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El viaje hasta Varsovia fue largo. En el carro y en el tren hacía tanto frío como en Voljovetz. Sólo en el tramo que recorrieron en automóvil se sintió Hannah más abrigada. Ganitz no hablaba ni la tocaba. Comieron antes de abordar el tren. Hannah nunca había estado en una fonda, y no sabía leer, de modo que él le dijo lo que había para elegir.

—¿Puedo comer lo que me apetezca?

—Y dos, y tres platos, si quieres. Hay que engordarte. Como estás, no le gustarás a nadie.

—A mi padre le dijiste que te gustaba.

—Mentí.

—Me di cuenta. No voy a ser tu mujer, ¿no? Quiero decir…

—Te he comprado, y te usaré cuando me venga en gana. O te usarán otros, si pagan. Ahora, come y calla.

—Elige tú. Yo no conozco esta comida.

—Ni ésta, ni otra. Pero, para comer, no hace falta saber.

Y eso fue todo. Hannah estaba acostumbrada a que no la quisieran, y a servir a los hombres sin preguntar cómo, por qué ni para qué. Disfrutó de aquella cena como nunca había disfrutado en su vida, y la recordó siempre. No hubo para ella momento más feliz.

Las leyes del pasado

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