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Después del 2 de julio

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Con el apabullante triunfo electoral que tuvo en 2018, Morena entró en una profunda crisis interna. Al carecer de institucionalización —reglas y procedimientos claros aceptados por todos— y al mismo tiempo depender de un líder carismático que optó por no meterse en los asuntos del partido —al menos oficialmente— se generó un enorme vacío de poder. Al poco tiempo, el partido empezó a repetir en gran medida la vieja historia del prd, al desatarse una guerra entre distintos grupos que buscaban tomar el control de la institución.

En el congreso que Morena celebró en agosto de 2018, el primero después del triunfo electoral, el partido tomó tres decisiones importantes: en primer lugar, crear el Instituto Nacional de Formación Política, al cual se le dio la responsabilidad de formar y capacitar a los militantes del partido y preparar a sus futuros candidatos. De acuerdo con la reforma estatutaria aprobada, este órgano recibiría 50 por ciento de las prerrogativas federales que corresponden a Morena (la jugosa cantidad de 400 millones de pesos), cosa que hasta el momento de escribir este libro no se había concretado porque los conflictos internos lo impidieron.

La segunda medida fue la reforma que facultó al Comité Ejecutivo Nacional a tomar decisiones que deberían asumir los comités estatales, como nombrar a delegados para sustituir temporalmente a los presidentes estatales y municipales. Ciertamente los consejos locales estaban desarticulados, pues muchos de sus presidentes o integrantes ganaron candidaturas y no había condiciones para llevar a cabo procesos internos en ese momento. Sin embargo, la decisión generó malestar entre algunas bases de Morena que tildaron la reforma de centralista. Esta decisión, que debía ser provisional, no ha hecho sino postergarse. El partido, por tanto, no ha logrado establecer dirigencias estatales surgidas de la militancia en cada entidad federativa.

La tercera decisión —quizá la más cuestionable de todas— fue permitir la reelección inmediata a cargos de dirección ejecutiva. Hasta entonces, los estatutos del partido no permitían a quien ocupara un cargo en un comité ejecutivo municipal, estatal o nacional postularse nuevamente a otro del mismo nivel. Con esta reforma, ciertos cuadros podrían mantenerse hasta nueve años en un puesto directivo. La medida, claramente, iba en el camino de conformar una burocracia partidaria que a la larga podrá eternizarse en la dirigencia, con el riesgo —que Morena buscó evitar en sus orígenes— de crear una distancia mayor entre la dirigencia y las bases partidistas.

Luego de varios ires y venires, se había decidido que la dirigencia de Morena se renovaría en noviembre de 2019. Sin embargo, la poca claridad del padrón de afiliados en el partido —padrón que, huelga decir, estuvo cerrado a afiliaciones a partir de 2018, con el fin de evitar la incorporación de nuevos militantes que pudiesen poner en riesgo los “equilibrios internos”— dividió a la militancia en torno al método de elección: una encuesta, que no estaba contemplada en los estatutos, y una elección a través del Consejo Nacional. En octubre de 2019 el Tribunal Electoral —que se ha caracterizado por una constante interferencia en la vida interna de un partido sin reglas aceptadas por todos— anuló la elección interna y le otorgó 90 días para revisar su padrón de afiliados y convocar elecciones. El fallo, sin embargo, nunca se cumplió. En enero de 2020, a través de un presunto acuerdo de unidad, se eligió a Alfonso Ramírez Cuéllar como presidente interino con el mandato de emitir la convocatoria para renovar a la dirigencia, cosa que el partido fue incapaz de hacer.

Al no poderse esclarecer el número de militantes y acrecentarse las pugnas, el Tribunal determinó que la elección se realizaría a través de una encuesta abierta. Tras emitir dos convocatorias, realizar una encuesta de reconocimiento y obtener un empate técnico en la segunda encuesta abierta, la dirigencia de Morena finalmente se definió en una tercera ronda entre Porfirio Muñoz Ledo y Mario Delgado, inclinándose por este último. El proceso, sin embargo, estuvo marcado por un nivel de conflictividad tal que por momentos parecía como si se enfrentaran candidatos de partidos distintos, si es que los golpes bajos no eran peores. El hecho de que algunos candidatos —notablemente Muñoz Ledo— no aceptasen el resultado y salieran a denunciar fraude representó un duro golpe a la credibilidad del partido.

Las encuestas para la designación de los candidatos han generado duros enfrentamientos en la medida en que ni las reglas ni la metodología han sido realmente claras y transparentes. En el proceso interno para elegir candidatos a gobernadores para 2021 —donde participaron unos 150 aspirantes distintos— fueron tanto o más cuestionadas que las tres realizadas por el Instituto Nacional Electoral (ine) en octubre de 2020. Así, por ejemplo, en Nuevo León, Tlaxcala, Guerrero, Zacatecas y Chihuahua bastó con que uno de los aspirantes perdiera la encuesta para dar pie a numerosos señalamientos e impugnaciones.

A diferencia de lo que ocurrió entre 2012 y 2018, Morena se ha caracterizado por ser una fuerza sin mayor vida orgánica. Ello no solamente se explica por el hecho natural de que el principal centro de gravedad está en el gobierno, y que allí fueron a dar los cuadros más relevantes, sino también por la muy larga disputa que mantuvieron sus dirigentes —desde Yeidckol Polevnsky hasta Alfonso Ramírez Cuéllar—, así como por la impericia para dotarse de una mínima serie de reglas respetadas por todos.

En los momentos previos a las elecciones de 2021, Morena en varias entidades federativas pareciera una franquicia electoral, un cascarón vacío con un alma extraviada. Hasta ahora, la burocracia partidista ha sido incapaz de promover iniciativas propias, debates de política pública o movilizaciones que puedan acompañar al presidente de la República. Ni siquiera ha podido emprender una tarea fundamental que se le encomendó desde el Congreso Nacional de agosto de 2018: la formación política de sus cuadros. El partido parece no tener otra función que colocar cuadros políticos —que muchas veces se importan ex profeso de otros partidos— en gobiernos, congresos y otras instituciones públicas.30

Aunque no es responsabilidad directa de López Obrador, preocupa que hasta ahora no haya mostrado mayor interés en promover la consolidación de un partido fuerte y con vida orgánica propia, y haya dejado la estructura prácticamente a su suerte al renunciar a ejercer cualquier papel de árbitro. Pero no solamente no tiene ese interés: también parece ver con buenos ojos la aparición de nuevos partidos que se han colocado en la órbita satelital de la 4T, como Redes Sociales Progresistas, Fuerza Social por México y Encuentro Solidario, e incluso la alianza con el Partido Verde y el Partido del Trabajo, mientras que todo parece indicar que se prepara para ir a 2024 con un amplio abanico de opciones electorales. Mientras tanto, quienes dentro de Morena debieran estar preocupados por dotar a esa fuerza de organicidad han visto al partido como un mero espacio de poder y han sido incapaces de trascender lógicas facciosas que en su momento hundieron al prd.

Entender el papel de un partido político implica diferenciar sus tres esferas fundamentales. Richard Katz las definió con claridad: el partido como estructura burocrática, el partido en el gobierno y el partido de base en el territorio. Cada una de éstas tiene su propia dinámica, sus funciones y motivaciones. La estructura burocrática de un partido programático, como se supone que es Morena, no tiene por qué limitarse a las preocupaciones del partido en el gobierno. Le toca apoyar a quien llevó al poder, desde luego, pero —al no estar sujeta a las mismas presiones— no debe ser presa de la misma lógica.

Es perfectamente válido y necesario que desde el partido se busquen materializar cambios sustantivos que escapan al partido en el gobierno y no están en la agenda presidencial. Así lo intentó hacer en su momento Ramírez Cuéllar, al afirmar que la política de austeridad tiene sus límites, al insistir en que México necesita establecer una medición de desigualdad o al poner sobre la mesa la necesidad de una reforma fiscal progresiva. Lamentablemente se trató de esfuerzos muy personales, no acompañados por la dirección del partido.

La Cuarta Transformación requiere un proyecto en un sentido de izquierda, capaz de trascender la próxima elección. Por eso es fundamental consolidar un partido político medianamente institucionalizado e ideológica y programáticamente consistente. Algo similar se antoja necesario dentro de sus grupos parlamentarios; lo que hemos visto hasta ahora ha sido a un conjunto de legisladores que, en lugar de robustecer o complementar la agenda del presidente, se han limitado a seguir instrucciones o a actuar de forma individual y aislada, promoviendo sus propias agendas y sin una visión de conjunto.

Como ya se mencionó, gran parte del éxito electoral de Morena —primero en 2015 y luego 2018— tuvo que ver con la labor hormiga de miles de militantes voluntarios que se movilizaron en todo el país, casa por casa y sección por sección, con el fin de convencer a miles de ciudadanos sin partido para sumarse a un nuevo proyecto político. Esa labor incluyó un trabajo de formación y concientización que hoy pocas fuerzas políticas llevan a cabo. El acompañamiento regular de López Obrador —que llegó a visitar de tres a cuatro municipios diarios en los últimos años— permitió a la larga crear 68 mil comités en todo el país en un trabajo territorial sin precedentes para un partido de izquierda en México.

Esta estructura de movilización, sin embargo, ha perdido dinamismo desde que el partido llegó al gobierno. Los comités territoriales de Morena han dejado de tener vida propia y de funcionar como espacios de discusión política capaces de impulsar un proyecto de izquierda. Más aún, estos comités hoy viven en un limbo desafortunado y peligroso, en gran medida porque los servidores de la nación, a pesar de fungir como un importante brazo operativo del presidente en el ámbito territorial, han desfondado en gran medida el trabajo y la presencia del partido.

Los “partidos movimiento”, como es Morena, tienen virtudes sobre el modelo partidista tradicional. En la medida en que están más cerca de la sociedad, pueden darle mayor protagonismo a su militancia y evitar ser víctimas de una excesiva burocratización. Cuando pasan de la oposición al gobierno, sin embargo, suelen terminar por convertirse más en partido y menos en movimiento. No necesitan perder sus vínculos con la sociedad, pero requieren imperiosamente mayor institucionalidad: reglas claras para regular su vida interna. La crisis por la que ha atravesado Morena durante los dos primeros años del gobierno obradorista tiene mucho que ver con la ausencia de esas reglas, pero también con la baja disposición que hay para respetarlas y la recurrente propensión de sus dirigentes a utilizarlas a modo.

Aunque por momentos se olvide, no debemos perder de vista que Morena llegó a ocupar el espacio que tenía el prd. No sólo una gran parte de los cuadros del nuevo partido viene de ahí, sino que Morena también vino a sustituir, como señaló Jesús Ramírez Cuevas, su función política e histórica en la lucha por la transformación democrática del país.31 En ese sentido, aunque muchos morenistas no lo quieran advertir, las dinámicas facciosas y formas de hacer política de aquel partido se han trasladado inevitablemente a esta nueva fuerza política. Así, aun a pesar de que los estatutos de Morena prohíben la formación de corrientes, su existencia ha sido inevitable en los hechos. Si en su momento el prd renunció a formar cuadros políticos y se convirtió en una “agencia de colocaciones”, como también decía el hoy vocero de la Presidencia, Morena parece estar reproduciendo esa misma lógica.

Al momento de terminar este libro, Morena parece ser todavía el partido favorito de la mayoría de los ciudadanos. Aunque su intención de voto es significativamente menor a la aprobación que goza el presidente, el partido se perfila —pese a sus problemas internos y el tiempo perdido en conflictos intestinos— como la fuerza política capaz de obtener el mayor número de las 15 gubernaturas que estarán en juego en la elección de 2021 y conservar la mayoría —quizá disminuida— en el Legislativo. La fortaleza electoral del partido no es gracias a sí mismo, sino a pesar de sí mismo. Se trata de una fortaleza atribuible a la debilidad de la oposición, pero también, principalmente, a la enorme popularidad de López Obrador, la cual se analiza a detalle en el capítulo 11. Mal harían los morenistas en creer que una fuerza política —cualquiera que ésta sea— puede mantenerse viva por mucho más tiempo con respiración asistida.

En un artículo de diciembre de 2018 Roberto Trad se preguntaba qué es la 4T. El estratega político decía: “La 4T es un eslogan. Así nomás… Una marca que podría permitir al proyecto sobrevivir el inevitable ocaso de su líder”.32 En otras experiencias revolucionarias, radicales o populistas (similares), “el proyecto muere con el hombre porque en el fondo el proyecto es el hombre”. Así ocurrió en Ecuador, explicaba, donde el proyecto se llamó Revolución Ciudadana, pero la comunicación se dedicó a promover la imagen de Correa; en Brasil, donde Lula personalmente fue quien impulsó a Dilma Rousseff; en Argentina, donde Cristina Fernández utilizó su apellido de casada —Kirchner— para mantener al proyecto en el poder; en Bolivia, donde Evo Morales ha sido el centro de gravedad. Excepcionalmente, en El Salvador el partido se convirtió en el dueño del proyecto, al terminar el periodo de Mauricio Funes. En Venezuela, sin embargo, la marca sigue siendo Hugo Chávez y el movimiento se aferra a su memoria a pesar del desastre en que se convirtió el país con Nicolás Maduro. A diferencia de todos estos ejemplos, señala Trad, la Cuarta Transformación encierra una idea transexenal: es la manera en que López Obrador logró verbalizar su más profunda ambición de trascender. En ese sentido, dice Trad, el término 4T ha logrado posicionarse como una marca poderosísima. Suponiendo sin conceder que estamos efectivamente frente a una marca o un eslogan, para que logre efectivamente asegurar su trascendencia hace falta consolidar una fuerza política que le dé viabilidad más allá de 2024.

Por lo pronto, de cara a la elección del 6 de junio 2021, el partido parece estar reforzando la estrategia de electoralismo atrapalotodo que lo caracterizó en 2018. Por ello en ciertas localidades está eligiendo perfiles capaces de ganar a cualquier precio, tomando figuras provenientes de cualquier partido, y en ocasiones de dudosa reputación. Varios personajes provenientes de la oposición —incluso algunos que abiertamente denostaron al gobierno de la 4T y al presidente López Obrador— aparecen como candidatos. Xavier Nava es uno de los primeros que saltan a la vista. El alcalde de San Luis Potosí que no ha logrado ser candidato por su partido, el pan, busca la reelección inmediata a través de las siglas de Morena, luego de que no escatimó en emplear adjetivos contra el gobierno federal y el presidente. La candidatura de Nava, que se hizo sin que mediara una encuesta o consulta para su designación, se impulsó a pesar de ser acusado de avalar la depredación de la Sierra de San Miguelito para negocios inmobiliarios, de usar operativos antialcohol como caja chica para sumar más de cinco millones de pesos al erario, y de haber contratado una playmate venezolana como responsable del área de imagen institucional con uno de los salarios más altos de la administración municipal. La militancia potosina también se enardeció después de que Mario Delgado anunciara a Mónica Rangel, secretaria de Salud del gobierno priista de Juan Manuel Carreras y señalada por varios casos de corrupción, como candidata a gobernadora de esta entidad.

A los casos de San Luis Potosí se suman los de Guanajuato, donde los diputados Luis Antonio Magdaleno y Jessica Cabal se fueron del pan por no conseguir las candidaturas a la presidencia municipal de Acámbaro y Abasolo, respectivamente; llegaron a Morena esperando una oferta electoral, son férreos opositores a la despenalización del aborto en Guanajuato y siempre se caracterizaron por oponerse a las políticas federales, especialmente en los temas energéticos y de seguridad. En Quintana Roo se postuló Raymundo King de la Rosa para ser candidato a la presidencia municipal de Othón P. Blanco, donde se ubica Chetumal; es acusado de ser un incondicional del exgobernador priista Roberto Borge, preso por corrupción. En el norte del país está el caso de la candidata al gobierno en Nuevo León, Clara Luz Flores, quien militaba en el pri hasta febrero de 2020. A la alcaldía de Monterrey se postuló Víctor Fuentes, quien como senador se declaró admirador de Felipe Calderón y lo enalteció porque “gracias su gobierno, México no tiene a tantos mexicanos viviendo en Miami como los venezolanos a causa de los bolivarianos”.

En la Ciudad de México también generó molestia la integración de Julio César Moreno, alcalde perredista de Venustiano Carranza, que no dejaba pasar la ocasión para llamar al presidente “pejemesías” y de acusarlo como “dictador que busca convertirnos en Venezuela”. A tal grado llegó la inconformidad con el proceso de selección de candidatos en el partido que el historiador Pedro Salmerón presentó ante la Comisión de Honestidad y Justicia de Morena una denuncia contra el dirigente Mario Delgado por la “reiterada” violación de los estatutos del partido en la designación de candidatos.

Pero si hay algo realmente preocupante en buena parte de las candidaturas no es que hayan surgido del pan o del pri o que se trate de figuras que en el pasado cercano denostaban a López Obrador. Más grave aún es que se recurra a políticos de lo más impresentable con historias de violencia, corrupción y patentes conflictos de interés, y que éstos utilicen las siglas del partido para asegurarse impunidad y disfrutar de un fuero constitucional. En Ciudad Juárez, por ejemplo, al alcalde independiente Armando Cabada, quien se presenta como candidato a diputado plurinominal, se le acusa de ser uno de los beneficiados de la nómina de César Duarte, a través de la cual se desviaron millones de pesos. También se le imputa haber participado en feminicidios y actos sexuales con mujeres desaparecidas en los años noventa, como se relata en el libro Cosecha de mujeres, de Diana Washington. Para presidente municipal de Juárez está el expanista y exemecista, Cruz Pérez Cuéllar, también acusado de recibir sobornos de César Duarte y quien está enfrentando un proceso de desafuero a solicitud de la Fiscalía de Chihuahua. Su agenda en el Legislativo ha tenido poco que ver con los principios de la 4T. Según militantes inconformes, básicamente ha operado en beneficio de la desregularización del sector energético para pagar los favores económicos de quien financió su campaña.

En Nuevo León, el rostro joven y fresco de Clara Luz Flores, ya mencionado, es la cara detrás de la cual se oculta el cacicazgo de Abel Guerra, quien hizo jugosos negocios a través de una constructora manejada por Juan Antonio Neri, uno de sus prestanombres, cuando Clara era alcaldesa de Escobedo. Al matrimonio se le imputa la formulación de un plan de desarrollo urbano en ese municipio para favorecer sus propios intereses. Además la pareja fue acusada por estar detrás del secuestro del periodista Víctor Badillo, violentado por denunciar lo que parece ser un largo historial de negocios ilegales. Nadie sabe a cuánto asciende la fortuna de Clara y Abel y la candidata ha rechazado publicar su 3 de 3.

En Quintana Roo, Marciano Dzul Caamal, un cacique local cercano al exgobernador Roberto Borge, compite para la alcaldía de Tulum, después de haber sido su presidente municipal por las siglas del pri entre 2009 y 2011. En medios ha trascendido que Dzul presumía tener 100 millones de pesos disponibles para el partido que apadrinara su candidatura. Otro caso polémico en ese estado es el de Laura Beristain, quien va por el municipio Solidaridad, y cuyas acusaciones de corrupción en obras de remodelación de la emblemática Quinta Avenida de Playa del Carmen han sido incluso tema de las “mañaneras”.

En suma, de cara a la elección de 2021, Morena muestra claramente las consecuencias de una dirigencia que ha sido incapaz de estar a la altura de lo que se espera de un proceso pretendidamente transformador. En lugar de haber aprovechado un tiempo valioso para consolidar el partido que se creó antes y durante 2018, toda su energía se volcó en la disputa interna. Nadie o casi nadie ha priorizado la construcción de un partido fuerte, la formación de cuadros, la vida orgánica interna ni la necesaria institucionalización del movimiento. Es por eso —y por dar preferencia a los triunfos electorales a cualquier costo— que llegado el momento de elegir candidaturas en muchos sitios parecía no haber otra alternativa que recurrir a las figuras más populares en cada lugar, sin importar de dónde vengan. Una caricatura de Chelo Pérez Rubio ilustra con una metáfora dramática esa realidad: dos barcos navegan juntos, uno es el buque morenista que avanza a flote con la meta clara de llegar a 2021. Lo acompaña otro barco a medio hundirse. Uno y otro están unidos por una cadena, peligrosa porque, a través de ella, el barco del antiguo régimen puede hacer que el buque morenista también se hunda y porque sobre ella se enfilan las ratas del antiguo régimen para evitar ahogarse. ¿Será ése el futuro de Morena?

AMLO y la 4T

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