Читать книгу Las leyes del pasado - Horacio Vazquez-Rial - Страница 18
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ОглавлениеSanofevich aguardó de pie, detrás de la puerta, a la izquierda, con la daga en la mano izquierda. Se había metido en la cintura todos los cuchillos que Sybila tenía en su pequeña e inútil cocina. Estaba acostumbrado a las esperas largas, a la inmovilidad, a los tiempos muertos. No pensaba: por su oído desfilaba la lista de palabras en portugués que le había enseñado Sybila. Por no pensar, aprendía con facilidad lo que necesitaba y no lo olvidaba nunca. La razón es una carga para quien tiene las cosas claras y sabe hacer algo con eficacia: Sanofevich quería dinero y sabía matar, escapar, imponer, dominar. Conocía el placer, es cierto: había disfrutado en los pogroms de Odessa, en su ya casi lejana adolescencia, y en las incursiones del ejército blanco sobre los shtetl de Ucrania y de Polonia: los dominios de la muerte eran los suyos. Y jamás había sentido debilidad alguna por un cuerpo ajeno, de hembra o de varón. Él no perdía el tiempo como sus compañeros, forzando a las mujeres antes de acabar con ellas. Le repelía el contacto carnal y hasta le irritaban los roces fugaces en los bares y en las calles muy concurridas.
Oyó los pasos antes de que empezaran a subir por las escaleras procurando no hacer ruidos que llamaran la atención. Tres personas, y una de ellas era Sybila. La última, por supuesto. Les oyó en el corredor. Les oyó detenerse al otro lado de la pared.
La puerta, sin llave, se abrió de pronto. El primero de los intrusos, al no ver a nadie, avanzó un paso. El brazo derecho de Sanofevich le rodeó la cabeza: con el izquierdo pegó el tajo, y la sangre de la carótida cortada de su víctima manchó el suelo y la pared frontera. El cadáver y la puerta, arrojados hacia la derecha por el ruso, golpearon al segundo visitante, impulsado hacia el interior por la ansiedad de Sybila quien, abdicando de toda discreción, había empezado a gritar al ver sangre: caído y desesperado por salvar su vida, el hombre intentó ponerse en pie. El cuchillo de Sanofevich entró un poco por debajo del cráneo, partiéndole la médula.
El ruso se lanzó hacia afuera. Oyó cerrarse una puerta. Sybila, al verle delante, calló. Él la empujó hacia la pared sin esfuerzo, sin dejar de mirarla a los ojos, sin ira. Ella le dejaba hacer. Cuando Sanofevich le clavó la mano derecha a la pared, se imaginó crucificada. Cuando otra hoja fijó al muro su mano izquierda, pensó que a la crucifixión, si era breve, se sobrevivía: Cristo había durado horas, y ella, además, tenía los pies en el suelo, su sufrimiento era menor. Empezó a dudar cuando su enemigo entró en el piso y salió con un taburete en la mano: los dos golpes que le partieron las piernas cambiaron su idea del mundo. La daga pequeña, la misma que había traspasado la mano del marinero inglés, fue lo último que vio. El roce del metal en las órbitas le hizo desear la muerte. Supo que había llegado cuando oyó decir:
—Sybila corazón. Sanofevich corazón no.