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La 4T bajo la lupa

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La pluralidad de la coalición obradorista se ha traducido en un gobierno caracterizado por numerosas contradicciones. De manera simplista y reduccionista, la comentocracia ha querido reducir esta diversidad a dos versiones distintas: los “moderados” y los “radicales”. Los primeros serían los “racionales” y “sensatos”; los segundos, “los loquitos” y los malos de la película. Sostengo que esa división es políticamente tramposa y tiene el objetivo de disciplinar a la izquierda y dirigirla a la moderación, además de que nos hace perder de vista la complejidad del obradorismo.

Podemos pensar al menos en seis agrupaciones distintas dentro de la 4T. En primer lugar están los programáticos de izquierda, quienes tienen una fuerte base doctrinaria que tienden a priorizar por encima de cálculos políticos. Ahí podríamos identificar al exsecretario de Medio Ambiente, Víctor Manuel Toledo; al subsecretario de Agricultura, Víctor Suárez; a María Luisa Albores, primero secretaria de Bienestar y después de Medio Ambiente; a Jesús Ramírez, vocero de la Presidencia; a Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos; a Paco Ignacio Taibo II, director del Fondo de Cultura Económica; a Luciano Concheiro, subsecretario de Educación Superior, o a Elvira Concheiro, tesorera de la Federación. Figuran también los ideológico-pragmáticos, cuyo discurso apela fuertemente a una doctrina o a un programa de izquierda, aunque se combine con un proyecto político propio o con ciertos cálculos políticos; pertenecen a ese grupo Irma Eréndira Sandoval, secretaria de la Función Pública; Rocío Nahle, secretaria de Energía, o Gabriel García, coordinador general de Programas Integrales de Desarrollo.

Están, por otra parte, los obradoristas incondicionales: los de la mayor confianza del presidente y que lo han acompañado lealmente durante años: Octavio Romero, hoy director de Pemex; Alejandro Esquer, su secretario particular; César Yáñez, vocero durante muchos años y hoy titular de la Coordinación General de Política y Gobierno; Bertha Luján, su contralora en el gobierno de la Ciudad de México y hoy presidenta del Consejo Nacional de Morena; Rosa Icela Rodríguez, quien llegó a la secretaría de Seguridad Pública hacia finales del segundo año de mandato, así como Horacio Duarte, primero subsecretario de empleo y luego administrador general de Aduanas. Probablemente también Raquel Buenrostro, quien primero fue oficial mayor de Hacienda y luego titular del Servicio de Administración Tributaria, ha pasado a integrar este grupo cercano al presidente.

Otro conjunto importante es el de los políticos profesionales. Éstos no necesariamente se ubican en el campo de la izquierda (algunos sí en el progresismo) y tienden a ser centristas y pragmáticos por encima de todo. Muchos de ellos destacan por su eficacia política y en esa medida le son sumamente útiles al presidente. Ahí están Marcelo Ebrard, Mario Delgado y Zoé Robledo. Ricardo Monreal, también en este grupo, es una suerte de pragmático radical. También están los técnicos de centro-izquierda: son normalmente académicos o algo parecido a funcionarios de carrera, con menos experiencia política. Ahí podemos ubicar a Graciela Márquez, exsecretaria de Economía; Gerardo Esquivel, subgobernador del Banco de México; Arturo Herrera, secretario de Hacienda, y Hugo López-Gatell, subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud.

El empresariado 4T es el sexto de los grupos importantes. En general, han dedicado su trayectoria al sector privado y normalmente velan por sus intereses en la medida en que ningún empresario está peleado con su billetera; otros han trabajado para empresarios aunque no lo sean ellos mismos. Los mejores ejemplos de este grupo son Alfonso Romo y Víctor Villalobos. También están Eugenio Nájera, quien fungió como director de Nacional Financiera, o el otrora subsecretario de Minería, Francisco Quiroga. Fuera del gobierno, un buen ejemplo de empresariado 4T es el senador Armando Guadiana, quien en marzo de 2020 llegó a decir que antes que ser senador era empresario. El presidente debe saber que este tipo de cuadros cabildean a favor de intereses particulares o incluso personales. Y a pesar de que esto pone en duda la narrativa de separación entre el poder económico y el poder político, le permiten una interlocución necesaria con el primero.

Naturalmente, el presidente no se apoya por igual en todos los grupos y personajes aquí mencionados. En algunos confía más, en otros menos; a unos los necesita más que a otros. Sin embargo, todos fueron parte de una lógica de campaña que buscó representar una amplitud de visiones y que, en el armado político original —no necesariamente es el que ha prevalecido a medida que el presidente parece sentirse más fuerte en su posición—, buscó conciliar intereses diversos para garantizar equilibrios como parte de una necesaria estrategia para asegurar la gobernabilidad del país.29 Claro, en los hechos hemos visto que la filosofía que guía al presidente, donde “no importa el cargo sino el encargo”, permite que fácilmente algunas figuras estén ahí para desempeñar un papel decorativo.

Al margen de estos seis grupos y de menor influencia hay otro que forma parte de la gran alianza obradorista: es el que engloba un buen número de jóvenes que adquirieron visibilidad durante los últimos años a partir de su activismo en las redes sociales y su presencia en medios de comunicación; son los aquí llamados influencers orgánicos, una versión disminuida de los intelectuales orgánicos que la izquierda tuvo en otros tiempos, aunque con la particularidad de que hoy buena parte de ellos también forma parte de las nóminas del sector público, y que está fuertemente relacionada con lo que llamo el obradorismo religioso.

Como señalé en la introducción de este libro, buena parte de las izquierdas, entre ellas la 4T, ha sido incapaz de apartarse de la equivocada idea de que autocriticarse aporta “armas al enemigo”, una lógica desde la cual cualquier forma de disenso es censurada. Aunque dudo que exista un pensamiento dogmático entre la mayoría de los funcionarios de este gobierno, sí existe en un sector de cuadros que presentan un ánimo permanentemente exaltado —jóvenes en su mayoría—, una forma de obradorismo religioso. Para ellos, cualquier crítica es inadmisible, incluso en espacios privados, ya no se diga en foros públicos. Curiosamente han entendido su militancia —que a pesar de su ferviente adscripción al “proyecto” a veces se limita a pelearse en redes sociales— como una justificación permanente de la palabra de López Obrador. La suya es una religiosidad política muy particular porque, antes que defender un sistema de pensamiento o una ideología, expresan una postura política que automáticamente se alinea a las declaraciones coyunturales que emanan de la voz presidencial.

En lugar de recurrir a argumentos de fondo, repiten, casi sin pensarlas, frases y consignas presidenciales. A veces pareciera que, para ellos, pedir evidencia sólida antes de tomar decisiones es neoliberal y medir o exigir rigor en la toma de decisiones es de tecnócratas, mientras que dudar de las acciones o decisiones del presidente, incluso frente a lo evidente de algunos errores, es un acto de soberbia. Cualquier crítica que proceda de la oposición o la comentocracia —sea cual sea— está mal por venir de quien viene. Y claro, cualquier simpatizante del obradorismo que se acerque a sus argumentos es peor incluso que la propia oposición.

Lo que en gran medida caracteriza a buena parte de los influencers orgánicos y obradoristas religiosos es el culto a la personalidad de López Obrador. Recordemos cómo este término define la elevación a dimensiones casi religiosas o sagradas de figuras de líderes carismáticos en la sociedad o la política. La base teórica del culto a la personalidad radica en una concepción idealista de la historia, según la cual el curso de esta última no es determinado por la acción de las masas del pueblo, sino por “los deseos y la voluntad de los grandes hombres”. Traducido al México de hoy, este planteamiento es el que los lleva a creer que el sustento del movimiento en todo momento es y debe ser amlo, en lugar de asumir que es el movimiento lo que debe sustentar al presidente.

El riesgo de propugnar este culto personal es que, antes que seguir los planteamientos generales de un proyecto político o pensar que se pueden tener acuerdos y desacuerdos frente a un líder, se asume que es necesario suscribirlo todo; aun sin alcanzar a entender las razones del presidente, terminamos dándole el beneficio de la duda pensando que “él sabrá por qué lo hace”. Con ello, en lugar de concebir al líder como el representante de un proyecto y el sentir de las masas, se termina por asumir que éstas deben actuar en la dirección que establece el líder y subordinarse a él por completo.

En este sector hay de todo: desde quienes recurren a su bagaje académico y a discursos bien fundamentados —aunque otras veces de una excentricidad notable que se disfraza detrás de una arrogante impostación y palabrería grandilocuente— hasta quienes están dispuestos a hacer cualquier payasada para figurar en el debate público y mostrarse aún más obradoristas que el propio López Obrador. Hoy se sienten estrellas muy elocuentes, pero quizás algunas de sus participaciones serán registradas para la posteridad con todo y risas grabadas.

Un elemento en común de buena parte de estos influencers orgánicos del obradorismo religioso, sin embargo, es que tienen una fuerte dependencia del presupuesto público, ya sea porque ocupan algún cargo o porque utilizan sus participaciones en medios y redes para alcanzar un puesto en algún aparato estatal o hacerse de consultorías y proyectos. Salvo excepciones, no ha surgido entre las vocerías obradoristas ni entre los intelectuales simpatizantes al régimen una masa crítica de cuadros que opere con independencia de los cofres públicos. Tanto la generación mayor como la más joven dependen hoy, mayoritariamente, de algún tipo de aparato. Con ello, cualquier impulso crítico choca inevitablemente con sus propios proyectos personales: desde ocupar un cargo y mantenerse en él hasta la oportunidad para hacerse de un pequeño, mediano o gran patrimonio, según el caso.

Entre ciertos jóvenes influencers orgánicos y obradoristas religiosos se observa un patrón común: están ávidos de serlo todo en muy poco tiempo. En esa lógica algunos de ellos buscan acumular cargos, salarios y comisiones en el sector público, convertirse en figuras mediáticas, y hasta hacerse candidatas y candidatos desde el presupuesto público y la política tuitera, antes que a partir de su trabajo político en el territorio. ¿Se vale? ¿Es ético? ¿Le sirve eso a la 4T y al presidente? Ciertamente, el obradorismo necesita defensores no sólo en la política sino en la sociedad, más aún cuando existe una comentocracia allá afuera dispuesta a practicar permanentemente nados sincronizados. Sin embargo, no ayudan a la 4T quienes celebran absolutamente todo de forma acrítica, cual si se tratase de defender dogmas de fe y no acciones políticas que siempre —bajo cualquier gobierno— tendrán elementos susceptibles a la crítica.

AMLO y la 4T

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