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El viaje de Ganitz con sus dos esclavas duró aún veinticuatro días. La iniciación de Hannah y de Myriam corrió a cargo de su dueño quien, en las dos horas concedidas por el capitán y valiéndose de un objeto de caucho con las formas de un pene de considerable tamaño, hizo lo que en otros casos hacen, sin dolor ni violencia, la pasión, la ternura o el deseo. Lo único que le movía era la ira por el despojo del que se sentía víctima: las cuentas del marino no incluían el precio de dos virginidades en el mercado del sur, bocados cardenalicios para los que había buenos y conocidos clientes, y Ganitz no quería hacer regalos a nadie: si su vida era estimada en cinco mil pesos, no iba a pagar por ella el doble, lo supieran o no quienes le cobraban: le parecía preferible desperdiciar el mayor de los méritos de su mercancía, dañándola por propia mano, a entregarla intacta sin recibir nada a cambio.

Después, empezaron a pasar los hombres. En su mayoría, eran de apetencias simples y actuaciones breves, de modo que, aunque los olores y, en ocasiones, los dolores, resultaban a menudo escandalosos, lo efímero de los contactos acababa por hacerlos tolerables. Pero el capitán había visto en la forzosa sumisión de las hembras la oportunidad de hacer alguna ganancia, y ofreció a sus clientes, ya que nada iba a sacar de la tripulación, servicios especiales. Así que Hannah y Myriam volvieron a ser azotadas, aunque ya no por Ganitz y fueron obligadas a ceder todas las entradas de su cuerpo y hasta se vieron empapadas en orines y otras miserias. Durante veinticuatro días. Hannah lo resistió mejor.

Al amanecer del día veinticinco, cuando casi todos los marineros dormían, el capitán, empleando la menor cantidad posible de hombres, hizo detener los motores y echar el ancla. Después, fue a buscar a Ganitz.

—Hemos llegado —le dijo—. Vístase, busque a sus putas y suba a cubierta con el equipaje.

Ganitz obedeció. Subió a cubierta con sus dos pequeñas maletas, seguido por las muchachas, que no llevaban más que lo puesto. Se sorprendió al comprobar que no había ninguna ciudad a la vista: sólo una costa pelada, de arenas extensas y escasas hierbas, barrida por el viento helado.

—No estamos en Montevideo —se limitó a constatar.

—No —le confirmó el capitán—. Estamos al sur de Buenos Aires. —No precisó a qué distancia—. Usted se baja aquí. Y ellas —señaló—. Nosotros vamos a Chile.

El contramaestre traidor fue el encargado de bajarles en un bote y dejarles en la playa. Nadie pronunció palabra en el curso de la operación. Cuando Hannah, Myriam y Ganitz pisaron tierra, el marino, sin abandonar el bote, que inmediatamente después haría girar para regresar al Marseille, señaló al norte, una dirección obvia si se daba por sentado que habían dejado atrás el Río de la Plata.

—Buenos Aires está allá —dijo.

—La cabeza todavía me da para eso —se despidió el rufián.

Mientras el bote se alejaba, Ganitz abrió una maleta y sacó el látigo.

Lo hizo chasquear en el aire y miró a las mujeres.

—También aquí hace frío —murmuró Hannah, acomodándose la poca ropa que llevaba.

—Vamos —dijo Ganitz—. En marcha.

Echaron a andar hacia el norte. Era el comienzo de un camino de varios cientos de kilómetros.

Sanofevich aún no había entrado en el destino de Hannah.

Las leyes del pasado

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