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La edad luminosa

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Kropotkin no cesará un minuto de rodear al anarquismo de una suerte de manto positivista y evolucionista, empujado no solo por las corrientes imperantes en la Europa finisecular, sino sobre todo por su propia formación científica. Es así que en la década de 1890 comienza a publicar una serie de artículos en el periódico londinense The Ninetheenth Century que luego reunirá en su libro El apoyo mutuo, desde el cual pondrá en tela de juicio los principios de la teoría darwiniana e intentará complementarlos con algunas hipótesis originales. En aquellos años la tesis de Charles Darwin acerca de la selección natural de las especies se había convertido en una verdad prácticamente inapelable. También Herbert Spencer había adherido a tal teoría, sosteniendo que «la lucha por la vida y la supervivencia del más apto representan no solamente el mecanismo por el cual la vida se transforma y evoluciona, sino también la única vía de todo progreso humano», tal como lo recuerda el argentino Ángel J. Cappelletti en su prólogo a la tercera edición en castellano del libro de Kropotkin. El propio Marx consideraba que el evolucionismo darwiniano formaba parte de la revolución social.

Kropotkin, según Cappelletti, se propone «demostrar que, junto al principio de la lucha (de cuya vigencia no duda), se debe tener en cuenta otro, más importante que Aquel para explicar la evolución de los animales y el progreso del hombre. Este principio es el de la ayuda mutua entre los individuos de una misma especie (y, a veces, también entre las de especies diferentes)». Con ese propósito, da cuerpo a una obra en cuyos primeros capítulos estudia minuciosamente la estructura social en la mayoría de las especies animales, para luego concentrarse en la raza humana desde sus orígenes hasta fines del siglo xix.

Y no es que el planteo general de la obra se acerque a cierta visión idílica del comportamiento animal, ni que Kropotkin descarte de plano la lucha por la vida como motor de algunos cambios históricos y hasta, podría decirse hoy, genéticos. Él plantea que, en general, «la pacífica convivencia y el apoyo mutuo reinan dentro del grupo y de la especie, y, más aún, que aquellas especies en las cuales más desarrollada está la solidaridad y la ayuda recíproca entre los individuos tienen mayores posibilidades de supervivencia y evolución», lo que instaura un punto de vista esencialmente distinto del sostenido hasta aquel momento. «La sociabilidad y la necesidad de ayuda y apoyo mutuo», dirá, «son cosas tan innatas de la naturaleza humana que no encontramos en la historia épocas en que los hombres hayan vivido dispersos en pequeñas familias individuales, luchando entre sí por los medios de subsistencia».

Kropotkin supone que el hombre primitivo vivía en rebaños o grandes grupos en los cuales no se había desarrollado el concepto de propiedad ni, mucho menos, el de familia. De esa vaga estructura social, el hombre pasaría luego a la tribu y, ya desarrollado el sedentarismo, a la comuna aldeana. «En lugar de ver en ella, como hacen no pocos historiadores, un resultado de la servidumbre, la entiende como organización previa y hasta contraria a la misma», señala Cappelletti. «En ella no solo se garantizaban a cada campesino los frutos de la tierra común, sino también la defensa de la vida y el solidario apoyo en todas las necesidades de la vida. Enuncia una especie de ley sociológica al decir que, cuanto más íntegra se conserva la obsesión comunal, tanto más nobles y suaves son las costumbres de los pueblos». Y ya adentrándose en el largo período de la Edad Media, Kropotkin celebra la institución de la ciudad libre, cuyos fundadores habrían sido los pueblos de origen bárbaro, en contraposición a las ideas dominantes acerca de que los primeros burgueses procedían de la tradición y de la jurisprudencia romana. «La ciudad libre medieval, surgida de la comuna bárbara, llega a ser la expresión tal vez más perfecta de una sociedad humana, basada en el libre acuerdo y en el apoyo mutuo».

Pronto las unidades de cohesión colectiva girarán en torno a los primeros gremios de artesanos, luego transformados en guildas o hermandades («organizaciones semejantes brotaban doquiera apareciese un grupo de hombres unidos por alguna actividad común: pescadores, cazadores, comerciantes, viajeros, constructores o artesanos asentados, etc».), en relación federal entre sí y con el resto de los ciudadanos, cuya máxima autoridad está constituida por la asamblea popular.

«La resurrección del derecho romano y la tendencia a constituir Estados centralizados y unitarios, regidos por monarcas absolutos, caracterizó el comienzo de la época moderna. Esto puso fin no solo al feudalismo (con la domesticación de los aristócratas, transformados en cortesanos) sino también a las ciudades libres (convertidas en partes integrantes de un calado unitario)», resume Cappelletti analizando la postura de Kropotkin al explicar la transformación y degradación de aquellas formas de convivencia. La destrucción de las guildas abrirá un período de más de tres siglos hasta que los obreros vuelvan a reunirse en sindicatos, tema que hará central en su doctrina posterior.

«En el siglo xviii desapareció el bienestar que distinguía a Escocia, a Alemania, a las llanuras de Italia. Los caminos decayeron, las ciudades se despoblaron, el trabajo libre se convirtió en esclavitud, las artes se marchitaron, y hasta el comercio decayó. Si tras las ciudades medievales no hubiera quedado monumento escrito alguno por los cuales se pudiera juzgar el esplendor de su vida, si hubieran quedado tras ellas solamente los monumentos de su arte arquitectónico, que hallamos dispersos por toda Europa [...] aun entonces podríamos decir que la época de las ciudades independientes fue la del máximo florecimiento del intelecto humano durante todos los siglos del cristianismo, hasta el fin del siglo xviii».

«La industria, el arte, la ilustración, decayeron. La educación política, la ciencia y el derecho fueron sometidos a la idea de la centralización estatal. En las universidades y desde las cátedras eclesiásticas se empezó a enseñar que las instituciones en que los hombres acostumbraban a encarnar hasta entonces su necesidad de ayuda mutua no pueden ser toleradas en un Estado debidamente organizado; que solo el Estado y la Iglesia pueden constituir los lazos de unión entre sus súbditos; que el federalismo y el "particularismo", es decir, el cuidado de los intereses locales de una región o de una ciudad eran enemigos del progreso. El Estado es el único impulsor apropiado de todo desarrollo ulterior».

Kropotkin identificará además dentro del período de crisis de la ciudad libre y del afianzamiento de la centralización estatal, el surgimiento de dos figuras claves de la modernidad: el asilo u hospital y, como ya vimos, el presidio.

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