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Uno de los guardias del penal que, por razones poco claras, había salido de los límites del presidio, apareció muerto, degollado con un objeto de características imposibles de precisar, completamente desnudo y, naturalmente, desarmado, a un par de leguas del edificio, el mismo día en que Sanofevich se esfumó para siempre.

Stèfano Bardelli no me habló de esto sino hasta pasados muchos años, a finales de los cuarenta, cuando la otrora poderosa Migdal, la sociedad de los rufianes, se había disuelto en el silencio, que no debe jamás confundirse con el olvido por mucho que el primero parezca la prueba del segundo, y cuando la mafia, de cuya aventura habíamos conocido, y mal, apenas si una parte menor, ya había pactado su larga supervivencia con los gobiernos de las mayores potencias. No parece probable que en la conferencia de Yalta se haya mencionado a la mafia, llamándola por su nombre y justipreciando el sentido y el efecto de cada una de sus acciones. El minucioso Winston Churchill no se hubiese negado a hacerlo, habida cuenta del definitivo secreto de muchas de las cosas que allí se trataron, pero las referencias de detalle no condecían con el carácter de Stalin, rústico, desmedido, abarcador y amante de la ocultación —cuyos criterios de reparto de zonas de influencia, un tanto toscos a los ojos de sus colegas, excluían el debate casuístico—, ni hubiesen dejado en el mejor lugar ante la historia al presidente Roosevelt, fino negociador de los acuerdos más importantes alcanzados con la Honorable Sociedad. O, para ser más exactos, con una parte de ella, la más poderosa, la más lúcida en términos políticos. Sin embargo, lo cierto es que el mapa del mundo nacido en aquella reunión era, en medida no despreciable, fruto de la acción del maldito clan siciliano, bien arraigado en América: el Partido Comunista no había tomado ni tomaría nunca el poder en Italia, el fascismo sería suavemente sucedido por la democracia cristiana y Roma, faro de Occidente y sede de la Iglesia, permanecería en su lugar por toda la eternidad, y esto sería así porque a Stalin no le interesaba un país tan remoto, como no le había interesado España, y porque el general Patton no había entrado solo en Sicilia: le habían recibido, acompañado y guiado los mafiosos, enemigos jurados del Duce.

Y una parte de la guerra de Patton se había librado en la Argentina, en las ciudades de Buenos Aires y de Rosario, explicaba Stèfano Bardelli. En la época de la humillación de la Migdal, del paso a la notoriedad de Giovanni Galiffi, el capo, el don, don Chicho y, poco después, de un tipo cuyo nombre verdadero nadie conoció jamás pero que, por derivación y por ostensible competencia, todos dieron en llamar Chicho Chico.

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