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ORÍGENES DEL AYUNO HUMANO

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Al igual que en los animales, en el ser humano la capacidad innata de utilizar la energía almacenada de los alimentos es una facultad biológica para poder sobrevivir. Muchos pueblos se habrían extinguido sin esta capacidad.

Hasta con una privación de alimentos extremadamente larga es posible sobrevivir, incluso cuando se degradan parcialmente sustancias corporales importantes. El camino hasta morir de hambre es largo.

Así viven desde hace milenios pueblos primitivos en Australia y África. Se han adaptado a su pobre medio ambiente alternando períodos en los que comen en grandes cantidades con períodos en los que apenas tienen nada para comer.

La historia del antiguo pueblo de los hunzas es un ejemplo de que el ayuno puede significar algo más que la simple posibilidad de sobrevivir. Este pequeño pueblo, integrado por diez mil personas, vive en un alto valle del Himalaya central, donde hasta hace pocos decenios permaneció prácticamente incomunicado del resto del mundo. El doctor Ralph Bircher, en su libro Los hunzas, informa de hechos sorprendentes: las tierras del alto valle no proporcionaban suficientes alimentos para alimentar a sus habitantes durante todo el año. Hasta que la cebada maduraba en marzo, el pueblo ayunaba durante semanas, algunas veces incluso durante dos meses. A pesar de ello, los hunzas permanecían felices y satisfechos, hacían sus labores agrícolas y reparaban las presas y bancales destruidos por los aludes. Los hunzas no conocían al médico y no necesitaban policía. Su vida transcurría según normas de comportamiento naturales.

Actualmente el valle se ha vuelto accesible y los hunzas sirven como soldados en la India o trabajan allí. Se importan alimentos fáciles de conservar, como azúcar, harina y conservas, y el pueblo ya no necesita «pasar hambre». Desde entonces adolecen de las típicas enfermedades de la civilización, antes desconocidas para ellos: caries, apendicitis, dolencias biliares, obesidad, diabetes, resfriados, por citar unas pocas. Y no solo necesitan al médico, sino también a la policía. La salud de su cuerpo, de su comportamiento y de su forma de pensar se ha visto perjudicada.

A partir de este ejemplo pueden entenderse algo las raíces del ayuno religioso. El hombre agradece con él la posibilidad dada por el Creador de sobrevivir y quedar saciado. El ayuno se vive como camino hacia el equilibrio interior y el encuentro con uno mismo. Los grandes fundadores de religiones —Moisés, Jesucristo, Buda, Mahoma— vislumbraron las grandes verdades de la existencia probablemente en el transcurso de largos períodos de ayuno voluntario.

¿Quién de nosotros, siempre rodeados de alimentos, concibe aún el profundo sentido del ayuno solitario, de esa voluntaria renuncia a los alimentos?

Tan pronto como la falta de alimento se vive como una obligación, despierta hambre y sentimientos de rechazo. Incluso la Iglesia ha fracasado a menudo en su recomendación del ayuno: sus directrices o preceptos de ayunar, eludidos y quebrantados, despertaban creciente oposición, lo cual llevaba a dispensas cada vez más considerables, a menudo justificadas por el temor a sufrir perjuicios de salud. Al final todo se queda en unas fórmulas frías y anquilosadas, desprovistas de sentido.

Deberíamos empezar, libres de prejuicios, a redescubrir el valor que presenta el ayuno. Para ello, nada mejor que una vivencia personal, una experiencia que cada uno debería realizar por sí mismo.

Las condiciones previas para un ayuno son: estar abierto a lo nuevo, tener la disposición de probarlo y tomar la decisión de perseverar hasta concluirlo.

Rejuvenecer con el ayuno

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