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ZANE

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(6 de octubre de 2008)

Seis meses. A su hermano Daniel le habían bastado seis meses para enamorarse tras su llegada a Barcelona. Se había enamorado hasta las trancas, hasta lo más profundo de su ser, hasta el punto de querer casarse.

Zane observó de nuevo la invitación que iba a su nombre, mientras la hacía girar entre sus dedos. Tenía seis meses más para comprar un billete y presentarse en España y estar en la boda. Sabía que tenía ahorros suficientes como para irse dos semanas al otro lado del Atlántico, pero siendo honesto consigo mismo, no tenía muchas ganas de ir. Y excusas le sobraban. Por ejemplo: se había quedado solo, con sus padres, cuidando de la casa que recibía huéspedes desde los años cincuenta y aquello absorbía todo su tiempo. No dejaba mucho dinero, tan solo la satisfacción de compartir el día a día y dar un lugar agradable donde estar a las personas que querían estar en Alabama una temporada.

Ese era el negocio de los White, alquilar los dormitorios y preparar almuerzos, comidas y cenas. Y él lo hacía con el mismo orgullo que sus padres.

Dejó el sobre de color malva en un rincón de la cómoda que tenía junto a la cama. Se sentó en el borde y siguió mirándolo con fijeza. Se preguntó si Daniel pensaba en su familia a menudo, si había sido capaz de olvidarles a todos en cuestión de semanas. Porque para Zane la sangre era muy importante.

No olvidaba a Daniel ni a Sky, los llevaba grabados en la piel y mucho más allá. Estar lejos de ellos le provocaba una sensación de soledad brutal que ningún chaval de diecinueve años podría explicar, porque no estaba listo para ello.

Así que bajó a la cocina para hablar con Luanne. Ella y su hija Stephie eran las únicas confidentes que le quedaban en casa. Se había quedado sin amigos, pues todos se habían largado a la universidad y Zane se había quedado en el pueblo, trabajando en vez de estudiando.

Luanne le recibió con un agradable olor de tarta de cerezas como postre para la hora de la comida. Luanne no era la cocinera llevaba allí más de treinta años. Había visto como sus padres se enamoraban, había sido testigo de los tres embarazos y sus tres partos. Había ayudado a criar a los tres varones White como si fueran suyos y todos la consideraban como una más de la familia. Era una tía, más bien. Y Stephie era como una prima, o una hermana; Zane no lo sabía con claridad, solo sabía que era su mejor amiga y que estaba allí para lo bueno y para lo malo, de forma incondicional.

—¿A ti también te ha llegado la invitación? —Le preguntó Luanne cuando lo vio aparecer. Supuso que se le notaba en la expresión que estaba pensativo.

—Sí. ¿Mamá la ha visto?

—No todavía —la mujer señaló con la barbilla el sobre que había junto al jarrón de girasoles.

Siempre había flores en el extremo de la encimera para darle un toque de color a aquella cocina blanca, que parecía estancada en los años setenta. Su madre se negaba a reformarla. Decía que aquel estilo antiguo, incluso hippie, tenía su encanto y formaba parte de la casa. Como si los huéspedes entrasen allí y pudieran enamorarse de aquellas cortinas con mazorcas, de aquellos tiradores gastados y los fogones de color caqui.

—No sé cómo sentirme al respecto —suspiró Zane—. Tengo la sensación de que Daniel ha traicionado a todos marchándose y teniendo su vida lejos de aquí.

—Ya sabías que tu hermano se iba a ir para no volver —Luanne hablaba con mucha paciencia, con mucha calma—. Odiaba este sitio. Su intención siempre fue marcharse a Europa y quedarse. Tiene derecho a encontrar el amor y formar una familia en su nuevo hogar, ¿no te parece?

Luanne era la persona más cuerda que Zane jamás hubiera conocido. Siempre pensaba las cosas mil veces antes de hablar; cuando decía algo, lo hacía con conocimiento de causa. Casi siempre tenía razón. Era una persona tan sabia, que los antiguos griegos la hubieran tenido en un altar de haberla escuchado.

—Tienes razón, lo sé. Pero mi cabeza lucha con mi corazón.

—¿Tu cabeza lucha con tu corazón? —la hija de Luanne entró por la puerta trasera en esos momentos, cargada con dos bolsas de la compra. Aunque no trabajaba en la casa, Stephie siempre echaba una mano a su madre cuando podía. Esa mañana la tenía libre, así que había pasado por allí para ayudarla. Había hecho la compra y ahora la ayudaría a preparar la comida. Tocaba pollo asado con crema de calabazas, todo un clásico en casa de los White. Su mejor amiga se acercó—. ¿Qué es esto? —Se lo quitó de las manos y Zane puso los ojos en blanco.

Steph no se parecía en nada a su madre. Lo que una tenía de sosegada, la otra lo tenía de alocada. Era impulsiva, ruidosa, graciosa y nunca se tomaba la vida en serio.

—¡Dan se casa! —Se sentó en una silla de la mesa que había en la cocina. Se mordió el labio inferior—. ¡Vaya! ¡Pensaba que no lo haría nunca!

—¿Todavía sigues pillada por él?

Zane no supo por qué preguntó aquello. Se suponía que aquella breve historia de amor y fuegos artificiales en el coche de su hermano estaba más que enterrada.

—Por Dios, Zane, ¡no! —La chica hizo una mueca, incluso sacó la lengua—. Tuve dos citas con él hace… ¿cuánto? ¿Cuatro años? —Se encogió de hombros como si el dato no fuera relevante—. Fue un fracaso. Es un tipo demasiado cuadriculado. Y a mí no me gusta que lo tenga todo pensado y tan organizado. ¿Qué gracia tiene la vida si la tienes planeada al milímetro? ¡Así no te sorprendes y te das cuenta del regalo que es estar vivo!

—Luego decís que yo soy la mística —se rio su madre. Luanne tomó las bolsas—. Os dejo solos, chicos. Voy a la despensa a organizar todo esto… ¡Ah, ah! —Sus ojos paralizaron a Zane, que daba ya un paso en su dirección—. Ni se te ocurra ayudarme. Puedo sola.

Zane levantó las manos en señal de rendición y se sentó frente a su amiga. Se sentía como un inútil cuando entraba allí. Luanne no le permitía hacer nada. Así que solo se encargaba de limpiar y del jardín, lo cual ya estaba todo hecho. Se iba a aburrir mucho a lo largo del día como no le mandasen tareas por hacer.

—Queda café en la cafetera, así que sé un buen chico, ponte una taza y charla con Steph. Quizá está como una cabra, pero creo que hoy se ha levantado inspirada.

—¿Me estás dando la razón? —preguntó ella, a su vez.

—No te acostumbres.

Riendo, Luanne se marchó y su hija dejó el sobre junto al jarrón antes de volverse a sentar. Lo miró con los ojos abiertos como platos, esperando a que dijera algo. Zane sabía que no tenía necesidad de abrir la boca. Su amiga lo acribillaría en cuanto se desesperase por el silencio que reinaba entre ambos. Siempre era así.

—¿Y bien? ¿Te molesta que Dan haya rehecho su vida lejos de aquí? ¿Es eso?

Ah, ahí estaba el interrogatorio.

—Si. Tu madre dice que, si va a vivir para siempre en España, es lógico que forme su vida allí. Pero yo pensaba que recapacitaría y volvería —admitió, peinándose el pelo hacia atrás—. Aunque fuera por mamá. Ya sabes que papá no es muy afectuoso, pero mamá necesita a sus hijos cerca. Ya ves lo mal que lo pasó cuando Sky se alistó al ejército, lloró durante semanas.

—Tu madre vive solo por vosotros y por esta casa. Cuando se jubile, más os vale haberle dado algún nieto al que malcriar. O se volverá loca —Stephie se reclinó hacia atrás en su asiento—. ¿Vas a ir?

No tenía ganas de ir a Barcelona, fingir que con su hermano todo estaba bien y sonreírle el día de su boda. Hacía mucho tiempo que ni siquiera charlaba con él. Podría haberle dicho que se casaba por teléfono y luego mandarle la invitación, no ir directamente a por una carta y un sobre. Qué frío y qué lejano.

Pero era Dan. Su hermano mayor, el primogénito de la familia Zane. A excepción de su odio hacia la patria y su paranoia conspiratoria que le hacía desconfiar de cada paso del gobierno y periodistas, para Sky y para él mismo, había sido un ejemplo a seguir. Había sido buen estudiante, un gran jugar de atletismo y era el único que había entrado en la universidad. Siempre había tenido las ideas claras, siempre había sido muy estricto con su educación y su camino. No hablaba mal, no hacía locuras, no era travieso ni especialmente fiestero con sus amigos. Era el hijo ideal y el yerno perfecto. Zane le quería por ello, pese a todo.

Le gustaría verle dar aquel paso. Era una decisión muy importante. Sus padres les habían inculcado que el matrimonio era para siempre, que había que pelear para que sobreviviera a las discusiones, desengaños y desilusiones. Porque el amor significaba superar baches. Si no estabas dispuesto a luchar por esa persona hasta el fin de tus días, era mejor dejarla ir y darle la oportunidad de ser feliz junto a alguien que si se la mereciera.

Y Daniel había encontrado a esa mujer.

Según la invitación, se llamaba Nuria. Zane ni siquiera sabía pronunciar el nombre de su cuñada, no le ponía cara y no sabía nada de ella. Le daba pena ser un desconocido para su hermano y viceversa.

—¿Serías mi acompañante?

Stephie no pareció pensárselo mucho.

—Si me pagas el vuelo, yo voy encantada.

—¿Crees que me sobra el dinero? —preguntó, intentando no reír.

—Ah, sabía que podrías sonreír. No me gusta verte serio —ella le sonrió y le tendió la mano por encima de la mesa—. Si quieres ir y quieres que esté ahí contigo, pediré doblar turnos, ahorraré y cuando tengamos que irnos, allí estaré. En el avión, en la boda… pero no en el hotel. Habitaciones separadas.

—¿Desde cuándo dormimos tú y yo en habitaciones separadas si nos vamos de fin de semana?

—Desde que me miraste los pechos la última vez que fuimos a nadar juntos a la piscina de los O’Connell.

—¿Qué? —Zane abrió la boca hasta el punto de que por poco se le desencaja la mandíbula—. ¡Yo jamás te he mirado así!

Ella le lanzó un trapo que había en el respaldo de otra silla y Zane no llegó a cogerlo al vuelo. Su amiga se reía.

—Claro que no lo has hecho. ¡Te conozco! —Pero luego arrugó los labios—. Aunque no sé por qué no me miraste. Quiero decir, se me cayó el biquini al salir del agua y tengo una buena delantera. Todo el mundo me miró.

—Que seas guapa no significa que quiera acostarme contigo y que tus pechos me atraigan como imanes.

—Lo sé —ella cogió de nuevo su mano y se inclinó para besarle los nudillos—. Y eso es lo que me gusta de ti. De nosotros —aclaró—. Somos amigos y ya está. No estamos interesados de modo romántico o sexual y rompemos con esa idea estúpida de que un hombre y una mujer no pueden ser amigos porque siempre hay carga sexual entre ellos.

—Te prometo que no te deseo, Steph.

Nunca la había visto de aquel modo. No podía imaginarse con ella en la cama. La sola idea de pasar juntos una noche le ponía la piel de gallina y le incomodaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Lo mismo digo, White. Me das asco —lo fingió llevándose una mano a la boca, como si quisiera devolver.

—No eres precisamente mi tipo.

—¿Tienes un tipo?

—Sí —se adelantó un poco para susurrarle un secreto—. Me atrae cualquier mujer que no seas tú.

—Eso ha dolido —bromeó Steph, tocándose el corazón. Luego se relajó por completo y su voz cambió. Ya no bromeaba, solo era dulce—. ¿Estás mejor?

—Sí, gracias. Siempre consigues hacer que todo lo malo se evapore.

—Para eso soy tu mejor amiga —Stephie se levantó y se apoyó en la silla—. Esta tarde trabajo. ¿Me recoges a la salida y te invito a cenar? Tengo una pizza congelada riquísima.

—¿Y necesitas vaciar la nevera para que no te reviente a este paso?

—Sería de agradecer.

Zane desvió la mirada hacia el sobre. Su madre y su padre necesitarían hablar con Luanne para despejarse y tratar el tema de Daniel del mismo modo que él había necesitado una charla con Steph para ponerle perspectiva al asunto. EL momento que sus padres compartían siempre era después de la cena, cuando los huéspedes se iban a sus habitaciones y ellos cenaban mientras el lavaplatos se encargaba de dejar la vajilla perfecta. Lo mejor sería darles intimidad.

Y a él también le iría bien salir de casa y despejarse. Steph siempre tenía un sentido del humor y un punto de vista de la vida muy especiado que le iba bien, tanto en días malos como en grises. Aquel día era muy gris, casi negro. Se avecinaba tormenta y necesitaba que su amiga le aclarase los cielos para que no cayera el chaparrón del siglo.

Así que aceptó.

El verano en que nos enamoramos

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