Читать книгу Las mil cuestiones del día - Hugo Fontana - Страница 24
HAYMARKET, CHICAGO, 1.º DE MAYO DE 1886 La anarquía en el banquillo
ОглавлениеEn el principio hubo una huelga a la que adhirieron más de 65.000 trabajadores... En verdad, todo había empezado mucho antes, a comienzos y a mediados de siglo, cuando los trabajadores luchaban por reducir sus jornadas laborales, primero a diez horas, luego a ocho.
A fines del siglo xix ya habían quedado en la memoria del movimiento obrero las huelgas de los carpinteros y calafateadores de Boston de 1832, las huelgas de 1868 y 1869 a lo largo y ancho del país, los primeros intentos de organización de la filial de la Asociación Internacional de Trabajadores que los inmigrantes alemanes llevaron adelante entre 1870 y 1871, la huelga que cien mil trabajadores neoyorquinos declararon en el terrible invierno de 1873-1874, las grandes huelgas de los empleados de ferrocarriles de 1877 que, como dijo el español Ricardo Mella, «fueron el comienzo indudable del conflicto entre el capital y el trabajo». Y tras conformarse en 1880 la Federación de los Trabajadores de los Estados Unidos y Canadá, se acordó en Chicago que el 1.º de Mayo de 1886 se declarara la huelga general por las ocho horas.
Aquel día fue una jornada de fiesta en la que los huelguistas pasearon con sus mujeres y sus hijos por las soleadas y bulliciosas calles del centro. En similares ocasiones la gente se detenía en las esquinas a escuchar a los oradores, entre los que siempre destacaban Albert Parsons, el alemán August Spies y algunas veces el peregrino Johann Most, un hombre altivo y fervoroso que, huyendo de más de una desventura europea había llegado a Nueva York y había continuado con una intensa labor de agitación emprendida en la lejana época en que compartía sueños y amistad con hombres como Mijaíl Bakunin y Eliseo Reclus.
En realidad, Most había querido ser actor de teatro en su juventud, pero una misteriosa cicatriz que atravesaba su mejilla izquierda y que él intentaba tan pertinaz como infructuosamente ocultar bajo una espesa barba, le había hecho desistir de tal vocación y desplazar sus virtudes histriónicas hacia la oratoria, terreno en el que se mostraba particularmente eficaz. Era un hombre hermoso, de cabeza alargada, alta frente, jopo enarbolado. Solía definir su actitud combativa y la de sus amigos con frases cargadas de metáforas feroces. «Tenemos mezclados con los destellos de los rayos un grito apasionado y salvaje», repetía en uno y otro mitin para explicar la poderosa fuerza que los impulsaba.
Para entonces, Most ya había publicado dos folletos que, bajo los títulos de La bestia de la propiedad y La ciencia revolucionaria. Manual de instrucciones para el uso y fabricación de nitroglicerina y dinamita, algodón de pólvora, fulminato de mercurio, bombas, espoletas, venenos, etc., etc., habían seducido a buena parte del proletariado inmigrante y lo habían convertido en un individuo con un excepcional poder de convocatoria, capaz de movilizar a millares de trabajadores en procura de reivindicaciones tales como un salario justo y una jornada laboral más humana.
Por su parte, Parsons era, entre tantos europeos, de los pocos dirigentes sindicales nacidos en Estados Unidos. Provenía de uno de los estados del deep south y estaba casado con una bellísima mulata de profesión costurera, con la que solía cantar viejas tonadas sureñas. Él y Most, con algunas diferencias estratégicas y como buenos polemistas que eran, habían intentado acercar sus posiciones más de una vez: el primero era un empecinado partidario de la organización y de la lucha sindical, el segundo se inclinaba con fervor hacia la propaganda y la acción individual. Most editaba en Nueva York un semanario en alemán, el Freiheit, y Parsons publicaba en Chicago el periódico La Alarma, desde el que convocaba a los obreros con consignas incendiarias y elementales como: «En las actuales circunstancias, la única solución es la fuerza», o «hasta el momento ninguna clase privilegiada ha renunciado a su tiranía, y tampoco los capitalistas de hoy dejarán escapar sus privilegios y su poder si no se les fuerza a ello».