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Escuelas del crimen

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«La cuestión que me propongo tratar esta noche es una de las más importantes en la serie de las grandes cuestiones que se ofrecen a la humanidad del siglo xix. Después de la cuestión económica, después de la del Estado, Aquella es, quizás, la mas importante de todas». Así comienza una de las conferencias más famosas de Kropotkin acerca de las prisiones, de la legitimidad represiva del Estado, de la necesidad de vigilar y castigar. «Ciento cincuenta mil seres, mujeres y hombres, son anualmente encerrados en las cárceles de Francia; muchos millones en las de Europa. Enormes cantidades gasta Francia en sostener aquellos edificios, y no menores sumas en engrasar las diversas piezas de aquella pesada máquina —policía y magistratura— encargada de poblar sus prisiones. Y como el dinero no brota solo en las cajas del Estado, sino que cada moneda de oro representa la pesada labor de un obrero, resulta de aquí que todos los años el producto de millones de jornadas de trabajo es empleado en el mantenimiento de las prisiones».

Más adelante, Kropotkin describe el lugar donde estuvo detenido: «Cuando el ser humano se acerca a la inmensa muralla circular que costea las pendientes de las colinas en una longitud de cuatro kilómetros, antes que ante una cárcel, se creería junto a una pequeña población fabril. Chimeneas, cuatro de ellas grandísimas, humeantes máquinas de vapor, una o dos turbinas y el acompasado ruido de los mecanismos en movimiento; he aquí lo que se ve y se oye de pronto. Consiste esto en que, para procurar ocupación a 1400 detenidos, ha sido necesario erigir allí una inmensa fábrica de camas de hierro, innumerables talleres en los que se trabaja la seda y se hace el brocado de clases, tela grosera para muchas otras prisiones francesas, paño, ropa y calzado para los detenidos; hay también una fábrica de metros y de marcos, otra de gas, otra de botones y de toda clase de objetos de nácar, molinos de trigo, de centeno y así sucesivamente. Una inmensa huerta y extensos campos de avena se cultivan entre aquellas construcciones, y de cuando en cuando sale una brigada de aquella población sujeta, unas veces para cortar leña en el bosque, para arreglar un canal otras».

Kropotkin cuenta que a cada preso se le paga un pequeño salario, cuyo cincuenta por ciento es retenido por las autoridades carcelarias y entregado a su dueño una vez cumplida su condena y puesto en libertad. Desgrana luego algunas estadísticas, y si bien su horror ante el funcionamiento de aquel presidio «modelo» parece en cierto modo exagerado ante las condiciones carcelarias de comienzos del siglo XXI, su artillería apunta en concreto a la inutilidad del encierro como mecanismo de corrección, y lo compara con una institución deshumanizante y perversa.

«En cuanto a las prisiones de los otros países europeos, basta decir que no son mejores que la de Clairvaux. En las prisiones inglesas, por lo que de ellas sé gracias a la literatura, a informes oficiales y a memorias, debo decir que se han mantenido ciertos usos que, afortunadamente, están abolidos en Francia. El tratamiento es en esta nación más humano, y el treadmill, la rueda sobre la que el detenido inglés camina como una ardilla, no existe en Francia; mientras que, por otra parte, el castigo francés consistente en hacer andar al recluso durante meses, a causa de su carácter degradante, de la prolongación desmesurada del castigo y de lo arbitrariamente que es aplicado, resulta digno hermano de la pena corporal que aún se impone en Inglaterra».

«La prisión mata en el hombre todas las cualidades que lo hacen más propio para la vida en sociedad. Lo convierte en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel», dirá luego a fin de sostener su idea de que la cárcel no es otra cosa que una escuela del crimen. «En el mundo futuro de los anarquistas, fundado en la ayuda mutua, la conducta antisocial no sería encarada mediante leyes o cárceles, sino por la comprensión humana y la presión moral de la comunidad». Para él, las nuevas generaciones otorgarán el carácter de enfermedad social a lo que las leyes, siempre cuestionadas en su pensamiento, denominan crimen. «Tenemos nuestra parte de gloria en los actos y en las reproducciones de nuestros héroes y de nuestros genios. La tenemos también en los actos de nuestros asesinos.

El primer deber de la revolución será derribar las prisiones; esos monumentos de la hipocresía y de la vileza humana».

Kropotkin es liberado en 1885 y marcha hacia Londres, donde residirá hasta poco después de la Revolución rusa, ya avanzado el año 1917. En la capital británica estudia y escribe la mayor y mejor parte de su obra teórica: Palabras de un rebelde (1886), En las prisiones de Rusia y Francia (1887), La conquista del pan (1892), Campos, fábricas y talleres (1899), Memorias de un revolucionario (1899), El apoyo mutuo (1902), La literatura rusa (1905) y La Gran Revolución 1789-1793 (1909) son sus principales títulos.

Las mil cuestiones del día

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