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LA CAÍDA DE LUCIFER

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La “caída de Lucifer” fue para mí el enigma a partir del cual el problema de las relaciones entre lo visible y lo creíble en su conjunto se fue poniendo de manifiesto. Lucifer, o Fósforo, es el dios “portador de la luz”, el dios de las mitologías griega y romana encargado de abrir la puerta cada mañana a la diosa Eos. ¿Por qué motivo el dios de la luz, de lo visible y de las verdades evidentes (en las mitologías griega y latina) fue confundido, una vez invertida su axiología, a partir de la Edad Media con Satanás (en hebreo “el adversario”) y con el Diablo (en griego “el calumniador”)?

¿Por qué se convirtió en el máximo representante de los demonios portadores de la mentira y de la falsedad, en el prototipo de ángel de las tinieblas, en ocasiones disfrazado de ángel de la luz? Por supuesto, la simbología cristiana se prestaba a este tipo de inversión; pero esta misma simbología ya estaba presente en las mitologías griega y latina, en las que era asociada al saber y a la verdad, aunque no apareciera tan claramente relacionada con el bien y el mal, como en el cristianismo. La inversión, si es que existe, afectaría el conjunto de la dimensión cognitiva y fiduciaria, puesto que también el conocimiento, sobre todo para Adán y Eva, mal aconsejados por Satanás, se vio afectado por esta inversión cultural. No puedo dar una respuesta histórica ni tampoco muy precisa sobre este tema por el momento; sin embargo, intuitivamente, un cierto número de hechos y de atributos permiten formular dos hipótesis generales.

La primera se refiere a las relaciones generales entre ver y creer. En el caso del Lucifer griego y latino, la extensión de la visión y la intensidad de la creencia se encuentran en correlación directa y convergente: la verdad se manifiesta en forma evidente ante los ojos del que se dispone a creer.

Por el contrario, en el Satanás-Lucifer de los cristianos, la correlación se invierte: no se debe creer lo que se ve que puede resultar engañoso; lo evidente no puede ser más que obra del ángel de la mentira; el conocimiento, una trampa que este ángel habría tendido a nuestra curiosidad; de manera global, para la Biblia, sólo Dios es Luz y Verdad y hay que creer primero para, eventualmente, ver después. En resumen, la percepción visual no puede ser el fundamento de la creencia, sino todo lo contrario: cuanto menos se ve, más firmemente se cree.

La segunda hipótesis se refiere a las relaciones entre la percepción visual, la argumentación, el hacer persuasivo y el hacer interpretativo. Satanás, “adversario” o “calumniador”, representa siempre en el Antiguo Testamento, y especialmente en el Libro de Job, el papel de acusador, de “abogado del Diablo”: situado a la derecha de Job, el acusado, Satanás pone en duda la evidencia de la fe de éste, y deja sospechar que bajo esta fe se esconden otros intereses1; Dios acepta entonces que Satanás ponga a prueba a Job, quitándole poco a poco todo lo que podría inducirle a creer por interés: bienes materiales, salud, etc... Así pues, mostrar la fe de Job es separarlo primero de todos los objetos que demuestran para él la existencia de la benevolencia divina, para, en cierto sentido, aislar un creer puramente interactancial, una pura confianza.

El propio Job, a lo largo de una extensa conversación con sus amigos, intenta comprender el sentido de las pruebas a las que se ve sometido, de lo que puede ver y constatar: en su intervención final, Dios le reprochará el haber querido ocupar su lugar al querer enjuiciar el misterioso problema del mal. Y para ello empieza recordándole detenidamente quién es el Señor de la Luz: “¿Has mandado una vez en tu vida, a la mañana, has asignado a la aurora su lugar...?”2.

Se trata pues, en primer lugar, de una cuestión de actantes: a Dios le corresponde ser el garante de la verdad, al hombre creer sin ver, a Satanás seguir persuadiendo mediante pruebas, hechos y cosas visibles. Lucifer se había transformado en Satanás al seguir simplemente siendo él mismo en un universo epistemológico que se habría transformado por completo: siendo dios o ángel de la luz, de lo visible y de lo evidente, sólo podía convertirse en “adversario”, en un oponente fiduciario dentro de un universo gobernado por la confianza intersubjetiva.

De hecho, se dice que Lucifer se convirtió en Satanás por orgullo: el orgullo será pues la pasión directiva de la búsqueda autónoma de las evidencias, es decir la pasión que emana del dispositivo modal en el que el ver y el creer se encuentran en correlación convergente, y en el que el individuo se esfuerza, por así decirlo, por creer sin Dios; una pasión en cuyas redes Job estuvo a punto de caer. Finalmente, Job concluye su conversación con Dios de este modo:

Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro. (Escucha, deja que yo hable: voy a interrogarte y tú me instruirás). Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza3.

Lo visible recupera, pues, todos sus derechos, pero después de la prueba fiduciaria; se trata, entonces, del reconocimiento visual del destinator y no de la búsqueda visual de las evidencias: entre ambos se encuentra la fe, cuyo régimen de creencia ha sido transformado gracias a la retórica de Satanás.

La hipótesis general que se esconde bajo el enigma de la caída de Lucifer sería la siguiente: estaríamos frente a dos tipos de correlación diferente entre el ver y el creer: una, directa y convergente, conduce a la evidencia; la otra, indirecta y divergente, conduce a la confianza. Cada una de estas correlaciones fundamenta un régimen de creencia, y actualiza un universo axiológico a la par que virtualiza y desvaloriza el otro régimen. Como en todo universo axiológico, sea cual fuere, el discurso tiene siempre la capacidad de presentar mediante los efectos de “punto de vista” el régimen excluido dentro del régimen admitido; la cuestión sería: ¿cómo aparece caracterizado el régimen B desde el punto de vista del régimen A y viceversa?

Desde el punto de vista del régimen de la evidencia, la confianza está basada únicamente en las palabras, como por ejemplo el “oír hablar” evocado por Job; por esto puede levantar sospechas y se considera, en cierto modo, como mera estrategia de una argumentación falaz. Pero, al mismo tiempo, condenar el régimen de la confianza equivale a reconocer parcialmente su eficiencia: la argumentación es falaz, sí, pero por eso mismo es eficaz; Satanás es por supuesto un calumniador, pero Dios admite la verosimilitud de sus acusaciones. Desde el punto de vista del régimen de la confianza, el de la evidencia visible conduce a la mentira y, sobre todo, al orgullo a través del cual el sujeto pretende igualarse con su destinador; en cambio, la confianza en Dios implica la existencia de una humildad previa: éste es el sentido de la lección dada por Job. Pero, además, desde el punto de vista de la confianza, la creencia en los objetos debe ser reconsiderada: cuando Satanás-Lucifer se esfuerza por reducir la relación intersubjetiva de la confianza a simple interés por los objetos concretos y visibles, obliga a sus interlocutores a reconocer, desde el interior del otro régimen, el poder del “interés” y la eficiencia que caracteriza la presencia visible de los objetos: sin renunciar al régimen que representa, Dios acepta este punto de vista, puesto que deja que Satanás ponga a prueba a Job. Por supuesto, al final será el régimen de la confianza el que triunfe.

En resumen, Satanás-Lucifer juega un papel doble: como Lucifer, representa el punto de vista de la evidencia y trata al régimen de la confianza de régimen de la eficacia pragmática del lenguaje; como Satanás, adopta el punto de vista de la confianza, y pone, por así decirlo, “en evidencia” el interés que despierta lo visible.

En cierta medida, la retórica nace en la encrucijada entre los dos regímenes: se trata de producir, a través de la eficacia pragmática del discurso, objetos de lenguaje que susciten el “interés” del receptor, es decir, de conjugar la eficiencia de la palabra y el interés producido por los objetos sensibles. Lucifer-Satanás, ¿demonio de la retórica? Exactamente así consideraban Sócrates y Platón a los sofistas.

Así pues, según esta primera etapa de exploración, la correlación convergente entre ver y creer se basaría en una creencia autodestinada, en un mano a mano orgulloso entre el sujeto y sus objetos de valor; se trata de “creer en algo” (en francés croire à quelque chose). La correlación divergente, por el contrario, descansa sobre una creencia heterodestinada, sobre la humildad de un mano a mano entre el sujeto y su Destinator; se trata en este caso de “creer en alguien” (en francés croire en quelqu’un). Analizaré ahora, de forma paralela, dos tipos de discurso en los que las figuras del “ver para creer” y del “creer sin ver”, al igual que las del “oír hablar” y las de la confianza, se imponen epistemológicamente: el discurso de la historia y el discurso del psicoanálisis; ambos me parecen sufrir del síndrome de Lucifer, y buscar el remedio de Job.

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