Читать книгу Zoom - Hernán Valdés - Страница 9

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3. El mayordomo del kolej

El mayordomo del kolej les representó su más absoluta ignorancia: adelantó el mentón, alzó las cejas y los hombros, puso los ojos en blanco y tornó las palmas hacia arriba. No, él no sabía nada. Dio a entender, siempre gesticulando, que eso dependía únicamente del Ministerio, allá, en Praga. Le instaron, en esa misma forma, a que llamara por teléfono, para obtener alguna información sobre el comienzo de los estudios, pero entonces él adoptó una actitud casi escandalizada, como si acabaran de decir un despropósito. Viendo el desconcierto de ellos, intentó explicarse: tal intervención podría ser mal considerada, una falta de tacto, una demostración de desconfianza, justamente cuando allá todos estarían preocupados y conocerían mejor que ellos mismos sus conveniencias y necesidades. ¿Qué podrían pensar de su prudencia, y qué de su impaciencia, cuando, en fin, no les faltaba nada? Además, todavía quedaban unos días de sol y podían libremente pasear, jugar al fútbol, descansar. ¿No era eso enteramente agradable antes de que se iniciaran las clases de idioma y de que comenzara el duro invierno? Más tarde, echarían de menos esa libertad.

Semanas después, vieron llegar a un joven melancólico, alto, desarreglado, con un saco de viaje en la espalda, que dijo ser un profesor. Hablaba español e inglés, y fue asediado a preguntas. Fue prácticamente forzado, esa misma tarde, a dar una clase de checo, pues ya nadie soportaba seguir viviendo en la aldea sin tener algún contacto con sus habitantes, sobre todo con las muchachas. El hombre enseñó como pudo una veintena de frases, que nadie consiguió pronunciar, pero no respondió adecuadamente a ninguna pregunta. Él mismo parecía no saber si estaría en condiciones de dictarles una próxima clase, el Ministerio no le había dado ninguna instrucción precisa a ese respecto. Tampoco sabía si vendrían otros profesores pronto, eso dependía de una sección especial a la cual él no tenía acceso. No pudo tampoco explicar nada sobre la aldea ni sobre las razones de su elección para albergarlos. Dijo que era la primera vez que pasaba por allí y que a lo más podía suponer que su nombre, Dobruška, podía significar “buenísima” o algo parecido. Numerosos muchachos, que pertenecían en sus países a organizaciones comunistas, le pidieron que los relacionara con el partido local, para ser de alguna manera útiles a la aldea, o para conocerse simplemente con los jóvenes, pero él afirmó no pertenecer al partido y explicó que, aun en el caso de haber pertenecido, no podría haberlo hecho sin una autorización especial de Praga, refrendada por el Ministerio. ¿No podía entonces promover personalmente una reunión, presentarlos, servir de intérprete en alguna conversación con los jóvenes de la aldea? No, él no estaba autorizado ni era conocido allí. Era mejor esperar alguna circunstancia propicia, que se diera espontáneamente.

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