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Hoy leía en mi grupo un escrito sobre la casa de los abuelos, por supuesto me identifiqué con mi familia, donde generalmente los domingos se prende el fuego para el asado y se espera con ansias la llegada de todos mis hijos, nietos, yernos y nueras, que ahora se extrañan por la cuarentena, pero a su vez me trajo añoranzas, me remontó en el tiempo a los veranos con mi abuela. Siendo chico era una época que con mi hermano esperábamos ansiosos, ella, española, que nunca aprendió a leer y a escribir, que fue junto a mi abuelo de aquellos inmigrantes que construyeron esta nación, fue trabajadora en el campo cuando en su querido San Agustín, el pueblo donde se establecieron, se dedicó a la siembra y cosecha de papas y que tristemente tuvo que abandonar cuando enfermó su hija mayor y no había cómo tratarla, así fue como se estableció en Buenos Aires, en un pueblo llamado Merlo, lugar donde en los veranos pasé una de las etapas más lindas de mi vida. Ella, modista y cocinera, vivía en una casa que no tenía energía eléctrica, sin heladera ni televisor, que jamás extrañé mientras estaba ahí, recuerdo sacar el agua con la bomba a mano para beber o enfriar postres que preparaba y dejaba bajo el mueble del comedor, no olvido sus desayunos, los tazones de café con leche y las tostadas molidas con miel, pero sobre todo la libertad, sin la tutela de mis padres, los horarios y las obligaciones. Jugar con muchos amigos que tenía allí, una bodega abandonada que servía de refugio de aventuras, tardes en el pericón, una estancia cercana, el molino y un tanque australiano que hacía las veces de pileta de natación, las charlas interminables en la vereda, donde en una lata de dulce prendíamos fuego para ahuyentar los mosquitos, la escondida, la mancha, la pelota y el grito de la abuela llamándonos a comer, las comidas, de las que conservo su sabor en la memoria, que nunca nadie pudo hacer como ella y que hoy todavía me hacen pensar en los chorizos colorados con huevos fritos, que hubieran horrorizado a mi madre. Melchora, ese era su nombre, una trabajadora que ahorraba su módica jubilación todo el año, para que sus nietos disfrutaran esos días con ella, la de horas sentada en un banco, cuando soñábamos con otra vuelta en la calesita y sacar la sortija, de fuerte carácter, cara de rasgos duros, pero amiga y cómplice, fue un tiempo, una etapa de mi niñez, pero que nunca voy a olvidar y que cuando leí el comentario en el grupo, se hizo presente porque sigue viviendo en mí, en esa carrera al bajar del colectivo para abrazarla, de la sonrisa en su cara al vernos llegar y gritarle “abuela Melchora, ya estamos acá”.

Pensamientos y algunos recuerdos

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