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11. En esa pequeña fisura

En esa pequeña fisura del aparato administrativo que te da el sustento, insignificante en el cuerpo de la ciudad, que si bien te salva de su sueño devorador, es absolutamente inadecuada para que desde allí pudieras acceder a sus órganos vitales y corromperlos, como sería justo, insignificante e inútil para estremecerla y transformarla, a fin de transformarte con ella, en esa fisura transcurre tu vida sin ser usada, libre, como querías, pero inservible, transcurre en la medida en que te conformas al freno de tu imaginación, a la frustración de tus deseos de acciones colectivas desalienantes, de tu sentido creador, de tu necesidad de justicia y lucidez, transcurre fútilmente, frente a ese otro mundo ajeno, ese mundo donde habita y resplandece Octavia.

Porque Octavia, eso crees, es la llave de la ciudad, la conductora a los espacios de la renuncia, de la traición a tus ideas, del sueño feliz e irresponsable. En este estado de irresolución solo logras embeberte de esa melancolía que tienen tus conciudadanos por lo que no pudieron ser o hacer; en esa fisura tibia y sombría te es fácil imaginar que debe existir un lugar en el mundo donde se exija o se deje dar a la vida toda la aplicación que contiene en sí misma, y esta forzada inacción te abruma como una fuerza aprisionante —peor aún—, que te avergüenza, puesto que a tu alrededor la naturaleza y los hombres te muestran ese desamparo que exigiría la consagración de toda la inteligencia para enmendarlos, esa inteligencia que, sin embargo, esta ciudad neutraliza o absorbe hábilmente para no ser alterada.

Tendido en el mismo lecho que has transportado durante años de un punto a otro de la ciudad en destartalados vehículos, persuadido del favor de los cambios de lugar, mirando esos muebles y esos muros que nunca te han sido familiares, esperas que transcurran pronto los días que faltan para dirigirte, posiblemente, a ese lugar del mundo donde supones que te sentirás vivo. ¿Hasta cuándo deberías esperar para que las condiciones supuestas en aquel lugar se produzcan aquí, en tu propio país, y con ese sentido de exigencia total —no inducida o fragmentada— de tu imaginación, que deseas?

Cuando suena el timbre —las últimas veces que sonará el timbre de ese modo— ocultas el cablegrama que te anuncia ese viaje, haces algunos ruidos distantes, como si hubieras estado ocupado exactamente en algo y, esforzándote por parecer indiferente a esa emoción de lo sobrenatural que te produce la presencia de Octavia, aun en estos últimos momentos, vas a abrir la puerta, las puertas de cuyos dormitorios comenzaron a salir figuras blancas, graves o retorcidas, hacia los pasillos oscuros, con risas reprimidas —solo los argentinos se opusieron, en nombre de ciertos principios disciplinarios, a la manifestación de solidaridad y protesta de los estudiantes contra las sanciones impuestas por Smrticˇek a los profanadores de la torre: una semana de suspensión de clases y prohibición de entrar a la cervecería durante el mismo tiempo—, el Gordo a la cabeza, el más descomunal de los fantasmas, che, aquí se va a armar una bronca, che, vos, desfilá en orden, pibe, ponete bien la sábana, y la procesión se puso en camino con pasos cadenciosos por los largos pasillos en tinieblas, susurrante, algunos doblados de la risa, todos descalzos, enredándose en las sábanas, abriendo puertas y lamentándose como desde ultratumba, avanzando a tientas hacia el dormitorio de Smrticˇek. Silencio, che, más disciplina, el Gordo asumía rápidamente la conducta de un capitán, al pelotudo que se mande la parte lo capo, el dire tiene que creer solo que tiene una pesadilla o que está loco, ¿entendido? Anudada la cabeza en su pañuelo, Octavia se escurre dentro de la habitación, siempre como si alguien la persiguiera, y mientras regresas a tenderte en la cama, observa con curiosidad los restos de tu comida sobre la mesa, la botella de vino ahora en el velador, algo que le indique lo que estabas pensando, y habla, habla rápidamente de todo y nada, como para darse tiempo a recuperar la imagen de sí misma contigo.

—¿Has seguido pensando en la posibilidad de vivir juntos? —preguntas.

Sin advertirla de tu viaje sientes curiosidad por presenciar cuál sería tu propia reacción si respondiera afirmativamente. ¿Habrías mandado al cuerno tus escrúpulos en contra de la ciudad, habrías renunciado a ese viaje?

Enseguida ves reaparecer la sonrisa que muestra sus encías y disimula su confusión y, sobre su silencio, el brillo equívoco de sus ojos que anticipan su mentira:

—Sí, he pensado mucho, pero ahora…

Ahora viaja al norte, en jeep, con una amiga. Se sienta al borde de la cama, a tu lado, y habla con entusiasmo del interés de ese viaje.

Sabe que piensas que su amiga no puede ser sino un pretexto, quizá un amigo que la está esperando. Es inútil querer distanciarte de tus emociones, tu resentimiento misteriosamente vuelve a producirse lo mismo que otras veces, hace tanto tiempo, cuando esperabas la mayor felicidad de gestos suyos cuya importancia ella apenas advertía. Sonríes, a pesar de todo, de ese viejo juego de las semiverdades y las omisiones —nunca, en el fondo, te ha mentido—, inseparable de su conducta hacia ti, y extiendes tu mano hacia sus rodillas, reconociendo, al fin, inevitablemente, que su presencia borra todo lo que su ausencia tiene de equívoco e hiriente —ni el desgarramiento, la humillación o la ira te han distraído jamás de ese deseo de tomarla— y ella, que siempre ha querido resistirse a ese acto que es el único y el último que la descubre, se deja inclinar hacia ti reticentemente, con ese mismo temor que luego será vehemencia, vine solo por un momento, intenta alejarse, pero tu mano es rápida, y el antiguo reflejo que la invita no ha perdido su fuerza de correspondencia; ahí está otra vez, al lado tuyo, cada cual diciéndose que por la última vez, cada cual comprometido, fuera de allí, con un destino que no se ajusta a sus propias emociones, y ella solo por el tiempo que dura este proceso de expropiación, y hasta que pueda recuperarse, ni un momento más a tu lado que la deje gozar conscientemente de esto que le ha sucedido, que le ha sido impuesto por el secreto mundo de su cuerpo. ¿Temor de ser su cuerpo, de no poder escapar oportunamente de su propio descubrimiento? Otra vez está sentada en el borde de la cama con su abrigo ya puesto, ajena al momento anterior, como si nunca antes hubiera sido tocada por ti, nunca en la vida poseída, nada deja huellas en su piel aún de colegiala, nada se imprime en los músculos duros y asoleados de su cara de grandes huesos, te llamará, dice, ¿para que la sustraigas una vez más de la angustiosa diversificación de sus deseos? Se pone de pie, su sonrisa, que interpretas como una excusa por todo lo que hará sin ti en ese mundo de allá afuera, tantas veces se ha cerrado la puerta y tú has quedado allí, como eliminado de una aventura que te sobrepasa, vuelves a mirar el cablegrama, piensas en la ciudad donde con fuerza y suavidad, el Gordo abre completamente la puerta y ante la vista de los fantasmas que se apretujan aparece Smrticˇek, de costado, con los brazos cruzados y la boca abierta. El Gordo se introduce primero, hace un reconocimiento, y después ordena que entre toda la asamblea. Entonces, con ademanes de una dama de caridad, reparte un botín que los fantasmas, antes de regresar a sus dormitorios, dispersarán en los lugares más visibles del establecimiento: zapatos, calcetines, ropa interior del durmiente.

¿Y si Octavia también hubiera querido descubrir tu verdadera disposición, su propia convicción a través de la tuya, y si el amigo que imaginabas esperándola no hubiera sido sino otro de los jóvenes que la seguían y que ella se placía en confesar y exorcizar de indecisas dolencias, y si tu comportamiento hubiera sido decepcionante? Como fuere, ¿qué importaba todo eso entonces, cuando ya estabas exhausto de confiar y dudar, cuando tu emoción no era sino un eco de lo que había sido antes, de lo que verdaderamente fue? “Dobrou noc!”, se despide el Gordo, “aquí no ha pasado nada”.

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