Читать книгу Las leyes del pasado - Horacio Vazquez-Rial - Страница 19
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ОглавлениеSanofevich siguió hacia el sur. Cerca de Paysandú, en el Uruguay, tuvo un encuentro.
Había robado un caballo y un revólver muchos días atrás, antes de cruzar la frontera y olvidar el Brasil. Recorría un camino de tierra, al paso, para no cansar al animal y porque no tenía prisa, cuando vio venir de frente un automóvil. Esperó hasta tenerlo cerca, a menos de cien metros, sacó el arma y disparó un tiro al aire. Después, apuntó al parabrisas. El vehículo, un Ford, se detuvo. En su interior iban cuatro hombres. Les indicó por señas que bajaran y ellos obedecieron.
El que conducía llevaba un arma a su lado, sobre el asiento: abrió la puerta de su lado con la izquierda y recogió la pistola con la derecha, sacó un pie e impulsó el resto de su cuerpo hacia afuera: cuando su pecho estaba a la altura de la ventanilla y él sonreía, con una mano sobre el borde del cristal abierto y la otra colgando, fuera de la vista, Sanofevich le destrozó la cabeza con un disparo. El acompañante alzó las manos, empujó la puerta con las rodillas y salió lentamente, apartándose del coche. Lo mismo hicieron los del asiento trasero. Uno de ellos era el que mandaba: iba bien vestido, con traje y sombrero de fieltro negros, y camisa blanca. Usaba corbata y tenía los zapatos lustrados.
—Dinero —dijo Sanofevich en ruso: si no le entendían, peor para ellos.
—Yo tengo —le respondió el jefe, también en ruso.
—Sáquelo con cuidado —ordenó el asaltante.
El del traje negro metió dos dedos, el índice y el anular, en el bolsillo exterior de la chaqueta y mostró un montón de billetes perfectamente doblados y sujetos con un broche metálico.
—Hay dos mil pesos —aseguró.
—Acérquese —dijo Sanofevich.
El hombre se acercó a paso lento, sin bajar los ojos, sereno, con el brazo en alto, mostrando los billetes. Sanofevich intentaba sostenerle la mirada, pero por momentos observaba el dinero. Hasta que el otro estuvo a menos de dos metros.
—Basta. Quédese donde está.
—¿Qué va a hacer? Si los dejo en el suelo, tendrá que bajarse del caballo, y eso es peligroso. Para dárselos en la mano, yo tendría que acercarme más, y eso también es peligroso. Usted es un hombre decidido, así que lo más probable es que nos mate a todos antes de largarse. Pero no puedo dejar de decirle que, si me mata ahora, se perderá muchos fajos como éste —lo movió ligeramente en el aire—. Serían dos mil pesos por cuatro muertos y se le acabaría el negocio. Si no tiene inconveniente en hacer este tipo de trabajo, me permito ofrecerle dos mil pesos por fiambre, y le aseguro que tengo unos cuantos enemigos que quitarme de en medio.
Sanofevich bajó el revólver y consideró la propuesta.
—¿Cómo sé que no me engaña? —preguntó al final.
—Usted sabe que no le engaño —contestó el otro, bajando el brazo con el dinero.
—¿De dónde es? —quiso saber Sanofevich.
—Bielorruso. De una aldea, a muchas verstas de Minsk. No la conocerá.
—Conozco Minsk… Y esos trabajos… ¿hay que ir muy lejos para hacerlos?
—No muy lejos, teniendo en cuenta lo que ya ha viajado. En Montevideo. Y en Buenos Aires. Pero esta noche descansaremos en Paysandú, acá cerca.
—Está bien. Vamos.
—¿A caballo? ¿Por qué no en el coche? Podríamos llevar al animal atado y viajar despacio… ¿Sabe manejar un automóvil?
—Claro. Y no necesito el caballo. Puedo conseguir otro cuando se me antoje —sonrió Sanofevich.
—¿Quiere guiar el mío?
Sanofevich desmontó sin demasiadas reflexiones y ocupó el lugar del hombre al que acababa de matar.
Tardaron en partir porque, sin que mediara orden alguna, los dos individuos que viajaban con el jefe abrieron el maletero, sacaron de él dos palas, llevaron el cadáver a un lado del camino y lo enterraron a no demasiada profundidad: el incidente estaba previsto en el orden habitual de sus vidas.