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2. Los altoparlantes y el ruido de las turbohélices

Los altoparlantes y el ruido de las turbohélices y las conversaciones y los llamados producen en ti una confusión de la realidad, un aislamiento sensorial, ya estás viendo el presente como pretérito. En la noche te has ido a dormir a casa de tu mujer, como en un último don de tu presencia antes de ese viaje, después de años de separación imprecisa, con una vaga intención de conservar un puente en caso de nostalgia, ahí estás con ella en el aeropuerto, como un hombre que hace las cosas correctamente y, sin embargo, no puedes evitar que todo eso tan tangiblemente presente —el peso de las maletas, el certificado de vacuna, sus dedos que se hunden en tu brazo, como para obligar el paso de una pasión que nunca ha convenido a su naturaleza—, no puedes evitar que todo eso se convierta de inmediato en un remoto pasado, en una imagen que has visto indiferentemente en uno u otro film en un cine de barrio, no tienes paciencia con esa lentitud de la realidad. Además, todo se convierte en algo insensato, la fantasía de lo real se hace inverosímil e insoportable: estás viendo, a pocos metros de ti, justamente a Octavia, la misma Octavia, que en el mismo momento viene a despedir a un amigo, que sin duda viaja en el mismo avión. Demasiado complicado y calculado para la realidad, es insensato que Octavia despida a un amigo que quizá es el amante que no eres tú y que tu mujer despida a un esposo que tampoco eres. Te has puesto rígido, como si así no pudiera vertirse tu emoción. Hay alguien que está físicamente demás en ese cuarteto —¿probablemente tú?—, hay algo en su distribución que un simple intercambio de personas no remediaría. Y, no obstante, hace dos días o menos, Octavia reapareció en tu cuarto, desesperada de tu partida, reanimada de aquella caprichosa pasión y avidez de otro tiempo.

¿Y si todos los actos, todas las posibilidades hubieran sido para ella igualmente legítimos? Esa caída de tu estómago hacia un abismo submarino, ese mareo de la contención erótica, esa lentitud en partir. No puedes reconocer que la ves, has elegido que sea tu mujer quien te despida —¿qué habría hecho Octavia si se lo hubieras pedido?—, a tu mujer los abrazos, las promesas, pero comprendes que al abrazarlo a él ella también te está abrazando, que al abrazar a tu mujer la abrazas a ella, con esa otra emoción que crea el tacto de Octavia en tu memoria, y mientras caminas por la pista hacia el avión, y mientras él camina a unos pasos tuyos —el ruido de los motores y el viento de los reactores enmudece todas las voces, deforma todas las expresiones, y los rostros gesticulan y las manos se alzan en un territorio que ya está fuera del espacio sensorial—, mientras caminas ves ambos rostros en la vidriera de los visitantes y sus múltiples expresiones hacia atrás, agitas tu mano en dirección a ellos y, enseguida, todo eso entra a formar parte del pasado con una vertiginosidad que te desespera y excita.

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