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La capitana

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En general, la sociedad griega antigua era excluyente, solo los hombres libres gozaban de plenos derechos ciudadanos. Las mujeres, libres o esclavas, quedaban constreñidas a ejercer una influencia indirecta sobre los asuntos de su comunidad, en la que oficialmente no tenían ni voz ni voto. La literatura reflejó esta posición marginal. Homero supeditó las mujeres a los hombres, pero simultáneamente reconoció su importancia para el desarrollo de los acontecimientos. Dos ejemplos bastarán para aclararlo. En la Ilíada, la disputa por la cautiva Briseida, cosificada como botín de guerra, apartó a Aquiles de la lucha con grave perjuicio para los aqueos. En la Odisea, el ingreso del joven Telémaco en la edad adulta exigió, entre otras cosas, que mandara callar públicamente a su madre Penélope. Ello no impide a la misma Penélope destacar como arquetipo de inteligencia por haber demorado con una argucia sus indeseadas segundas nupcias el tiempo necesario para que Odiseo volviera al hogar.

Frente a autores posteriores —como Tucídides o Polibio— en cuyas obras la presencia de mujeres es exigua, Heródoto entronca con los poemas homéricos en lo que atañe a la visibilidad femenina. En la Historia, las menciones a mujeres como individuos, como grupos o como abstracción (lo femenino) rozan las cuatrocientas. Probablemente, la mejor prueba de su extraordinaria visibilidad estribe en el hecho de que haya mujeres con poder directo en un ámbito tan tradicionalmente masculino como el ejército. A la categoría de comandante de tropas se adscriben mujeres bárbaras y griegas pertenecientes a la élite social.

La primera de estas capitanas es la reina viuda de los maságetas, Tomiris. Su hijo el príncipe heredero, recordemos, se suicidó mientras estaba en manos de los persas. Después de lanzar a todas sus tropas contra los persas y vencerlos, Tomiris hizo decapitar a Ciro muerto y meter su cabeza en un odre lleno de sangre humana, emborrachándolo de sangre como él había embriagado a su hijo con vino (I 214).

Tomiris no es la única madre justiciera que usa soldados como instrumento de su venganza. El rey Arcesilao III de Cirene se enfrentó a su pueblo para recuperar las prerrogativas de que sus antecesores habían disfrutado y, cuando fracasó, huyó a Samos. Mientras, su madre, Feretima, se marchó a Salamina (Chipre), regida por Eveltón.

Al llegar a su corte, Feretima le solicitaba insistentemente un ejército que les permitiera regresar a Cirene. Pero Eveltón le daba de todo menos un ejército [...] finalmente Eveltón le envió un obsequio consistente en un huso de oro y una rueca, que, asimismo, tenía adosado su copo de lana; y [...] Eveltón le dijo que a las mujeres se las obsequiaba con objetos como aquellos, pero no con un ejército.

HERÓDOTO, IV 162, 4-5

Eveltón reaccionó ante la petición de Feretima con una extrañeza y un rechazo que algunos suscribirían en la actualidad. Según él, la mujer estaba hecha para hilar, no para disponer de huestes. Sin embargo, Feretima no se entregó a labores domésticas. En ausencia de Arcesilao, dirigió los asuntos del reino hasta que supo de su asesinato, acaecido en la ciudad de Barca (próxima a Cirene). Entonces, buscó amparo en el cercano Egipto (IV 165). Allí, el gobernador persa Ariandes le concedió un ejército completo, compuesto por infantería y armada (IV 167). Aunque ella no ejercía el mando militar, Feretima entró en Barca con la fuerza expedicionaria como su líder. En calidad de tal, organizó el botín de guerra y decidió quiénes debían quedarse al frente de Barca tras la retirada del ejército. Además, castigó a los barceos más implicados en el asesinato de su hijo con una crueldad que no desmerece la de Tomiris: hizo torturar y matar a hombres y mujeres, y colocar sus restos alrededor de la muralla (IV 202).

De hecho, el maltrato infligido por Feretima a las mujeres de Barca prefigura la manera en que, conforme vimos arriba, Amastris se ensañó con su cuñada. La hija de esta cuñada tuvo la oportunidad de ser también capitana. Cuando Jerjes desplazó su pasión de su cuñada a su sobrina y nuera Artaínta, ella cedió a sus deseos. Entonces, el rey animó a la chica a pedirle un regalo. Ella se encaprichó del hermoso manto que él llevaba puesto. Como lo había tejido su esposa principal, Jerjes intentó disuadir a su amante, pero, obligado por un juramento previo, no pudo negarse. Artaínta recibió el manto y lo lució, de modo que Amastris se enteró del romance y descargó su ira sobre la madre de Artaínta. Las amputaciones que esta padeció movieron a su esposo e hijos a planear un alzamiento, a resultas de lo cual fueron masacrados por orden del soberano. Aunque, como sabemos, su muerte se omite en la obra, Jerjes falleció a manos de su primogénito Darío, el marido engañado.

El destino había sellado la ruina de la familia real y el lector atisba cómo un desenlace menos dramático queda bloqueado. El padre de Artaínta habría podido consentir en repudiar a su mujer y casarse con la hija de Jerjes, pero no lo hizo. Asimismo, la propia joven habría podido aceptar cualquiera de los regalos alternativos que el rey le brindó, pero prefirió el manto antes que ciudades, una cantidad inconmensurable de oro o un ejército (IX 109). Pese a dejar a un lado lo que Artaínta podría hacer con las poblaciones y el metal precioso, Jerjes puntualizó que nadie más que ella capitanearía las tropas. Al hilo de esta especificación, Heródoto apostilló que regalar ejércitos era una costumbre típicamente persa.

Es más, la capitana por excelencia de la Historia ejerció como tal bajo autoridad persa. Igual que Feretima, Artemisia de Halicarnaso era griega, pero rendía vasallaje a Jerjes. Hija, viuda, madre y abuela de tiranos —su nieto fue Lígdamis II—, esta compatriota de Heródoto también desempeñó la tiranía en su ciudad. En lugar de delegar en uno o varios hombres el control efectivo de las tropas repartidas en cinco barcos que aportó para la campaña persa contra Grecia, ella las mandaba personalmente (VII 99). En la reunión que Jerjes celebró con sus almirantes, solo Artemisia se opuso a trabar batalla en Salamina (VIII 68-69). El combate naval tuvo lugar y la tirana descolló en él, aunque no como cabría esperar.

[...] en el preciso momento en que las fuerzas del rey se hallaban en plena confusión, la nave de Artemisia se vio acosada por un navío del Ática; como no podía escapar [...] decidió —y la medida le dio resultado— hacer lo siguiente: al verse acosada por el navío del Ática, embistió violentamente a una nave aliada, tripulada por calindeos [...] Sea como fuere, después de haberla embestido, provocando su hundimiento, Artemisia tuvo la fortuna de granjearse un doble beneficio [...]

HERÓDOTO, VIII 87, 2-4

El doble beneficio alcanzado fue, por un lado, la salvación y, por otro, la alabanza del rey. Jerjes y sus cortesanos presenciaron el choque desde lejos e identificaron el barco de Artemisia por su enseña, pero se confundieron al dar por sentado que la nave hundida era enemiga y, puesto que toda su tripulación pereció, nadie corrigió el error (VIII 88). Gracias a su atinado, aunque desoído, consejo previo a la batalla y a su supuesta hazaña, Artemisia adquirió ascendiente sobre Jerjes. Él buscó su asesoramiento en privado y ella lo ayudó a tomar la decisión de volver a Asia (VIII 101-103).

Las vicisitudes de Tomiris, Feretima, Artaínta y Artemisia ponen de manifiesto el exotismo del concepto. Admitir como hecho o posibilidad que una mujer acaudillase a hombres era cosa propia de bárbaros. Los maságetas no se avergonzaban de obedecer a su reina y Ciro no tuvo reparos en medirse con ella. En la misma línea, Jerjes no solo no mostró reparos, sino que fomentó que las mujeres de su entorno familiar o político asumieran responsabilidades militares.

Ciertamente, en el otro extremo del espectro de opinión también se encontraba el lidio Creso, cuya afinidad cultural con los griegos no debemos olvidar. Anteriormente había abogado por la feminización de los lidios como herramienta de sujeción política (I 155) y, con ocasión de la expedición contra los maságetas, advirtió a Ciro de la ignominia que acarrearía ser derrotado por una mujer (I 207). No obstante, la mayoría de las voces contrarias al liderazgo militar femenino procedían de Grecia. Cuando su paciencia se agotó, el chipriota Eveltón expresó con amabilidad una postura que luego los atenienses preconizaron agresivamente, al prometer un premio de diez mil dracmas a quien aprehendiera a Artemisia, indignados de que una mujer se atreviera a hacerles la guerra (VIII 93).

En la medida en que desafiaban la norma, las mujeres con poder militar perturbaron a los personajes griegos masculinos. En tanto que bárbaras, Tomiris y Artaínta no amenazaban directamente la preeminencia social de los varones griegos libres y, seguramente, por ello nuestro autor no consignó qué les ocurrió a la postre. En contraposición, despidió a sus homólogas griegas menoscabando su dignidad, quizá para mitigar el desasosiego que ellas pudieran despertar en su público original y para restaurar el orden establecido. Dio a Artemisia un último cometido convencionalmente femenino, relacionado con el cuidado. Tras su entrevista final, Jerjes le encomendó conducir a algunos de sus hijos, los pupilos de Hermotimo, a Asia Menor (VIII 103; VIII 107). Paralelamente, nuestro autor apuntó que Feretima sufrió, cual malvada, una muerte horrible (IV 205).

En cualquier caso, pese a experimentar una merma en su imagen de fortaleza —derivada de una desaparición brusca de la narración o de una cierta degradación—, las cuatro capitanas siguen siendo mujeres particularmente notables por su potencial subversivo.

Historia. Libros I-II

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