Читать книгу Las leyes del pasado - Horacio Vazquez-Rial - Страница 8
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ОглавлениеLa jornada a la que Hannah Goldwasser puso fin metiéndose en la boca el cañón de un revólver y apretando el gatillo no había sido distinta de las anteriores. Ochenta y cuatro hombres le habían pasado por encima, abandonando en su interior o en su entorno los más desgraciados humores. Sólo dos de ellos le habían preguntado su nombre, para olvidarlo inmediatamente, y seguramente ninguno hubiese sido capaz de decir cuál era el color de su pelo un instante después de abandonar su habitación. Ochenta y cuatro hombres eran muchos hombres, aunque no llegaran a ser los noventa que solía despachar Clara Stein, ni, aún menos, los celebrados cien de un sábado de Eva Grimmel, aunque hubiese recibido a los últimos cinco dormida y sin emplear la palangana entre uno y otro. En todo caso, ochenta y cuatro habían sido demasiados para ella, acostumbrada a series diarias de setenta y pocos, una cantidad corta a los ojos interesados de su propietario, Sanofevich, la Bestia; pero es que Hannah era una muchacha educada y perdía tiempo saludando, lavándose, perfumándose y hasta hablando de cosas que no le interesaban a nadie.
Hannah consiguió acabar con todo aquello gracias a un borracho que ni siquiera se había servido de su cuerpo: el hombre, alto y de cabello ralo de color arena, entró, dejó sobre la silla el revólver —un Colt de cañón largo, para balas del 9—, la chaqueta, la camisa y la camiseta, eructó, se abrió la bragueta, sacó sin esfuerzo un miembro flácido y soltó en el suelo, junto a la cama, una larga meada —cuyo olor perduraría durante mucho tiempo—, se frotó los ojos, recogió las prendas de la silla, descuidando su arma, y salió al patio del burdel con ellas en la mano y el torso desnudo, alterando los hábitos de la casa; entre el ruido que siguió —voces de hombres que querían vestir al rubio—, Hannah guardó el Colt bajo el colchón y esperó; pasaron por su carne varios días con sus noches y unos centenares de clientes, que creyeron que la sonrisa con que los recibía formaba parte de su protocolo y no tenía su fuente en una verdadera alegría interior. Sabía que, si alguien reclamaba, tendría que entregar su tesoro sin protestar. Pero no ocurrió. Por primera vez en tres años, algo le salía bien. Entendió que el revólver era una señal de Dios, que ponía en sus manos la posibilidad de emprender el camino de la liberación.