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El cazador oculto

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Cuando explotó la bomba, Albert Parsons estaba reunido con algunos de sus compañeros en un salón cercano, el Zept Hall, y cuando días más tarde la policía, que ya había detenido al resto de los acusados, se dispuso a remover cielo y tierra hasta encontrarlo y arrestarlo, no pudo dar con su paradero.

Sabiéndose en peligro, Parsons pasó la primera noche en casa de un ebanista italiano de apellido Brancatti, en la calle Pullman, y a escasos minutos del amanecer, cuando ya se había despedido de su anfitrión y dirigido sus pasos hacia los muelles del lago, llegó la policía a buscarlo.

Deambuló buena parte del día tratando de conseguir información acerca de lo que estaba ocurriendo. Algunos compañeros le avisaron de las masivas detenciones y le ofrecieron dinero para que saliera del Estado. Aceptó unas monedas con las que pagó un frugal almuerzo y se dirigió luego hasta uno de los locales sindicales, donde le fue advertido que toda la policía de la ciudad estaba en su búsqueda.

Pernoctó al aire libre, protegido bajo unos tupidos árboles del Evergreen Park. Durmió dos o tres horas, inquieto por el ruido de las calles cercanas: carros y caballos, lastimeros aullidos de perros vagabundos, el viento azotando las copas más altas. Decidió dirigirse al norte por la avenida Cícaro, siempre atento a la aparición de alguna patrulla. A media mañana cruzó frente a los portones de la Universidad de Illinois y marchó por la calle 31 hasta la playa, donde dejó pasar casi toda la tarde mirando el brillo del agua, el luminoso acero de la superficie. Poco antes del crepúsculo se apersonó en la imprenta donde editaba La Alarma y entró por una puerta trasera tomando las mayores precauciones. Encontró a un par de amigos, que también le ofrecieron dinero. Uno de ellos lo llevó a su casa del bulevar La Grange, le prestó ropa, lo alimentó en abundancia. Permaneció oculto durante tres días. Al cuarto, un destacamento policial entró al lugar a sangre y fuego, destruyó puertas, paredes y muebles, pero él ya no estaba allí.

A esa altura todos sus compañeros estaban entre rejas. Los titulares de la prensa oficial eran concluyentes: «Bestias sangrientas», «Rufianes rojos», «Fabricantes de bombas», «Anarcodinamiteros». Nada nuevo ni altisonante, de tener en cuenta que el Chicago Tribune publicaba habitualmente frases como esta: «Cuando un pordiosero te pide pan, ponle veneno o arsénico para que no te moleste más». Parsons, de pie frente al puesto de un diariero, leyó algunos párrafos de portada. El Chicago Herald decía: «La chusma, instigada a matar por Spies y Fielden, no se compone de americanos. Son los desechos de Europa que han llegado a estas costas para abusar de la hospitalidad y desafiar la autoridad de esta nación». El Chicago Journal decía: «Debiera hacerse rápidamente justicia con estos anarquistas. La ley de este Estado es tan clara respecto a la complicidad con un crimen que los juicios serán breves».

Parsons pasó un par de días en una reserva forestal de las afueras de Chicago. La temperatura era agradable. Comió frutas que cada tanto robaba de algunas plantaciones cercanas y fue luego arrimando sus pasos hacia Carpentersville, donde vivía un marinero mercante de origen alemán. Refugiado en un oscuro y húmedo sótano, estuvo otros tres o cuatro días en los que se enteró de nuevas redadas. Los diarios informaban de la requisa de arsenales capaces de llevar a una nación a la guerra y de ganarla en un par de días: municiones, rifles, espadas, torpedos, dinamita, bombas. Uno de los matutinos alertó a la policía y a la población de que Most había partido de Nueva York para ponerse al frente de las hordas anarquistas. Se montó un gigantesco operativo en la central de trenes, pero el orador no llegó.

Finalmente, Parsons logró alejarse del Estado por unas semanas, pero cuando pudo enterarse del comienzo del juicio a sus compañeros, tomó una determinación que él mismo, en una de sus últimas cartas, explicó con estas palabras: «Cuando vi que se había fijado el día de la vista de este proceso, juzgándome inocente y sintiendo asimismo que mi deber era estar al lado de mis compañeros, y subir con ellos, si era preciso, al cadalso; que mi deber era también defender los derechos de los trabajadores y la causa de la libertad, y combatir la opresión, regresé sin vacilar a esta ciudad. ¿Cómo volví? Esto es interesante, pero me falta tiempo para explicarlo. Fui desde Wankesha a Milwaukee, tomé el tren de Saint-Paul en la estación de este último punto, por la mañana, y llegué a Chicago a eso de las ocho y media. Me dirigí a casa de mi amiga Miss Ames, en la calle de Morgan. Hice venir a mi esposa y conversé con ella algún tiempo. Mandé aviso al capitán Blanck que estaba aquí pronto a presentarme y constituirme preso. Me contestó que estaba dispuesto a recibirme. Vine y le encontré a la puerta de este edificio, subimos juntos y comparecí ante este tribunal».

Cuando comenzaba el interrogatorio preliminar a los candidatos convocados para formar el jurado que se encargaría de dictaminar en el caso del Estado versus los «rufianes rojos», Parsons abrió las puertas del tribunal, cruzó la enorme sala en medio de una treintena de agentes de la policía que lo habían buscado desesperadamente durante las últimas seis semanas, y fue a sentarse en el banquillo de los acusados junto a sus hermanos Spies, Schwab, Fielden, Fischer, Engel, Lingg y Neebe.

Las mil cuestiones del día

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