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1. Al principio, llevó la cuenta de los días

Al principio, llevó la cuenta de los días que lo distanciaban de ese encuentro, ayer tan inminente. Durante el primero, y en parte del segundo, había agotado todas las posibilidades visibles de la aldea; entre el tercero y el cuarto, conoció los diversos senderos que conducían a los alrededores, a unos sembrados de papas y betarragas, al bosque, al riachuelo.

Tres angostos caminos asfaltados conducían, sin duda, a aldeas semejantes. Intentó descubrir, primero entre sus compañeros, y luego entre los habitantes de la aldea, a alguien que indicara poseer esos signos especiales que le permitirían reconocer lo esperado, compartir y tal vez perseguir sus aspiraciones. Casi de inmediato le pareció improbable. Salía una y otra vez, desconfiando todavía de la intrascendencia del lugar, regresaba nuevamente al kolej*, como para recuperar, en la neutralidad de su cuarto, la prometedora imagen que traía antes de llegar. La mayor parte de sus compañeros —casi una centena— comenzaban a reorganizar sus vidas o, al menos, buscaban simpáticamente las formas de adaptarse a ese nuevo medio. Casi todos ellos recurrían a esos simples lenguajes de observación y reconocimiento físico —sudamericanos y africanos, enmarcados por su ventana, jugaban fútbol con los muchachos del colectivo de enfrente— que a él no podían servirle de gran cosa. Desde el primer momento, los argentinos habían formado una célula comunista y, entendiéndose con autoridades que nadie más había podido descubrir, participaban en las brigadas de recolección de betarragas.

Mexicanos y ecuatorianos flirteaban en la plaza con dependientas y estudiantes, a veces los veía asaltados por un grupo de ellas que reía de sus bromas y se excitaba por sus relatos y proposiciones, y él no podía explicarse qué lenguaje empleaban para hacerse entender. Se sentía torpe, impotente y, además, sufría una especie de vergüenza por la imagen pintoresca que ofrecían sus compañeros. Solo los asiáticos se mantenían aparte; chinos y vietnamitas habían empezado a estudiar el idioma desde el primer día, nadie sabía con qué métodos, y únicamente un cambodiano, pequeño y de movimientos melifluos, se mezclaba con todo el mundo y abrazaba a hombres y mujeres por la cintura. Como él, los otros muchachos también entraban y salían, pero a toda carrera, excitados, pues en la puerta del kolej se había establecido un pequeño comercio con los muchachos de la aldea, en el que se vendían o trocaban toda clase de chucherías del mundo occidental. Los árabes regresaban a cada momento cargados de provisiones y se encerraban a comer, a bailar y a cantar en sus cuartos. En el baño, la colombiana cantaba pero si bailo con Pepe, con Pepe no siento ná, y él se levantaba o cerraba la ventana con impaciencia y, pensando que todavía podía suceder alguna cosa, volvía a bajar a la cervecería de la plaza.

En el mismo sitio, en su silla de paja, en uno de los portales de la plaza, a toda hora del día y desde el momento en que llegó, se encontraba con el viejo cuya única actividad consistía en fumar su larga pipa turca arqueada, con hornilla labrada, tapa de estaño y la cánula adornada con cintas y flecos colgantes. A través de sus párpados polvorientos, de las cejas aparronadas y del humo de las hojas de tilo que nunca cesaba de echar, advirtió que le hacía una seña con los ojos.

—¿Austriacos?

Gracias a su dedo punzándole el pecho y a su pequeño ademán envolvente, señalando a sus compañeros, consiguió entender. Negó con la cabeza.

—¿Alemanes?

Volvió a negar.

—¿Rusos? ¿Americanos?

—No, no —le gritó, confundido, e hizo un ademán circular, como para explicarle que eran de todo el mundo.

Apenas tuvo tiempo de eludir el torpe bastonazo. Sin embargo, mientras se alejaba, todavía sin explicársela, se sintió culpable de la indignación del anciano, que durante un largo rato aún tosió sofocadamente, sin poder levantarse ni seguir fumando.

Ni entonces, ni durante todo el tiempo que vivió en la aldea, en la cervecería sucedió algo que contuviera algún indicio correspondiente a la persistencia e intensidad de su búsqueda, cuya formulación exacta, por otra parte, se oscurecía cada día más. ¿Era qué? ¿Almas afines? ¿Un mundo idílico? En los primeros días conoció allí a un viejo obrero, sobreviviente de las brigadas internacionales de España, de campos de concentración franceses y alemanes y de procesos todavía recientes, motivados por el complejo delito de su sobrevivencia, que habían determinado su destierro a la aldea. Recordaba palabras en español y, sobre todo, las canciones de la guerra —a los dieciocho años las cantabas en coro en los bares de Santiago, sin entender siquiera sus alusiones, y luego por las calles, al amanecer, en grupos de festejantes ya sin destino, de pronto exaltados y nostálgicos de una acción revolucionaria que no coincidía con el despertar trivial de la ciudad y que, sin embargo, te hacían sentir estar viviendo momentos de rebeldía y generosidad—, pero después de hartarse con él de cerveza un par de noches, de abrazarse y de cantar otra vez, no hubo más que hacer juntos. Venían pocos de sus compañeros; excepcionalmente, ellos bebían una cerveza y partían a acostarse; nada les intranquilizaba en exceso, sus malhumores, sus inquietudes, su melancolía, eran pasajeros, ninguno parecía correr hacia algún suceso inminente que trastornaría sus vidas.

Se sentó con unos uruguayos que hablaban de mujeres y política. Tampoco ellos habían sido informados, antes de viajar, de que serían traídos a la aldea, y en Praga, lo mismo que él, debieron arreglárselas solos en el aeropuerto y mediante la ayuda de los taxistas encontrar algún representante de la sección de becas del Ministerio que los recibiera.

Ya pronto serían las once, la hora de cerrar, y sin ganas de beber pidió un jarro de cerveza tras otro, con un propósito desesperado de llegar hasta el final de ese momento y esa eventual compañía, y de postergar así las imágenes insistentes, reivindicativas de una acción, un encuentro, una reconciliación intangibles, que le atormentarían si llegaba con alguna lucidez a su cama. Por lo demás, esa exigencia de su conciencia de obtener día a día un resultado del día vivido, un cierto hallazgo —¿de dónde venía?— y este ánimo delictuoso al aproximarse la noche, esta impaciencia de encontrarse entonces con alguna oportunidad rápida de vivir, de recuperar las horas insignificantes del día, estos largos recorridos del atardecer, vehementes y vigilantes y, más tarde, otra vez, este reconocimiento de su culpabilidad o de la adversidad, esta extenuación alcohólica —o erótica, si estaba con suerte—, este incipiente cinismo, ¿hasta qué punto se acrecentarían y hasta cuándo serían soportables?

—La última —les advirtió el camarero, poniéndoles los jarros y trazando nuevas rayas de consumo en los cartones redondos que los soportaban.

Tus pequeños resentimientos: desórdenes digestivos, flatulencias, insomnio, escamas de la piel, impurezas de los ojos, pasarán inadvertidos esta noche con semejantes torrentes de cerveza.

—¿Vos sos del partido, vos?

—Según qué cara ponen, voto por sus candidatos.

—Yo igual. Vos sabés, en Uruguay el partido es un quilombo. Este año, en la Facultad, casi no hubo clases. ¿Te acordás, Gordo? Que viene al país Rockefeller, huelga. Que la cia derriba al gobierno de Irak, huelga. Que los estibadores están en huelga, huelga. Que la puta madre, huelga. Pero mirá que nosotros hacemos huelga sin el acuerdo del partido: somos oportunistas de izquierda. Che, que no me hinchen.

—¿Sabés que es genial la idea de hacernos creer en el paraíso de los trabajadores y en la macana del hombre nuevo, mientras levantás el imperio del siglo? El terrorismo ideológico nos hace cómplices de cualquier macana. Decíme, ¿qué sos vos fuera de los dos imperios? ¿O de los tres, o de los cuatro? Estás en el limbo, hermano.

—Pará, che. Tomáte un trago. Yo, vos sabés, estoy jodido. Tengo un complejo de Orestes con el Partido Comunista. Una bolina, che.

Mirando las marchas desde la puerta del Café, los lienzos, los puños cerrados, oyendo los gritos contra los yanquis, contra el gobierno, contra los empresarios, observando cómo la policía asume y representa un odio, una pasión —¿que tiene quién?—, justamente un sistema desapasionado, los apaleos, las detonaciones, las redadas, comentando y maldiciendo desde el interior del Café, emocionados y ofendidos en una relativa seguridad —¿cuánto tiempo así?—, a veces empujados por la muchedumbre —¿cuánto tiempo, marchando y gritando con ella un momento?—, nunca con la total convicción de que ese u otro movimiento les concierna absolutamente, y deseosos de que alguna vez, al fin, esos mitines sean otra cosa que una conjuración, algo más que una danza sugestiva y atemorizadora: un acto de posesión de la ciudad y la vida; durante años y años, Teófilo aun el doble de años, asistiendo a esos regulares ensayos, para volver nuevamente al interior del Café, cuando las muchedumbres han sido diezmadas o han ido a parar a la cárcel, siempre con la sensación de no discernir en los acontecimientos la veracidad, la oportunidad que impongan esa total convicción que debería comprometerles, liberarles de permanecer como simples curiosos, simpatizantes, sin nada propio dentro de los muros del Café, y con la nostalgia de las acciones colectivas absolutas y la melancolía de los ciudadanos pródigos y solitarios, sacudes discretamente el brazo de Teófilo —su cabeza está a punto de golpearse sobre el borde de la mesa— y él abre los ojos no en ese momento, no respondiendo a tu advertencia, sino en un tiempo que ya pasó, y como reanudando una situación que le ocupaba en su reciente somnolencia, se levanta con un impulso desmedido en relación a su peso, busca un cierto equilibrio y dirige su copa chorreante hacia el Candidato del Pueblo, sin recordar que todos los discursos ya han sido dichos, los brindis hechos, los postres y el café terminados, y sin ver que entonces el Candidato y su comitiva se ponen de pie, pero para despedirse. Sus ojos blancos, atraídos por otras visiones, miran más allá, hacia el muro de ese salón del Club Social Pinochet Le-Brun. “De este modo —dice patéticamente—, usted termina, compañero, de hacernos comprender nuestra inutilidad. Todos sospechábamos que esta sería una nueva farsa para halagarnos y para obtener, todavía una vez, que no hagamos uso de nuestros poderes. Atraernos, comprometernos, entretenernos y esterilizarnos, esos son los propósitos secretos e irracionales de los partidos políticos de izquierda. Hace unos meses, usted no lo ignora, los intelectuales que hoy le agasajamos, manifestando así nuestra adhesión al Candidato Popular, hace unos meses, en pleno verano y después de almuerzo, nos presentamos a una reunión convocada en la Casa del Pueblo, sede de su candidatura, en una habitación antiguamente destinada a la servidumbre, donde lúcidamente nos asfixiamos y perdimos la voluntad. Sin embargo, nosotros habíamos ido allí con el propósito de darle nuestras fuerzas, que, cuando son invocadas por la justicia o la belleza, no son poca cosa. ¿Sabe usted lo que sentíamos? ¿Sospecha usted el valor y sentido que tenía nuestro encuentro allí, en las circunstancias actuales, para la vida de todos? ¿Sabe usted el curso que se dio a nuestra generosidad, a nuestra inspiración? Creímos, una vez más, que nuestro poder de inventar, de animar, de embellecer, percibir y significar, que no tienen usos ni aplicación oportuna en nuestra sociedad, encontrarían allí una causa de excitación y una exigencia concreta; creíamos que nuestra imaginación —fatídico don, por sospechoso desterrado de nuestra sociedad— encontraría allí un aprovechamiento feliz, un cauce de comunión con el pueblo. ¿Qué creíamos aún? En ningún caso, que seríamos anonadados, desanimados con abyectos procedimientos. En vez de recibir de nosotros todo aquello, se nos tuvo allí horas esperando la llegada de un representante, y luego, mientras bullíamos de ideas y deseos, el tiempo fue ocupado mañosamente en la designación de un presidente, un secretario, un tesorero, en el levantamiento de un acta, en la redacción de un manifiesto, en la especificación de nuestros datos, hasta el momento en que, confundidos, invalidados en nuestras fuerzas, se nos propuso organizar tómbolas, amenizar con nuestro ingenio los entreactos de los discursos, vender bonos, firmar autógrafos, pintar motes, desfilar como curiosidades en sus marchas del Hambre, de la Esposa Proletaria, de la Dignidad, del Triunfo y, por fin, brindarle esta comida, todo lo cual sirve para demostrar a las masas nuestra incapacidad y superficialidad. ¿Seríamos nada más que elementos superponibles en cualquier proceso social, amenos y decorativos, utilizables en los actos públicos, y solo marginalmente responsables en la transformación del hombre? Las fuerzas creadoras de la imaginación, ¿no tendrían un significado político y económico preciso? ¿O es que nosotros mismos, los hombres de imaginación, hemos sido incapaces de definir tal significado?”.

—Che, ¿me vas a decir que en la vida te has cogido a una negra? En los quilombos de Montevideo no hay más que negras y chilenas.

—Y, contale mejor la curda que nos mandamos antes de abandonar la decadente vida de occidente. Aquello fue divino.

Vio que el camarero venía desnudo con una espada de fuego y que su voz tronaba, diciendo terminamos-cerramos. Ni una cerveza más, la menor piedad.

En un instante las sillas fueron sentadas sobre las mesas, las escobas se pusieron a formar montículos de puchos, servilletas, escupitajos. ¿Sería sábado? El goce de imaginarse, presente e impalpable, distanciado de sí por el grueso volumen de la cerveza. El pequeño grupo de borrachos expulsados, se dispersó en las sombras, en las callejuelas que conducían directamente al campo, y ellos tres, en silencio, sacaron taciturnamente sus miembros y mearon largamente en medio de la plaza, al pie de la torre de piedra, construida en conmemoración de alguna de esas habituales epidemias de peste del siglo diecisiete ¿o dieciséis?

—Pero, decíme vos, ¿la gente qué hace?

La torre, en el centro de la plaza empedrada, rectangulada por edificios de dos pisos con algunos portales abiertos en las plantas bajas. Sería sábado, y algo más de las once. Las tres meadas siguieron rumbos trivergentes, la ligera embriaguez se pasaría pronto, y no tenía ganas de volver todavía a la cama. Sin embargo, no había ninguna otra cosa que intentar.

—Che, Gordo, va para un mes que yo no cojo.

—Y, la piba del barco, aquella.

—Ma, qué piba, era una antigüedad.

—Y, mirá —guarda su pene y tira el cierre de la cremallera con el cuidado que se presta a un maletín sobrecargado, alza los hombros y mira alrededor de la plaza: las dobles ventanas están herméticamente cerradas, no hay un perro en las calles, el viento agita irregularmente el lienzo trabajamos por el comunismo, el minutero del reloj de la torre cae un minuto más abajo con un ruido seco—. Mirá, hermano, en este pueblo tenés que hacer como en el tango: o pensás en la viejecita, o te cortás las bolas.

Se encaminaron hacia el hogar de estudiantes, pateando un viejo zapato que estaba en el camino, con ganas de cansarse en algo. De pronto, el Gordo se detuvo, se sujetó el vientre y se puso a reír. No supieron cuál era el motivo, pero igualmente se pusieron a reír con él hasta que les dolieron las mandíbulas.

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