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VIII

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Todo iba bien entre ellos, o relativamente bien, hasta ese día en el que ella tuvo la Epifanía; coincidentemente un 6 de enero.

Ocurrió cuando hacía la compra en el supermercado mientras consultaba en la app Vivino el puntaje asignado a un Chardonnay, el tipo de vino para maridar con la langosta en salsa de mantequilla que iba a preparar esa noche. Celebraban la fiesta de la Bajada de los Reyes cada año en homenaje a sus abuelos, los de él. «L’Epifania tutte le feste porta via». Y aunque le decía que nada significaba para él, cada 6 de enero ella preparaba una cena especial en memoria de una tradición que le era ajena. La fiesta de la Epifanía, la verdad sea dicha, no era más que un pretexto para comer y beber. Eso pensaba, hasta ese día: el de la verdadera Epifanía. Fue una iluminación súbita: de pronto le fue revelada la falta que le impedía ser feliz. ¿Cuál falta?, dijo él. ¿No es, como dices, que somos felices juntos porque cuidamos nuestra relación y la perfeccionamos basados en el respeto mutuo, la confianza, la transparencia y el diálogo? Sí, pero me falta un hijo; nos falta, se corrigió. Así de simple. Necesitaba prodigar el amor maternal a un ser humano nacido de sus entrañas. Era otro amor, distinto del que sentía hacia el perro o hacia a su arte, explicó. Distinto incluso del gran amor que es nuestro amor. Pero la maternidad no vivida me está cobrando la factura, sonrió melancólica; aunque aliviada. Eso fue lo que le contó mientras guardaba las botellas de vino en la cava. Él siempre había dudado de esas revelaciones; pero si cree que un hijo la hará sentirse completa, o sea, feliz, bienvenido hijo nuestro; vamos a por ti. Tienes razón, querida. Yo también quiero un hijo, ahora me doy cuenta. Ahora, gracias a ti, reconozco la falta.

Durante varios meses tuvieron relaciones ciertos días que ella indicaba después de medirse la temperatura y consultar complicadas estadísticas. Se quedaba horas con las piernas levantadas, dejó de beber y le pidió a él que tampoco bebiera mientras esperaban el día de la fecundación.

Tras largos exámenes y pruebas, el ginecólogo les informó: El recuento de sus espermatozoides es muy bajo y lenta la motilidad, los óvulos de la señora están envejecidos; no podrá ser madre genética. Y les recomendó optar por la tecnología asistida. No será fácil, ¿están seguros de que quieren intentarlo? Sí, estamos.

Luego de la primera fecundación in vitro, de la segunda y de la tercera, hubo una última cita: hemos fracasado. No podrán ser padres ni genéticos ni biológicos. Solo les queda un camino para lograr su anhelo de fundar una familia: la adopción. Muchos niños abandonados necesitan un hogar. Piénsenlo.

Esa noche, en la casa, él descorchó un vino que había guardado para una ocasión especial. Se sentía aliviado, todo volvería a ser como siempre. Cuando le ofreció la copa para brindar, ella dijo que no tenía ganas; tomaría un té caliente con limón acompañando la cena. Permanecieron en silencio. Después de beber más de media botella, él dijo: Si quieres adoptar, adoptaremos. Ella bostezó, se levantó del sillón y dijo que dormiría en el cuarto de huéspedes.

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