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9. No hay como la pachanga, maestra

No hay como la pachanga, maestra, la colombiana, remeciendo sus pechos, vamos, camarada Eva, aprenda usted a bailar la pachanga conmigo, suelte esas caderas, los hombros, así, el pecho p’alante, la cabeza libre p’atrás, ay, pachanga rica, sabrosita, no haga pasos de polka, venga, qué pachanga, carajo, se mete el brasileño con sus grandes caderas, no hay como la samba, ricura, con la samba se dice todo y se puede olvidar toda esta porquería y yo con esta samba la convierto a usted en una pura lascivia, qué profesora ni qué camarada, usted es una chiquilla, una bonita chiquilla, venga a aprender la samba y verá lo que es lindo, vos te callás, boludo, que está diciendo pavadas, señorita, lo único que vale la pena es el tango, se lo digo yo, que lo tengo aquí adentro, usted va a sentirse otra si baila un tango conmigo, uno de arrabal, oh, no sabía a quién oír ni con qué ritmo moverse, y estaba entera rosada de pudor y de ardor, la música de ustedes es tan hermosa, pero tan desconcertante, dicen ustedes tantas cosas con la música. Eran sus mejillas las que se incendiaban, y sus largas, gruesas y palpitantes piernas ensayaban torpemente uno y otro ritmo, con los mismos pasos rígidos, como una potranca de circo alemán, y los muchachos se disputaban el tocadiscos para enseñarle todas las músicas bailables desde el Caribe a la Tierra del Fuego, oh, me gustaría tanto tomar el sol y bailar en las playas, de noche, como ustedes.

—Es que ustedes son tan fríos, maestra —el mexicano de cara de melón—; cuando usted llega a un lugarcito de México, al mismo Monterrey, digamos, donde yo vivo, todito el pueblo se la amista al minuto, no la dejan sola, y vengan invitaciones y música, y cualquiera se sentiría ofendido si no quedara contenta, cansada de contenta, y de comidas y bailes.

—Pepito tiene toda razón, chiquilla. Con socialismo, sin socialismo, ustedes son tan tristes. Ayer quise besar a una muchacha en la plaza, solo besarla de simpatía, no crea, ¿y sabe qué? Me dio un puñete, como un hombre, la bruta. Si usted fuera al Brasil, chiquilla…

—¿Hace mucho tiempo que llegó usted a Santiago, Teófilo?

—¿Cómo, cómo?

—Si hace mucho tiempo que llegó usted a Santiago, desde Temuco.

Afirmado en la puerta del café, abrumado por el roce y el paso de gentes que deberían estar haciendo algo o, al menos, excusándose de su existencia, los ojos al cielo, al humo y al hollín que viajan de un edificio al otro por la calle Ahumada.

—Hombre, yo no he llegado a parte alguna. Por quién me toma usted.

Al fin, desorientado por órdenes y contraórdenes, el tocadiscos no funciona más y Eva se muestra fatigada y con ganas de dormir. No todos alcanzan a hablarle de los increíbles lugares y placeres que no conoce.

—Buenas noches, maestra, buenas noches, camarada Eva, bonas noites, chiquilla, mi cuarto es el 202. Buenas noches.

—Por favor, aguarde usted, ahora alcanzaría a resolver su consulta.

En el umbral de la puerta, Héctor se sonrojó involuntariamente y, ante sus compañeros, quiso decirle que aquello no tenía urgencia. Pero se quedó en el umbral, esperando que los otros se alejaran con sus comentarios maliciosos, los indiscretos. Cerró la puerta, tras de sí. Ella lo miró sonriente, quieta, como esperando que ahora él pusiera otra música y la abrazara. Pero él no supo aprovechar a tiempo esa disposición, temió equivocarse y desvió los ojos. Ella se sentó en la cama, todavía rosada y, sin embargo, con la frente pálida, cubrió sus rodillas brillantes con la falda áspera y burda, cruzó sus rodillas, de modo que las vibrantes carnes de sus grandes piernas fueron un instante visibles, y vertió algo que él no pudo comprender en sus pequeños ojos color de limonada.

—Me preguntaba usted por la poesía checa. ¿Conoce usted a Nezval?

Ven, dulce Madelón, ven, Hedvidka, ven, Kazi

el Moldava canta para sí y Madelón no viene.

Quienes descubren la poesía checa de este siglo reconocen equivalencias de un Apollinaire, de un Éluard, para indicarle el espíritu de una poesía que existe entre nosotros. Amo a Nezval, y ahora a Dylan Thomas.

—¿Conoce a Dylan Thomas?

—Comencé a leerlo hace muy poco, después de que mi padre me regaló unas servilletas con unos versos y dibujos suyos. Fueron muy amigos cuando él estuvo en Praga. Dice que repartía dinero a todo el mundo, que pedía mujeres y los insultaba a él y Nezval porque habíamos abolido la prostitución. Dice mi padre que a él le gustaba el socialismo solo como una posibilidad intelectual, pero que lo encontraba tedioso y sensualmente degradante, en la práctica.

Ella ríe y él sigue su sonrisa desde una silla distante e incómoda, cuidándose de configurar, inequívocamente, una expresión interesada y divertida. ¿Con qué pretexto podría ahora acercarse? ¿Podría ser que las cosas sean concebidas aquí de algún otro modo, sobre todo, considerando que ella es su profesora? Sin embargo, Dylan Thomas, aun en otro mundo, tan osado con sus jóvenes auditoras… Eva parece adivinar sus pensamientos, baja los párpados, una tela transparente, verdiazulada, y estirando sus brazos sobre las piernas, cubre sus rodillas además con sus manos.

—Oh —dice—, yo no sé ocultarlo cuando siento simpatía por alguien.

Y el rubor satura entonces toda su cara que vuelve hacia la pared, y Héctor puede imaginarse que sus piernas, sus largas y pesadas piernas, también se cubren de rubor. Sintiéndose sorprendido en la timidez de su imaginación, camina hacia ella con una hipócrita calma, con cara de corresponder a eso que ella ha llamado simpatía y no al directo deseo que le inspira, disimulando apenas, mientras da esos pasos, esa conocida y siempre sorprendente actividad de sus glándulas, sabe que los pigmentos de sus ojos sufren un cambio refractario y, antes de tocarla siquiera, siente que una cápsula se abre en el fondo de su vientre y vierte fluidos en vasos que tendrán fatalmente que verterlos a su vez, no sabe por qué debe aparentar ante Eva que ello sucede por razones ajenas al estímulo de sus gigantescas piernas, todavía intenta parecer distraído de las actividades de ese laboratorio genital instalado en su cuerpo, Dylan Thomas deslizando su mano entre los cuellos almidonados de las escolares de Iowa —lo mismo que en el hombre visible de su escuela, que sigue representándole el cuerpo como una fábrica llena de obreros, tuberías, ascensores, grúas, máquinas relucientes y eficaces—, aquella región ambigua y opaca, ahora activa de secreciones y trasvasamientos, continúa trabajando, pero en la sombra. Ese leve mareo, esa suave pérdida de la exacta realidad, ese abandono de tu situación física, recientemente distante respecto a la persona que te hablaba —¿no es una pérdida de la actividad intelectual?—, la sangre deserta la mitad de tu cabeza cuando infla, tensa y tersa el bulbo oculto entre tus piernas, que la contiene más placenteramente; el equilibrio, el pensamiento, la atención, han trasladado su centro al sitio de origen, no más conciencia ni memoria, vuelves a ser, momentáneamente, el cuerno de la abundancia, y vuelves a reencontrar tu única misión indiscutible, la de perforar, penetrar y verter tus fórmulas, con tu encubierta trompa, nostálgica de una boca secreta, tu mentirosa vida de pretenciosas responsabilidades, pene penetrador solapado, única medida de lo tangible, la vida no es otra cosa que apariencias y desplazamientos siempre ajenos si no penetras la carne viva y untuosa, tus glándulas conocen mejor que tú la función de tu vida, y hasta podrían elegir mejor que tú la conducta que debes seguir, qué te importan el rostro y el destino de lo que penetres, el misterio de dónde, cómo, a quién penetrarás mañana, he ahí tu misión, tu vocación —los ojos atenúan la luz del cuarto por sí solos y una temperatura especial de la piel restringe el espacio a la justa intimidad—, penetrar y penetrar, en una y otra parte de los desplazamientos, contra distintas apariencias y con distintas invocaciones, hasta encontrar justamente el sentido posesivo de la penetración, lo reconocible, una solicitud insustituible, reiteradamente el mismo encantamiento con los mismos gestos, para dar origen a otros fenómenos que habrán de heredar la misma manía, la misma nostalgia penetrante, y que habrán de proseguir la misma aventura, oh, retenida ebullición, precipitaciones irreversibles, estás penetrado de impaciencia y vehemencia. Abraza su cabeza y él redescubre su propio volumen mediante los brazos de ella que lo ciñen, tanta ropa, siempre hay tanta ropa, Dylan Thomas agarrándole el culo a las vírgenes de Pomona que escuchaban sus versos, como si nunca se estuviera preparado para quedar desnudo en un momento propicio. Es urgente penetrar en algún instante indeterminado por los usos y toda la sastrería inglesa y hongkonesa no ha diseñado nada conveniente a esa eventualidad, la ropa atascada en sus pies, aprisionándole, en sus cabezas, asfixiándoles, no, dice Eva, eso no, eso no, y él no podrá desarrollar todo aquello con un mínimo carácter ritual, como un espectáculo inmediato para sí mismo, no, eso no, oculta su cabeza y entonces él debe disponerse a penetrar allá lejos, allá abajo, sin el recuerdo de un rostro que conoce lo que la penetra, oh, no, tengo tanto miedo, la puerta quedó sin cerrojo, alguien puede venir, cállate, no vendrá nadie —su ira, la ira de los violadores por los pensamientos ajenos—, puede sentir la temperatura del color rosa en sus mejillas, coge sus muslos con ambas manos y siente una salomónica sensación de poder, Dylan Thomas con las manos perdidas entre los muslos de las estudiantes de Indiana, quiere reírse a carcajadas a causa del goce de ese poder, quiere llamar a todo el mundo y decir aquí estoy en mi lugar y haciendo lo único que sé hacer, lo único que aprendí a hacer en la vida, es increíble que la posesión de ese nalgatorio a manos llenas produzca una felicidad semejante, está embellecido de risa con esa abundancia entre sus manos, e impaciente por penetrarla, déjeme usted, sus compañeros van a sospechar de nosotros, acaricia sus gruesas, tensas y sedosas piernas que nunca terminan, que llenan la habitación, ásperas como la seda ordinaria, cubiertas todavía en parte por las medias color de piel de pollo, oh, alguien va a entrar, ahora no, pero él ya había sentido la proximidad, el tacto de la boca resbaladiza y cálida, y nada en el mundo podía impedirle traspasarla, ninguna catástrofe, ninguna consideración, ni siquiera esa mano de ella, porfiada e hiriente, que parece pertenecer a un tercer cuerpo y que lo sujeta a una corta distancia. No lo dirá usted a nadie ¿verdad?, ¿me jura usted? Lindo momento de preguntar tonterías, despacio, despacio, por favor, aguarde usted, siento que alguien viene, y todavía sin meterse adentro, todavía sin descansar de toda esa presión de la sangre contra la dulce piel de su miembro, sin echar a andar el contenido pulsante y quemante de sus vasos, su mano conteniéndole en el momento más vehemente de su ofrenda, podría simplemente matarla si para ello bastara una palabra, y todos tendrían que comprender, siente que los líquidos se ponen en movimiento en esa red de tubos, basta un esfuerzo más o una distracción para que apuren su viaje, al fin no van a esperar eternamente otra voluntad que la propia, y ahora es de un modo agresivo como él aparta su mano, apague usted la luz, por favor, es de un modo grosero como le abre las piernas, pesadas, cimbrantes, y como irrumpe a través de una garganta ceñida y resbaladiza. Es ahora cuando lo abraza y se olvida inconsecuentemente de todas sus historias, ahora que el calor de lo penetrado es demasiado violento y provocante, ahora, cuando ya la fluidez es irreversible y la goma caliente acrecienta su velocidad, ya no le importan sus brazos atrayéndole ni sus piernas abiertas como los brazos de Pío xii, ni el extenso círculo que sus nalgas comienzan a dibujar en el cielo, ya es tarde para ti, la clepsidra estalla, no puede usted hacer eso dentro de mí, no puede, otra vez su mano rechazante, todo se precipita en borbotones hirvientes y espesos al final del retenido viaje, su mano te retira, su mano hostil desvía el curso, y tú mismo das un salto y te contraes solitariamente, toda la preciosa miel recogida y macerada a través de viajes y sueños, se derrama torpemente, inútilmente, sobre su vientre, forma una poza inerte, apenas humeante, junto a su ombligo, ese barniz que estaba hecho para embalsamar el espacio penetrado, para estigmatizarlo, de modo que te recordara algo tuyo hacia donde volver, cerca de lo cual dormir apaciblemente en las próximas noches, te quedas temblando, sin reconocerte, ya sin ganas de penetrar ninguna cosa, casi distraído del cuerpo que todavía yace bajo el tuyo, para qué preocuparse más de todo aquello, debe ser tarde y estás tan cansado. Es solo entonces cuando ella recién lo besa con la boca y comienza a acariciarlo y a moverse hacia él con avidez, como una bacante, deseosa de ser penetrada.

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