógica como principios de composición del texto oral, véase el libro clásico de Marcel Jousse, L’anthropologie du geste, Gallimard, París, 1974, particularmente pp. 203–285, y 337 y ss.

191- Véase Catherine Héau, “El corrido y las luchas sociales en México”, en Comunicación y cultura, núm. 12, 1984, pp. 69–70. (Este trabajo ha sido retomado y ampliamente desarrollado posteriormente en su libro Así cantaban la Revolución, Editorial Grijalbo, México, 1991.)

192- Terence Ranger, loc. cit., p. 96. Véase también, Paul Zumthor, Introduction à la poesie orale, Éditions du Seuil, París, 1983, pp. 36–38.

193- Refiriéndose al ocultamiento o subestimación de las luchas milicianas de la resistencia francesa por parte de cierto tipo de películas históricas (cine retro) que se proponían revisar la historia de la invasión alemana en Francia, escribía Michel Foucault en 1974: “[...], hay aquí un verdadero combate. ¿Y qué es lo que se halla en juego? Es lo que grosso modo podría llamarse memoria popular. Es absolutamente cierto que la gente, —quiero decir aquellos que no tienen derecho a la escritura, a hacer sus propios libros, a redactar su propia historia—, esta gente tiene de todos modos una manera de registrar la historia, de recordarla y de utilizarla. Hasta cierto punto esta historia popular era más viva y estaba más claramente formulada todavía en el siglo XIX, cuando existía, por ejemplo, toda una tradición de luchas que se traducían ya sea oralmente, ya sea por medio de textos, de canciones, etcétera. Pero ahora se ha montado toda una serie de aparatos (la ‘literatura popular’ barata, pero también la enseñanza escolar) para bloquear este movimiento de la memoria popular, y puede decirse que el éxito de esta empresa ha sido relativamente grande. El saber histórico que la clase obrera tenía de sí misma no deja de achicarse. Cuando se piensa, por ejemplo, en lo que sabían de su propia historia los obreros de fines del siglo XIX, respecto de la tradición sindical, en el sentido fuerte del término tradición, se descubre que era formidable. Esa memoria no ha dejado de disminuir. Ciertamente disminuye pero no se ha perdido del todo. Ahora ya no basta la literatura barata. Hay otros medios más eficaces, como la televisión y el cine. Y yo creo que con estos medios se trata de recodificar la memoria popular que existe, pero que no tiene ningún medio a través del cual formularse. Entonces se muestra a la gente no lo que realmente fueron sino lo que es necesario que piensen que fueron. Y como de todos modos la memoria es un gran factor de lucha (en efecto, las luchas se desarrollan siempre en una especie de dinámica consciente de la historia), si se domina la memoria de la gente, se domina su dinamismo. Y se domina también su experiencia y su saber acerca de las luchas del pasado. Es necesario no saber más lo que fue la resistencia”. (Entrevista en Les Cahiers du Cinéma, núms. 251–252, 1974, p. 7.)

194- Véase, entre otros, Paul Thompson, The Voice of the Vast, Oxford University Press, Oxford, 1978.

195- Según Régine Robin, estos cineastas latinoamericanos fueron quienes más avanzaron en la idea de “devolver la palabra al pueblo” a través del cine, oponiendo al cine de Hollywood un “cine de memoria popular” convertido en arma ideológica, pero sin detrimento de la estética.

196- Régine Robin, Le cheval blanc de Lénine, op. cit., pp. 127–128.

197- Citado por Régine Robin, op. cit., p. 128.

Teoría y análisis de la cultura

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