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SUMMER

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(1 de junio de 2003)

Ahí estaban de nuevo, discutiendo sin importarles si ella los escuchaba o no. Tal vez creían que la casa era tan grande que, pese alzar la voz, los gritos no llegaban hasta Summer. Pero se equivocaban. Ella los oía siempre y se enteraba de cada palabra. No se perdía ni una.

Ese día no era distinto. Esa vez, sin embargo, sí se atrevió a salir de la cama y a bajar la escalera de mármol. Quería que supieran que no eran discretos, pero se quedó sin aliento y paralizada cuando su madre dijo:

—¿Quieres que me lleve a Summer?

Summer se escondió tras la pared con el corazón latiéndole con fuerza. La idea de hacerse de notar y pedir unos padres normales y tranquilos como sus amigas de clase se desvaneció. El arrojo que había ido alimentando tras bajar de la cama se esfumó mientras el miedo se agarraba a su garganta.

Su madre nunca había amenazado a su padre con algo así. Últimamente se peleaban por una cosa que se llama cocaína. Summer no sabía qué era eso, pero nunca lo había creído importante... hasta ese momento. Si su madre decía que quería llevarse a Summer lejos de su padre, es que las cosas se ponían muy feas y que su paciencia estaba llegando al límite.

Summer no entendía por qué. Sus padres se querían. Se veían poco porque papá nunca estaba, pero siempre se les veía tan sonrientes y cariñosos cuando estaban juntos. ¿Cómo podía esa tal cocaína romper ese afecto tan fuerte? Era amor. Se suponía que el amor no se acababa. Mamá siempre decía que la amaría por siempre. ¿Era distinto con su esposo?

—¿Qué dices, mujer? —Su padre había tardado varios segundos en reaccionar.

—Ya me has oído. No puedo con esto. Has cambiado mucho.

—Soy el mismo hombre con el que te casaste hace catorce años.

—¡No! —Summer notó el dolor de su madre en sus propias carnes, algo que ningún chiquillo de diez años debería sentir—. Ya casi no estás en casa porque prefieres a tus amigos... y sé que tienes amantes —la voz de su madre pasó de la rabia a la pena y Summer quiso llorar. Nunca la había escuchado con ese tono tan afligido—. Cuando estás con nosotras, vas colocado o te comportas como un energúmeno porque tienes el mono.

Summer pensó en su padre. Llevaba dos semanas en casa. Había regresado de una última gira que lo había mantenido lejos de allí por siete meses; en ese tiempo apenas se habían visto tres días. Desde su vuelta, no pasaba tiempo con ellas y, cuando estaba, hablaba mal, escupía en el césped e incluso había roto dos vasos porque los había tirado al suelo adrede al ver algo que no le había gustado. Summer había tenido miedo en un par de ocasiones. Porque su padre no era así. Siempre se comportaba con ternura y amor infinito, nunca rezongaba.

Summer notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Su madre tenía razón. Ya no era el mismo. Era una sombra, un espectro. Y Summer no quería aceptarlo porque entonces sería admitir que su padre estaba desvaneciéndose para convertirse en un desconocido.

—Cariño, paso muchos meses lejos de casa y estoy solo. Soy débil.

—¡No me vengas por ahí, Gary Donovan! —Gritó la mujer—. ¿Crees que yo no paso sola el tiempo que no estás? ¿Que no deseo sentirme mujer y me dan ganas de engañarte? Pero me mantengo firme porque te quiero. Y ya no puedo más. ¿Me oyes?

Quien sí la estaba escuchando era Summer. Empezaba a inquietarse. Apenas entendía el mundo de los mayores porque siempre había estado pendiente de sus libros y videojuegos, viviendo en una burbuja, aislada a todo menos a la música que su padre creaba.

—O te internas en un centro y tratas tu adicción, o pediré el divorcio y la custodia de Summer.

Un estremecimiento cruzó su espalda. El concepto de divorcio y custodia los conocía. Los padres de su amigo Kirk se habían divorciado hacía dos años y su padre había ganado la custodia en un juicio, por lo que su compañero de pupitre apenas veía a su madre.

Algo se rompió y su madre maldijo porque su marido no podía controlarse e iba rompiendo jarrones.

Summer, aterrada de que la descubrieran espiándolos y la ira de su padre se acentuase, corrió descalza hasta su dormitorio; subió los escalones de dos en dos. Ni cerrando la puerta se libró de la nueva tanda de gritos que se lanzaban sus progenitores. Se tapó los oídos y pidió que alguien los mandase callar. No funcionó.

Llorando, preguntándose por qué los adultos eran tan complicados y deseando no crecer jamás, cogió una libreta promocional de su padre y empezó a garabatear lo que le pasaba por la mente. Eran frases que explicaban de forma torpe, pero abreviada, lo que estaba bullendo en su pecho. Toda la rabia, pena y pánico que se cocinaban en su alma pronto se plasmó en aquellas hojas.

Summer necesitaría muchas libretas más y varios años sobre sus hombros para darse cuenta de que aquello no era una especie de desahogo: era arte. Estaba componiendo sus primeras canciones. Serían un desastre y nunca saldrían a la luz, pero eran borradores de las definitivas que la catapultarían aún más lejos de lo que Gary Donovan había llegado en décadas.

El verano en que nos enamoramos

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