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La primera chispa

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Detenido en una redada policial en 1874, cuando realizaba tanto en Moscú como en San Petersburgo una intensa labor propagandística desde su grupo de militancia, Kropotkin fue a parar a la fortaleza de Pedro y Pablo, la prisión donde Bakunin había pasado los seis años más crueles de su vida. Pero el príncipe tuvo un poco más de suerte y un par de años más tarde, desde el hospital de la penitenciaria y con la ayuda de algunos amigos que esperaban por él en las afueras, logró evadirse delante de las narices de los guardias y pocos días después comenzaba una precipitada fuga por los mares del norte, pasando por Finlandia, Suecia e Inglaterra. Llegado a Londres, visita luego París y poco después se establece durante algún tiempo en Suiza, donde comienza a publicar, en colaboración con el geógrafo francés Eliseo Reclus, un periódico legendario para el movimiento anarquista de la época, La Revuelta, que también llegaría a difundirse en Buenos Aires y en Montevideo.

En las páginas de La Revuelta sienta las bases de lo que el movimiento conocerá luego como propaganda por el hecho, término a menudo tan confuso o ambiguo que acabará justificando a ciertos grupos volcados a la acción violenta. Y es que allí Kropotkin también escribió, en el número del 25 de diciembre de 1880, que «la revuelta permanece mediante la palabra, el impreso, el puñal, el fusil, la dinamita, [...] todo lo que no sea legalidad es bueno para nosotros».

En su Memorias de un revolucionario rememora sus primeros pasos en el Jura, adonde llega por segunda vez tras la muerte de Bakunin en 1876, y traza un pormenorizado balance de las actividades de la Asociación Internacional de Trabajadores durante los 70, país por país, poniendo especial interés en aquellas instituciones creadas y mantenidas por los propios obreros, como asociaciones de producción, bancos populares y créditos gratuitos. No en balde impulsará luego en sus libros la noción de ayuda mutua como uno de los mecanismos de raíces prácticamente biológicas en el devenir de las especies, a diferencia de las teorías darwinianas por aquel entonces en boga. Kropotkin se pone al tanto de lo que acontece en materia sindical en el continente y pronto analiza las diferencias entre marxistas y anarquistas, las que, tras la muerte de Bakunin, parecen haberse acentuado. Son problemas que se evalúan a nivel teórico pero cuyo núcleo esencial está localizado en el terreno de la práctica.

«Los trabajadores eran, sin embargo, federales en principios», recordará luego; «cada nación, cada separada región y hasta cada sección local debía quedar en libertad de desenvolverse según sus deseos; pero los revolucionarios de la clase media de la antigua escuela, que habían entrado en la Internacional, imbuidos como estaban con la noción de las sociedades secretas centralizadas y organizadas piramidalmente de los pasados tiempos, introdujeron las mismas nociones en la Asociación de los Trabajadores. Además de los consejos federales y nacionales, se nombró uno general, con residencia en Londres, destinado a servir como especie de intermediario entre las diferentes naciones. Marx y Engels eran los dos inspiradores de éste; pero pronto se cayó en la cuenta de que el mero hecho de tener semejante organismo central se tornaba en fuente de verdaderas dificultades. No contentándose el Consejo General con el papel de centro de correspondencia, intentó dirigir el movimiento, aprobando o censurando los actos, no solo de las federaciones locales y secciones, sino hasta de los mismos individuos».

Y continúa su crítica, ya en cuestiones cada vez más espinosas: «Cuando empezó en París la insurrección de la Comuna —no pudiendo hacer los jefes más que "dejarse ir", sin poder determinar dónde se hallarían a las veinticuatro horas—, el Consejo General insistió en querer dirigirla desde Londres; pedía partes diarios de los acontecimientos, daba órdenes, favorecía esto o dificultaba lo otro, poniendo así en evidencia la desventaja de tener un centro directivo, aun dentro de la Asociación, lo que se hizo más patente cuando en una conferencia secreta celebrada en el 71, el Consejo General, sostenido por algunos delegados, decidió dirigir las fuerzas de Aquella hacia la agitación electoral, dando esto lugar a que la gente se echara a pensar sobre los males de todo gobierno, por democrático que sea su origen. Esta fue la primera chispa del anarquismo, convirtiéndose la Federación del Jura en centro de oposición al Consejo General».

Tras las vertiginosas peripecias en sus tierras de origen, Kropotkin parecía haber encontrado un lugar de acción por excelencia en un país que solía respetar la vida y el pensamiento de los emigrantes, pero a pocos días de la muerte de Alejandro II, Rusia solicitó al gobierno suizo su expulsión, lo que finalmente ocurrió semanas más tarde. Piotr se traslada entonces a Francia, pero pronto, acusado de sedición, es encerrado en la cárcel de Clairvaux, donde deberá permanecer cerca de tres años.

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