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Las políticas del obradorismo

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Más de un intelectual ha buscado escatimar el carácter de izquierda del gobierno obradorista. Así lo hacen, por ejemplo, Ricardo Becerra y José Woldenberg cuando aseguran que muchas de las decisiones vertebrales del mandato de López Obrador “no caben en ese espacio de la geometría política”. Citan, por ejemplo, la “militarización efectiva de la seguridad pública”; el superávit primario; una “enfática alianza con el presidente Trump”; el trato dado a los migrantes; “la rebaja absoluta a la política de desarrollo sustentable”, y el “desparpajo y las deferencias especiales hacia las iglesias evangélicas”.12 Ciertamente, esos elementos no forman parte de un ideario de izquierda. Sin embargo, la lista de políticas que podrían considerarse como de izquierda es extensa, a pesar de que estos autores —y otros que emplean argumentos casi idénticos, como es el caso de Roger Bartra— no puedan o no quieran glosarlo.

Podemos comenzar por los programas sociales. Buena parte de ellos ha cambiado su enfoque tradicional: han dejado de ser intervenciones focalizadas en una lógica típicamente neoliberal para convertirse gradualmente en políticas universales. Resulta difícil escatimar las credenciales de izquierda a un gobierno que duplicó el monto de la pensión para adultos mayores y le dio acceso, de forma universal, a todo este grupo; y el hecho de haber diseñado programas para la juventud, tanto para favorecer su empleo como para apoyarlos en su educación hasta el nivel preparatoria. Lo mismo ocurre con la decisión de crear un programa piloto para otorgarles seguridad social a las trabajadoras del hogar; establecer un salario mínimo legal para esta categoría laboral, junto a los jornaleros agrícolas y, más importante aún, con haber promovido y alcanzado un aumento acumulado del salario mínimo de 60 por ciento durante los tres primeros años de gobierno, después de 44 años de pérdida sistemática en su poder adquisitivo.

Lo mismo puede decirse de la reforma que permitirá la libre sindicalización. En la medida en que esta reforma ofrece a los trabajadores una oportunidad para sacudirse del yugo que históricamente ha representado el charrismo sindical y mejorar sus condiciones de trabajo por la vía de un sindicalismo más combativo, como se explicará más adelante, se abren posibilidades para una agenda emancipadora que ha estado en la izquierda durante décadas. Y ni hablar de las iniciativas para regular la subcontratación laboral (outsourcing) que a partir de los años noventa precarizó los derechos de los trabajadores en detrimento de empresas que han evadido gran cantidad de impuestos y han burlado el pago de sus cuotas a la seguridad social.

Ciertamente, una de las principales debilidades del obradorismo es no tener un programa ambicioso de redistribución de la riqueza y el ingreso. Este gobierno no busca quitarles a los más ricos para darles a los más pobres y renunció, al menos durante la primera mitad del mandato, a una reforma fiscal que permita que quien gane más pague más, o a gravar las herencias, fuente histórica de desigualdad, como algunos grupos han sugerido. Sin embargo, las medidas orientadas a combatir la evasión y la elusión fiscales, junto a la legislación que limita las condonaciones, tienen un sentido de izquierda en la medida en que algunos de los grandes corporativos que no pagaban impuestos hoy lo están empezando a hacer.

Hay otro tipo de decisiones de la 4T que también podrían tener un sentido de izquierda. Tal es el caso de ciertos elementos de la política de austeridad en el sector público —como la reducción de sueldos a los altos funcionarios, la eliminación de los seguros privados que se les otorgaban o los altos gastos en viajes—; los recortes al gasto corriente cuando esto ha implicado ahorrar en cuestiones superfluas y que las instituciones sean menos faraónicas y dispendiosas, incluyendo la desaparición de la pensión que recibían los expresidentes y los inmensos aparatos de seguridad. Además de que estas medidas tienen un enorme simbolismo en un país con 50 millones de pobres, son parte de una política moderadamente redistributiva —muy moderadamente— en la medida en que estaría permitiendo destinar una mayor cantidad de recursos a los programas sociales.

Más allá de que se puedan o no considerar razonables o provechosos los grandes proyectos de infraestructura de este gobierno (incluso que sea discutible si debieron mantenerse en tiempos de pandemia), como el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas y el Tren del Istmo, lo cierto es que la decisión de invertir en la región sur-sureste del país —la más rezagada de todas— es también un objetivo perfectamente alineado con la principal motivación de un gobierno de izquierda: cerrar la brecha de las desigualdades entre regiones. Por otro lado, entre los dos grandes programas que se han establecido en la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) se observa una clara orientación redistributiva donde el discurso de “primero los pobres” parece materializarse más claramente que antes, cuando esa secretaría se caracterizaba por un gran número de programas de impacto limitado. Por un lado, está el Programa de Mejoramiento Urbano que para 2021 concentró sus acciones en 80 municipios del país y busca detonar el crecimiento económico en comunidades rezagadas, en las cuales se llevan a cabo obras de interés para los propios municipios empleando mano de obra local. Por el otro, está la estrategia de vivienda, que también concentra sus acciones en municipios muy pobres, donde se otorgan apoyos directos a las familias para que reconstruyan o amplíen ellas mismas sus viviendas, especialmente en el sur-sureste del país, donde existe el mayor rezago.

También en el ámbito educativo, a pesar de no estar entre las prioridades de este gobierno, el obradorismo ha virado a la izquierda. Tal es el caso de la reforma constitucional que obliga al Estado a garantizar el derecho a la educación superior, es decir, la obligatoriedad, la gratuidad y el acceso de todos los jóvenes a dicho nivel educativo.13 Lo mismo se puede decir de los dos programas orientados a la educación superior: Jóvenes Escribiendo el Futuro y Universidades para el Bienestar Benito Juárez. El primero es una beca para los jóvenes menores de 29 años que estén cursando estudios superiores en instituciones públicas, especialmente normales rurales y universidades interculturales, y busca evitar que abandonen sus estudios por falta de recursos. El segundo crea una red de universidades públicas federales (no son realmente universidades), que ha permitido acercar opciones de formación a jóvenes de bajos recursos en zonas marginadas del país. Se puede discutir la calidad de la oferta educativa que allí se recibe, e incluso el tipo de oportunidades que este tipo de formación habrá de brindarles en el futuro, pero no el hecho de que hay una apuesta por hacer llegar la educación a ciertos sectores desfavorecidos. Estas políticas, como señala Adrián Acosta Silva, buscan “incrementar la matrícula, la cobertura, la permanencia y la equidad en el acceso y el egreso de los grupos sociales tradicionalmente subrepresentados en la educación superior”, tanto los jóvenes de sectores de bajos ingresos, como los pertenecientes a pueblos indígenas y poblaciones rurales marginadas.14

Ciertamente, en algunos ámbitos, como se mencionó al principio de esta sección, el obradorismo ha adoptado —a veces por pragmatismo, otras forzado por las circunstancias— una agenda que podría parecerse más a la de gobiernos conservadores, y en otros más no es tan sencillo etiquetar las políticas de este gobierno como de izquierda o de derecha. Tal es el caso de la política económica. Como se explica con mayor detalle en el capítulo 3, el balance en este terreno es mixto. En varios elementos se puede observar una continuidad con el neoliberalismo y el decálogo del Consenso de Washington, aunque en otros se asoman intentos de ruptura. El objetivo de mantener el balance macroeconómico, la inflación bajo control y el libre comercio asemejan a López Obrador a gobiernos de derecha, pero la estrategia orientada a rescatar un Estado desmantelado durante décadas, recuperar su papel rector en la economía y afianzar el control de los recursos estratégicos (especialmente de los energéticos) son políticas compartidas con otros gobiernos de izquierda en América Latina.

En su relación con las organizaciones de la sociedad civil el gobierno puede ser criticado en la medida en que, al recortar recursos a todas ellas, afectó algunas iniciativas instrumentadas por organizaciones que tenían un trabajo genuino en el territorio. Sin embargo, también se han evitado intermediaciones perversas que alimentaban redes clientelares y hoy los recursos estarían llegando directamente a los beneficiarios. Es notable, sin embargo, que en su trato frente a la movilización social y los episodios de protesta —sean éstas de la naturaleza que sean— el presidente se ha negado de forma reiterada a utilizar la fuerza pública y a reprimir, lo que sitúa a esta administración mucho más cerca de la órbita de las izquierdas que de la cerrazón que comúnmente ha caracterizado a la derecha mexicana en su trato frente a la disidencia. Por lo que hace a las consultas públicas, si bien su organización ha dejado mucho que desear, no cabe duda de que se sitúan en una lógica de ampliar el derecho a la participación ciudadana, un tema que también ha estado en la agenda de gobiernos de izquierda, aunque en otras latitudes ciertamente ha alcanzado mayor consistencia.

En un continuum de izquierda a derecha también podemos ubicar la política exterior de este gobierno. La no confrontación con Estados Unidos, el cortejo a Donald Trump y el haber subordinado nuestra política migratoria a sus intereses (aunque podría argumentarse que fue para evitar consecuencias mayores en nuestra economía y la pérdida de millones de empleos) no son precisamente decisiones que acerquen a López Obrador a la izquierda, incluso lo distancian de las posturas antiimperialistas y nacionalistas que la han caracterizado. Sin embargo, otras acciones de política exterior, como haber otorgado asilo a Evo Morales o haber condenado en los términos más enérgicos el intervencionismo del secretario general de la Organización de los Estados Americanos (oea) en Bolivia y Venezuela —por servir a los intereses de Estados Unidos— aproximan a nuestro gobierno a una tradición latinoamericanista propia de nuestra izquierda.

Fuera del ámbito de las políticas públicas, hay otros elementos del modo obradorista de gobernar que también empatan con valores de cierta izquierda. El cambio que en estos años hemos vivido en la estética de lo público, donde la clase gobernante se ve forzada a evitar esa ostentación que resulta tan ofensiva para la gran mayoría de la población, junto a la reducción de sueldos y otras prerrogativas por parte de los altos funcionarios, difícilmente se habría visto en un gobierno panista. Esas políticas podrán tener un efecto mínimo en la cuenta general de la desigualdad, pero por más que representen tan sólo un pasito, no dejan de revestir un enorme simbolismo.

Empata también con una agenda de izquierda un estilo de gobernar que ha logrado reducir la distancia entre dirigentes políticos y pueblo llano, y una clase gobernante más cercana a los sectores populares. Lo mismo el tener un presidente que, mal que bien, se esfuerza por interactuar con gente de a pie y no sólo escucha a los interlocutores que han gozado un acceso privilegiado al poder durante los últimos años, como los autoproclamados “representantes de la sociedad civil” o los “expertos”. Con todo, también hay que reconocer que la falta de diálogo con estos grupos ha generado una discontinuidad en ciertas agendas de izquierda importantes para el país en temas tan diversos como el apoyo a proyectos productivos en el campo, la inclusión de las mujeres en la fuerza laboral, la erradicación de la violencia contra ellas o la legalización de las drogas, por mencionar sólo algunos.

Por último, hay otros elementos del modo obradorista de gobernar que hacen pensar que efectivamente la brújula ideológica apunta hacia la izquierda. Uno de ellos es el intento de promover una forma de gobierno “desde el territorio y no sólo desde el escritorio”, algo que —aunque está por materializarse— implica un interés por tomar decisiones a partir de cierto tipo de contacto con los sectores populares y no desde la lógica meramente tecnocrática. El otro es la dimensión de lo colectivo y lo comunitario. Hoy además de hablar de “ciudadanía” hemos recuperado la noción de “pueblo”, algo que tampoco transita fácilmente por la autoproclamada “izquierda democrática” que enfatiza la existencia de “ciudadanos” como portadores de derechos y está lejos de reconocer al “pueblo” como un sujeto colectivo. Al final, el hecho de que la política se haya vuelto cada vez más una cosa de todos, no sólo de los políticos o expertos, apunta hacia una sociedad más igualitaria.

Para la visión de la realidad y los intereses de una gran parte de los intelectuales y clases medias de sectores urbanos, hoy menos atendidos que en el pasado, es entendible que López Obrador no sea visto como un líder de izquierda o de lo que para ellos debe ser la izquierda. Habría que recordarles, sin embargo, que en un país con nuestros niveles de pobreza y desigualdad, antes que los fideicomisos, los presupuestos a los institutos de excelencia educativa o las becas del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), la verdadera métrica para identificar si una política es o no de izquierda son las que se dirigen a favor de las grandes mayorías, los sectores más marginados de la población; aquellos que nunca han estado en el centro de las decisiones del poder público; los que han sido objeto de un permanente abuso; los más olvidados de todos. Para esas mayorías históricamente agraviadas, el simple triunfo de López Obrador y el discurso que los reivindica como sujetos políticos son en sí mismos un avance.

AMLO y la 4T

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