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La Historia como historia

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En la pirámide consta, en caracteres egipcios, lo que se gastó en rábanos, cebollas y ajos para los obreros. Y si recuerdo bien lo que me dijo el intérprete que me leía los signos, el importe ascendía a mil seiscientos talentos de plata.

HERÓDOTO, II 125, 6-72

Este pasaje ha dado pie a un prejuicio muy extendido. Frente al exquisitamente racional y preciso Tucídides, Heródoto se dejaba engañar por intermediarios ignorantes, en este caso un intérprete desconocedor de la escritura jeroglífica, y se recreaba en detalles tan triviales como los gastos en verduras derivados de la erección de la pirámide de Quéops. Esta mirada sesgada pasa por alto el sentido del humor y la ironía del autor y, ante todo, el contexto del comentario. Heródoto describió la gran pirámide de Guiza, una mole que tardó más de veinte años en construirse y requirió el trabajo ininterrumpido de centenares de miles de hombres. La mención de los gastos en comida, ropa y herramientas realza la magnitud de la construcción, que no ejecutaron voluntarios pagados, sino súbditos oprimidos por un soberano cruel.

Heródoto focalizó su interés por el pasado en cuatro aspectos clave: el cómputo cronológico, la dinámica de poder, el funcionamiento de cada sociedad y las causas de lo sucedido. En II 124-126 los cuatro entran en acción. El cómputo cronológico es doble, cristaliza en la sucesión de faraones —Quéops reinó tras Rampsinito— y en los años de construcción tanto de las obras previas como de la pirámide en sí. La dinámica de poder tomó forma en el control absoluto de Quéops y el funcionamiento de la sociedad, en la indefensión y el sometimiento de los egipcios ante la iniquidad de su señor. Finalmente, las causas del alzamiento de la pirámide no tienen que ver directamente con la etnografía, sino con la maldad de Quéops y su deseo de disponer de un monumento funerario. La utilidad de la pirámide se desprende del contexto: daba a Quéops la posibilidad de hacer ostentación de la autoridad ejercida en vida y de vivir en el recuerdo de las generaciones venideras después de muerto.

Las cuatro claves se corresponden con el trabajo que puede llevar a cabo un historiador moderno. Preguntas como ¿cuándo sucede esto?, ¿quiénes poseen poder y cómo lo ejercen?, ¿cómo se comporta el conjunto de la sociedad ante dicho poder?, ¿qué causas motivan un hecho? siguen siendo válidas para los historiadores. La forma en que las abordó Heródoto, sin embargo, no se percibe como propia de un historiador moderno. Así, acabamos de ver que él juzgó subjetivamente a una figura política de primer orden (Quéops), algo que los historiadores actuales casi nunca se permiten.

La disonancia se explica porque Heródoto abrió una nueva área de análisis, que hoy denominamos historia; pero, a partir de Tucídides, dicha área de análisis asumió una pretensión de objetividad y se especializó en lo político y lo militar. Aunque a veces se olvida, Heródoto especificó en su proemio que iba a presentar los resultados de su investigación sobre los hechos pasados, incluyendo las hazañas de griegos y bárbaros, a las que hemos aludido más arriba, los enfrentamientos entre griegos y bárbaros y sus causas, que, como se verá, concebía en sentido amplio y muy ligadas a la etnografía.

En suma, Heródoto no prometió concentrarse exclusivamente en las guerras médicas y no lo hizo. En vez de la historia política y militar —que es lo que, todavía hoy, concebimos como historia propiamente dicha—, Heródoto inauguró la historia universal o, si se prefiere, la historia de las civilizaciones. Habiendo abierto la senda del género en un momento de transición todavía no constreñido por el racionalismo, no aspiraba a la objetividad total. En realidad, este ideal es inaccesible. El pensamiento histórico es, por necesidad, subjetivo; nadie puede sustraerse completamente de su propia visión del mundo al contar lo que ha pasado. Heródoto ofreció al lector su interpretación de los acontecimientos que investigó, sin disfrazarla de verdad objetiva y absoluta.

Él sabía que su obra era una novedad para los griegos (III 103; VI 55) y afrontó los inconvenientes de ser pionero del género histórico. Posiblemente, el mayor de todos fuera la falta de fuentes. Nosotros estamos acostumbrados a la era digital, donde casi cualquier dato está a unos pocos clics de distancia. Nuestros padres y abuelos lo tenían más complicado; no había internet, pero podían ir a bibliotecas y hemerotecas para informarse. Heródoto, en cambio, vivía en una sociedad cuyos miembros eran, en su mayoría, analfabetos y donde los textos eran escasos. Así pues, nuestro autor contaba con un puñado de fuentes escritas, que no siempre trataban los mismos temas que él. Heródoto las aprovechó a la hora de investigar, pero también obtuvo información por otros medios, a saber: fuentes orales (mitos, tradiciones locales, interlocutores informados) y cultura material (monumentos y objetos antiguos).

Si bien su manejo no se ajusta a los parámetros de los historiadores modernos, Heródoto detalló y criticó sus fuentes sistemáticamente. Citó y, en muchas ocasiones, corrigió varias fuentes escritas, desde poetas como Homero, Hesíodo, Safo, Píndaro, Solón o Simónides (II 53; II 135; III 38; V 113; VII 228) al logógrafo Hecateo. También utilizó abundantes fuentes orales, a veces recogidas desde una perspectiva crítica, fueran mitos o tradiciones locales de ciudades-Estado griegas, como Atenas o Esparta (VII 189; VI 52), y de culturas bárbaras, como Egipto (III 2). Igualmente, se basó en sus conversaciones con personas que tenía por bien informadas, como los sacerdotes del templo de Hefesto (nombre que Heródoto da al dios egipcio Ptah) en Menfis o los habitantes de Heliópolis. Si su acceso a ella era indirecto, Heródoto hacía constar cuidadosamente la cadena de transmisión de la información, como cuando habló de la geografía y etnografía del África profunda (II 32).

Lógicamente, podía servirse mejor de las fuentes griegas que de las no griegas, según él mismo admitía tácitamente al aludir a su uso de intérpretes, entre ellos el mencionado al comienzo de esta sección. Las dificultades de Heródoto se notan más en los casos de Egipto y Persia, cuyas élites gobernantes se apoyaban mucho en la escritura. Aun así, alcanzó un conocimiento aproximado de Egipto de la mano de guías nativos y griegos residentes en el país que, como vimos más arriba, estuvo ocupado por tropas atenienses y que contaba con una numerosa colonia comercial griega en la ciudad de Náucratis. En cuanto a Persia, el relato herodoteo fue confirmado hasta cierto punto por hallazgos posteriores como el de la inscripción de Behistún. Darío mandó grabar en tres de los principales idiomas de su imperio multilingüe (persa, elamita y babilonio) la versión oficial de su subida al trono. El soldado británico Henry Rawlinson encontró y transcribió la inscripción entre 1835 y 1843, descifrando el alfabeto cuneiforme. Seguramente, Heródoto no se enteró de esta versión oficial por la inscripción, sino a través de Zópiro, un desertor persa de alto rango (era nieto del reconquistador de Babilonia), refugiado en Atenas (III 160). Él pudo informarle sobre historia persa en general.

A pesar de no recoger la inscripción de Behistún, Heródoto citó otras en su Historia. Por supuesto, prestó atención a las palabras inscritas y, ocasionalmente, al idioma o idiomas de estas, como cuando reseñó dos inscripciones gemelas en griego y persa erigidas por Darío (IV 87). Con frecuencia, no solo indicaba el mensaje de las inscripciones, sino además su soporte: estelas (II 102; IV 87; IV 91; VII 30) y relieves (III 88), preferidos por los reyes persas y de otros territorios bárbaros; estatuas (II 141), pinturas (IV 88) u objetos consagrados en templos (I 51; V 59-60). Estos y otros objetos no grabados, junto con diversos monumentos, funcionan como testimonios tangibles de la Historia, aportando credibilidad. Por ello, Heródoto insistió en que muchos de ellos perduraban en su propia época (I 66; I 181; II 130; II 135; IV 12; VII 115; VIII 39), de modo que eran susceptibles de comprobación por el lector.

Para Heródoto, igual que para todo historiador antiguo o moderno, las fuentes eran un instrumento de trabajo irreemplazable. No obstante, su trabajo no solo se cimentaba sobre ellas. Si bien no lo expuso ordenadamente en bloque, Heródoto siguió un método de trabajo, que desplegó a lo largo de su obra y apuntó en algunos pasajes (II 29; II 99; II 148). Este método descansaba sobre cuatro pilares: lo que él veía, los juicios racionales fundados que emitía, sus propias averiguaciones y lo que escuchaba. En la práctica, graduó dichos pilares. Como hizo después Tucídides, nuestro autor concedió más importancia a la observación directa, una elección con la que quizá pretendiera alejarse de las elucubraciones de los filósofos y que, en todo caso, limitó sus investigaciones de tiempos remotos. En el siguiente escalón, situó sus opiniones, más abajo sus averiguaciones y, en último lugar, los datos que obtenía de oídas. En relación con estos, se sentía obligado a transmitir lo que le habían dicho, pero no a creerlo (VII 152, 3). A menudo, daba versiones alternativas y múltiples causas de un mismo hecho.

Aunque sin duda filtraba y moldeaba toda la información, Heródoto podía inhibirse formalmente y dejar que el lector decidiera si lo leído era digno de crédito o no (II 103; III 122; V 44-45; VII 230; IX 95). También cuestionaba o rechazaba la veracidad de una o más de estas versiones (I 122; II 54-56; IV 155; VI 121-124; VIII 8). La coexistencia de dos o más versiones de un acontecimiento puede resultarnos extraña, porque la información histórica normalmente nos llega procesada. Sin embargo, es consustancial a la tarea de investigación, sea histórica o no. En las películas y series policíacas, los detectives encargados de descubrir al ladrón o asesino tienen que empezar interrogando a quienes han presenciado el crimen. Es frecuente que sus declaraciones no coincidan entre sí. Aun estando en el mismo sitio y viendo lo mismo, los testigos no lo cuentan igual. Los detectives deben reconstruir el delito a partir de los testimonios recopilados. Todo ello es extrapolable al ámbito histórico.

De Tucídides en adelante, los historiadores acostumbran a tratar esta labor de reconstrucción como un paso previo a la escritura y ahorrárselo al lector; ofrecen directamente un relato coherente. En contraposición, Heródoto incorporó a su redacción final muchas versiones alternativas. Por medio de aquellas en las que se inhibía o aseguraba no distinguir la más creíble acentuaba los límites de su conocimiento. Por el contrario, posicionándose respecto a otras desacreditaba tradiciones que no aprobaba. De esta manera, se situaba en extremos opuestos, bien humanizándose ante el lector admitiendo que su investigación y su capacidad no siempre llegaban al fondo de las cosas, bien poniéndose por encima de lo que otros sostenían. En cualquier caso, las versiones alternativas servían a Heródoto para consolidar su posición como narrador, sin privar al lector de la posibilidad de juzgar por sí mismo lo leído e, incluso, de disentir de su opinión. En su calidad de pionero, Heródoto no venía avalado por ningún precedente directo. Su autoridad como historiador era débil, por cuanto manaba exclusivamente de su propio texto. Por esta razón, entabló un estrecho diálogo con el lector al que sus continuadores —cuya autoridad no solo dependía de ellos mismos, sino también de su pertenencia al género histórico, ya establecido— no necesitaban recurrir.

Al igual que las versiones alternativas, la concomitancia de varias causas para explicar un único acontecimiento puede desconcertar al lector. Obviamente, de entrada, todos estaríamos de acuerdo en que diferentes causas pueden concurrir en la motivación de un único hecho. No obstante, la multiplicidad de causas en la Historia ha hecho correr ríos de tinta entre los especialistas no tanto por el número, sino por la naturaleza de estas causas. A las causas racionales, Heródoto sumó otras que trascienden la razón humana, dominadas por factores sobrenaturales como el destino o la voluntad divina.

La derrota de Creso por Ciro, a la que ya nos hemos referido, ofrece un ejemplo paradigmático, puesto que se debe a una mezcla de causas racionales y no racionales (I 13; I 47-56; I 84-91). El desastre se explica racionalmente en tanto que Creso cometió una serie de errores de juicio que lo empujaron a sobrevalorar sus propias fuerzas y menospreciar las persas, emprendiendo una guerra contra un vecino hambriento de nuevas tierras. Al mismo tiempo, su capitulación estaba decretada por el destino. Su capital, Sardes, debía ser capturada por enemigos en tiempos de Creso. Por su parte, el mismo Creso debía pagar por los yerros de un antepasado en virtud de una noción hereditaria de la culpa, que existía también en el Antiguo Testamento —donde los hijos cargaban con el peso de los pecados de sus padres hasta la séptima generación.

Desde luego, las causas no racionales contravienen la lógica y los fundamentos del trabajo historiográfico desde Tucídides hasta la actualidad, pero tienen una ventaja: dan cabida a un elemento consustancial a la vida, la incertidumbre. Aunque solemos empeñarnos en lo contrario, los seres humanos no podemos controlar todo lo que nos ocurre ni tampoco explicarlo racionalmente de forma absolutamente satisfactoria. Para intentar minimizar la incertidumbre, los antiguos echaban mano de oráculos e interpretaban sus sueños y los prodigios que creían experimentar, como siguen haciendo hoy en día quienes consultan su horóscopo. Creso no fue ajeno a esa ansia de control y consultó tan ávidamente uno de los oráculos más acreditados de Grecia, el de Apolo en Delfos, que abdicó de sus facultades de pensamiento crítico con funestas consecuencias.

El nudo gordiano que atenaza a Creso, atrapándolo entre el destino y la razón, ha fascinado a incontables generaciones de lectores, jóvenes y viejos; pero constituye solo una muestra del talento literario exhibido por Heródoto en la Historia.

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