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Ha hecho que ella se siente sobre sus piernas. La besa, le acaricia las tetas, le mete la lengua casi hasta el fondo de la garganta. El pene erecto, erectísimo entre sus muslos pugnando por entrar. Él jadea. Ella aspira e inspira como acompañándolo, hasta que de un salto se deshace del abrazo. Pero no se aleja huyendo, apenas se separa medio metro para quedar frente a frente. Él disimula el desconcierto. ¿Por qué justo cuando la estábamos pasando tan bien? Porque quiero que contemples mi belleza, parece decir ella, ahí frente a él, mostrándole la esbeltez de su cuerpo y de su juventud mientras recoge y acomoda su largo y lacio y rubio pelo, mientras sus labios dicen: «Te amo» sin sonido; mientras mueve sus caderas discretamente como si bailara un suave son o la danza de los siete velos; mientras sus ojos sonríen maliciosos. Se sabe admirada y deseada; los ojos de él, las manos de él quieren alcanzarla: ven aquí. Nada en este mundo me importa más que tú. Nada. Y ella: la Elegida, la Deseada.

Y de pronto una llamada y las manos y los ojos y el pene erecto vuelven a su lugar. Olvidado él de ella, de su hermosura y de su deseo. ¿En serio? ¿Nos seleccionaron? ¿Y nos van a pagar? ¿Pasaje, viáticos, honorarios? Puta, ¿a mí y al productor? ¿Y cuándo partimos?

Ella, lejos de la mirada de él se va volviendo cada vez más chiquita. Y piensa en el fin del mundo, en la muerte irremediable, en la vejez, en la casa de Matusalén.

Matusalén

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