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Cruzar fronteras

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Para nosotros, las barreras naturales como las montañas, los mares y los ríos se han vuelto casi imperceptibles gracias a la tecnología de barcos a motor, coches y aviones. En la Antigüedad, estos obstáculos eran difíciles de salvar y vadearlos implicaba un esfuerzo dotado de gran carga simbólica. El halo de un puñado de estas operaciones ha llegado hasta nuestro tiempo, bien por su peligrosidad, bien por su representatividad, bien por ambas cualidades. Una de las imágenes más sugestivas asociadas con la segunda guerra púnica, que libraron Roma y Cartago (218-201 a. C.), sigue siendo el paso del ejército del cartaginés Aníbal y sus elefantes a través de los Alpes en dirección a Italia. Cuando César y sus hombres cruzaron el río que separaba la provincia de la Galia Cisalpina de la zona bajo jurisdicción del Senado romano (49 a. C.), no solo iniciaron una guerra civil, sino que dieron origen a la expresión «pasar el Rubicón», que en muchas lenguas modernas significa dar un paso sin retorno corriendo un riesgo. Dado que el río era seguramente poco profundo, dicho riesgo no fue físico, pero sí serio. Como vamos a ver, Heródoto explotó literariamente los desafíos que entrañaba cruzar fronteras naturales, en particular corrientes de agua, enfocándolos a través del prisma de las ya citadas cuatro claves de su interés histórico.

Y cuando llegó al río Halis, Creso, en mi opinión, hizo pasar el ejército por los puentes allí existentes, si bien, según la versión más difundida entre los griegos, fue Tales de Mileto quien le facilitó el paso.

HERÓDOTO, I 75, 3-4

El río Halis (actual Kizilirmak, en Turquía) dividía los reinos lidio y persa. Creso lo atravesó con sus soldados. La acción sirve al cómputo cronológico en la medida en que señala cuándo exactamente Creso puso en práctica sus designios hostiles contra Persia. También contribuye a perfilar la dinámica de poder, ya que el rey de Lidia se arrogó el derecho de entrar sin autorización en un territorio ajeno. Al mismo tiempo, ahonda en el funcionamiento de la sociedad antigua, dado que el dueño de dicho territorio, Ciro, no toleró el ataque y, después de enfrentarse a Creso en una batalla que quedó en tablas, avanzó hasta Sardes, donde el lidio se había replegado (I 76-80). En su calidad de suceso, tiene además sus causas: Creso franqueó el río por prevención ante el ímpetu de Ciro y por indignación ante el destronamiento de su pariente Astiages (I 46; I 75, 2). Así pues, Creso obró parcialmente impulsado por un anhelo de reciprocidad que suscitó una contraofensiva. Es decir, Ciro tomó el traspaso del Halis como casus belli y le dio una respuesta proporcional, penetrando en Lidia a su vez e integrándola en su imperio, como ya sabemos.

Desde la perspectiva narrativa, estamos ante la primera muestra de una pauta. Cuando un rey transgrede sin miramientos los límites que la naturaleza ha otorgado a sus dominios para engrandecerlos o batirse contra sus vecinos, su comportamiento soberbio le granjea la malevolencia divina, acarreándole desgracias. Conviene puntualizar que la cuestión no radica tanto en el cruce propiamente dicho, sino en los actos que lo acompañan. Lo comprenderemos mejor si comparamos cómo los reyes Cleómenes de Esparta, por un lado, y Ciro, Darío y Jerjes de Persia, por otro, atravesaron las barreras acuáticas. El lector se dará cuenta de que Cleómenes no fue ningún modelo de mesura y de que tenía rasgos de carácter comunes con sus homólogos orientales. Aun así, cuando se propuso atacar a los argivos y pensó en vadear el río Erasino para dejar su Lacedemonia natal y entrar directamente en la vecina Argólide, hizo sacrificios en honor del río. Puesto que el sacrificio conllevó presagios desfavorables, felicitó al Erasino por su fidelidad a los argivos, dio un rodeo y llegó por mar, sin olvidarse de realizar los sacrificios pertinentes antes de embarcar (VI 76). La actitud de los reyes persas no delata tanta consideración.

En su marcha contra Babilonia, Ciro se vio en la tesitura de franquear un afluente del Tigris, el Gindes (actual Diala, que nace en Irán y desemboca en el Tigris un poco al sur de Bagdad, en Irak), y al ahogarse uno de sus caballos consagrados al sol, prorrumpió en amenazas contra el río y, de hecho, redujo enormemente su gran caudal con el concurso de sus tropas (I 189). Aunque no es literalmente un río de frontera, el Gindes lo es metafóricamente porque al atravesarlo Ciro cometió su primera agresión contra los babilonios. El paso del Gindes es útil para el cómputo cronológico al constituir el preludio del primer combate. El cruce ejemplifica la dinámica de poder. Ciro estaba tan imbuido de su propia grandeza que se creía por encima de la naturaleza. Entendiendo el ahogamiento del animal como un atentado del Gindes contra su propia dignidad, aplicó el principio de reciprocidad y lo hizo castigar. El funcionamiento de la sociedad persa queda patente en que los hombres del ejército tuvieran que plegarse a las extravagantes órdenes de su señor, dejando de lado su función primaria de soldados y pasando meses trabajando como obreros. Como acontecimiento que es, el paso del río obedece a unas causas. Al contrario que Creso, Ciro no cruzó el río por razones preventivas ni para vengar a nadie, sino por puro afán de conquista, para sojuzgar toda Asia (I 178).

Tomando a Creso como referencia, el lector sospecha que Ciro pagará cara su osadía, pero el suspense se mantiene a través de un expediente típicamente herodoteo: la retardación. En su expedición contra los maságetas, Ciro reeditó el episodio del Gindes. Volvió a franquear con su ejército un río, esta vez el Araxes (hoy llamado Aras, que nace en Turquía y desagua en el mar Caspio, en Azerbaiyán), que fluía entre el Imperio persa y el país de los maságetas (I 205-214). En términos de cómputo cronológico, el paso indica cuándo exactamente Ciro inició su ofensiva contra los maságetas. El cruce del Araxes se produjo sin incidentes y la dinámica de poder no tuvo que ver directamente con el río. Ciro pretendió anexionarse a los maságetas mediante una alianza matrimonial, casándose con su reina viuda. Una vez rechazada la proposición, Ciro procuró debilitar con artimañas a los enemigos en el territorio de estos. El funcionamiento de la sociedad nómada, menos refinada que la persa, hizo que los maságetas cayeran en la trampa, se emborracharan y fueran capturados muchos prisioneros, entre ellos el príncipe heredero, que se suicidó. El suicidio activó el mecanismo de reciprocidad y los maságetas consumaron una cruenta venganza que supuso la derrota de Ciro, su fallecimiento y la mutilación de su cadáver. A la luz del resultado, las dos causas que motivaban el cruce del Araxes se revelaron infundadas: el aura sobrehumana de Ciro y su invencibilidad. El exceso de confianza en ellas le reportó una muerte indigna. Sin embargo, un resto de sensatez permitió a Ciro escuchar los consejos del anterior rey de Lidia Creso y, de este modo, salvaguardar la integridad física de su imperio para sus sucesores. Justamente con uno de ellos, soñó Ciro la noche del mismo día en que había atravesado el Araxes. Viendo a Darío provisto de alas, interpretó acertadamente su sueño como un pronóstico de futura realeza. Como Darío era entonces un joven noble sin lazos de sangre con él, Ciro lo tildó de conspirador y posible usurpador, pero murió antes de adoptar medidas serias. Así, Darío accedió finalmente al trono, en una coyuntura que, conforme veremos más adelante, no deja en mal lugar a Ciro como falso profeta.

Si bien su legitimidad era dudosa cuando menos, una vez coronado, Darío hizo lo mismo que otros reyes: cruzó corrientes de agua a la cabeza de su ejército. Durante su malhadada campaña contra Escitia, franqueó el estrecho del Bósforo y el río Istro (actual Danubio) (IV 83-89; IV 97-98). Respecto al cómputo cronológico, el paso del Bósforo marcó la entrada a Europa desde Asia y, por ende, el comienzo de la operación bélica; el del Istro inició el ataque a los escitas con la entrada en sus tierras. Además, el segundo paso llevaba aparejada una estimación de Darío sobre la duración de la guerra, que cifró solo en sesenta días, quedándose corto. Ninguno de los cruces trajo problemas y la dinámica de poder se manifestó en relación con personas, no con el agua. Al hilo del cruce del Bósforo, un breve flashback retrotrae a Darío a su capital de invierno Susa, donde exhibió su arbitrariedad de rey absoluto. Mandó matar a tres hermanos que iban a participar en la expedición porque el padre se atrevió a pedirle conservar a su lado a uno de los hijos. De vuelta al presente narrativo, Darío alardeó de su poderío, instalando a orillas del Bósforo las dos inscripciones bilingües antes comentadas, que enumeraban todos los pueblos sobre los que regía. Cuando atravesó el Istro, se mostró más comedido. Atendiendo a la sugerencia de Coes, Darío se contentó con ordenar a sus vasallos, los tiranos jonios, vigilar durante los sesenta días el estrecho para que los escitas no cerraran su vía de retorno a Asia. Frente al padre persa que no podía hacer nada para evitar ni vengar el asesinato de sus hijos, el funcionamiento de la sociedad griega no admitía una obediencia ciega. La sumisión de los tiranos jonios no fue inquebrantable. Cuando los escitas entablaron conversaciones con ellos para convencerlos de abandonar a Darío, los tiranos deliberaron. Engañaron a los escitas y a la postre apoyaron a Darío, pero no por lealtad, sino por miedo a perder sus tiranías. Si eran aniquilados, los persas no estarían en disposición de sostenerles a ellos en el gobierno de sus ciudades (IV 133; IV 136-142). Al ser equivalentes, los pasos del Bósforo y el Istro responden a las mismas causas. La abundancia de hombres, potenciales soldados y dinero, recaudado de los impuestos establecidos por el mismo Darío, dejó el imperio en buena situación para emprender guerras que, en caso de ganarse, aumentarían la reputación del soberano. Paralelamente, la ocupación de Media por los escitas durante unos treinta años (IV 1) era un agravio que exigía satisfacción. En vista de que el padre de Astiages lavó la afrenta en sangre escita y terminó con la ocupación mucho antes de que Media fuera absorbida por el Imperio persa (I 106), la sed de reparación de Darío parece un mero pretexto para expandirse hacia el oeste. Lo único que cosechó fue una retirada ignominiosa a marchas forzadas, dejando en la estacada a los heridos y extenuados.

El hijo de Darío fue el último rey que atravesó una corriente de agua: el estrecho de los Dardanelos, conocido entre los griegos como Helesponto. En su avance hacia Grecia, una tormenta destruyó el puente por donde debían pasar las tropas persas. La reacción de Jerjes se ha grabado en generaciones de lectores, haciéndose tan popular que en internet se comercializan tazas, cojines y toallas con estampados inspirados en ella.

Al tener noticias de ello, Jerjes montó en cólera y mandó que propinasen al Helesponto trescientos latigazos y que arrojaran al agua un par de grilletes [...] ordenó a sus hombres que, al azotarlo, profiriesen estas bárbaras e insensatas palabras: «¡Maldita corriente! Nuestro amo te inflige este castigo porque, pese a no haber sufrido agravio alguno por su parte, lo has agraviado. A fe que, tanto si quieres como si no, el rey Jerjes pasará sobre ti. Con toda razón ningún hombre ofrece sacrificios en tu honor, pues eres simplemente un río turbio y salado».

HERÓDOTO, VII 35, 1-2

En el plano del cómputo cronológico, el cruce del Helesponto conlleva el cambio de continente y el primer acto agresivo de Jerjes contra Europa. El accidente provocado por la tormenta afecta a la dinámica de poder. Al parecer, la fustigación podría reflejar un rito zoroástrico (el zoroastrismo fue la religión más extendida en Persia desde los albores del Imperio hasta la conquista islámica en el siglo VII d. C.). Jerjes habría exteriorizado ceremonialmente su control regio sobre la tierra y el agua —que son, recordemos, los dos elementos que una comunidad debe entregar al rey persa como símbolo de vasallaje— a golpe de látigo. Aun aceptando esta posibilidad, es evidente que Heródoto no plasmó la flagelación como una ceremonia, sino como un comportamiento excéntrico en busca de reciprocidad ante un supuesto ultraje. Jerjes, igual que Ciro en el río Gindes, no creía estar sometido a las fuerzas de la naturaleza, pero la dinámica de poder no solo aflora con el agua, también con las personas: el hijo de Darío ordenó decapitar a quienes tendieron el puente flotante. Asimismo, un flashback, similar al que vimos con Darío, traslada a Jerjes al día en que dejó Sardes con su ejército y vivió un eclipse solar. Asustado por el fenómeno, un lidio de su comitiva solicitó que, de sus cinco hijos, el mayor fuera exonerado de la expedición. Jerjes dispuso que cortaran al primogénito en dos y colocaran cada mitad a un lado del camino para que los soldados desfilaran entre ellas (VII 37-40). El funcionamiento de la sociedad persa requiere que los súbditos —persas, egipcios, fenicios o lidios— se vean obligados a acatar la voluntad del soberano casi como si fueran esclavos, implique ello morir por no haber tendido un puente lo bastante resistente, rehacerlo o perder al hijo cuya vida más apreciaban. En su condición de hecho, el cruce del Helesponto responde a una causa principal: la presión ejercida sobre el recién proclamado monarca por los halcones de su corte y por dos sueños, uno engañoso y el otro, mal interpretado (VII 5-20). Mardonio, primo y futuro lugarteniente de Jerjes en Grecia, le animó a vengar la derrota de su padre en Maratón y lo tentó con las riquezas de Europa por ambición personal, igual que los políticos griegos exiliados que querían recobrar sus privilegios en sus lugares de origen.

El rey terminó por ceder y, con una retardación medida para generar suspense, el Helesponto se cobró los malos tratos recibidos. Los temporales se cebaron en la armada persa (VII 188-192; VIII 13-14) y, sobre todo, Jerjes y Mardonio fueron vencidos. Aunque Jerjes logró huir a Asia, tuvo que hacerlo por barco, porque el puente rehecho no aguantó otra tempestad (VIII 117). Cuando los griegos tomaron Sesto, cabeza europea del puente destruido, se llevaron los cables que quedaban y los dedicaron en sus templos junto con otros objetos (IX 121). Aparte de servir como prueba tangible del triunfo, la consagración de los restos del puente es el último acontecimiento recogido en la obra. De esta manera, Heródoto cerró el círculo, poniendo de relieve que la naturaleza y los griegos restauraron la frontera, rompiendo la conexión artificial entre Asia y Europa.

El acto de saltar barreras naturales funciona como un eje vertebrador en la Historia, en tanto que los precedentes de Creso, Ciro (maságetas) y Darío (escitas) prefiguran la guerras médicas y crean la expectativa de una victoria final de los griegos en su calidad de pueblo invadido, sin anticipar o estropear la trama ni deslucir el éxito helénico. A la vez, el cruce de límites está negativamente connotado en la Historia porque la equiparación entre invasión territorial y violencia contra la naturaleza se instala en la mente del lector a fuerza de repeticiones. Los atropellos contra el agua adquieren una categoría próxima al sacrilegio, si esta es personificada y vejada como enemigo, como ocurre con el Gindes y el Helesponto. En los demás casos, la impiedad se obvia y el matiz negativo viene con el fallo del invasor.

En realidad, el panorama es menos simple. Esta negatividad es solo la cruz de la moneda. La cara está compuesta por los esfuerzos técnicos que facilitaban el paso. Heródoto se detuvo en la modificación del curso del Halis por Tales de Mileto, aun descartando que esta se produjera verdaderamente. No es una excepción. Ciro empobreció el flujo del Gindes mediante ciento ochenta canales para que incluso las mujeres pudieran cruzarlo sin mojarse las rodillas y, al tender su puente flotante sobre el Araxes, no olvidó construir torres defensivas. Darío recompensó con largueza al constructor de su puente sobre el Bósforo, Mandrocles de Samos, el cual conmemoró su trabajo con una ofrenda en el templo de Hera de su isla natal, cuna de insignes ingenieros y artesanos. Heródoto pormenorizó el proceso de construcción del segundo puente de Jerjes sobre el Helesponto, así como la perforación de un canal en el Atos (dedo más oriental de la península Calcídica), dirigida por dos persas de alto rango (VII 22-24). Las labores de ingeniería, como la excavación de canales, atrajeron a Heródoto (I 174; I 191; II 158-159; IV 42; VII 116-117). Pese a no ser gestas militares, las consideró hazañas dignas de ser consignadas.

Por tanto, Heródoto se movía entre dos aguas: contemplaba la posibilidad de que los dioses castigaran la alteración de la naturaleza que habían creado y, simultáneamente, admiraba el progreso técnico que capacitaba a los seres humanos para transformar dicha naturaleza.

Historia. Libros I-II

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