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Un trabajo bien acabado

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—Perdóname, hermano, estoy enfermo. El médico me ha recomendado que tome estricnina para los dolores de la espalda. Mira, esa caja es la que tiene esa porquería. ¿Qué crees? ¿Me servirán de algo estas pastillas?

—Dámelas, voy a echarlas al fuego... Así te sentirás mejor —le contesta el visitante—. ¿No te avergüenza a tu edad creer todavía en la medicina?

—Tienes toda la razón —dice Mijaíl resoplando—. Creo que lo mejor es que cada enfermedad siga su curso, y que luego abandone el cuerpo para irse al diablo.

Se levanta con dificultad y pone la cafetera sobre el fuego.

—Verás qué delicia. Para ser bueno, el café debe ser negro como la noche, ardiente como el infierno y dulce como el amor.

En octubre del 73, Mijaíl se despide de sus compañeros del Jura con una carta en la que les agradece tanta lealtad: «Por mi cuna y por mi posición personal, aunque no sin dudas por mis simpatías y tendencias, no soy más que un burgués y, como tal, no podría hacer entre ustedes otra cosa que propaganda teórica. Pues bien, estoy convencido de que el tiempo de los grandes discursos teóricos, impresos o hablados, ha terminado».

Pero le falta aún otra aventura. En agosto se propone participar en un levantamiento popular en Bolonia que ha planeado con sus amigos italianos, pero todo sale mal y para poder abandonar la ciudad sin caer en manos de la policía, debe afeitarse y escapar disfrazado de cura.

Deprimido, desde Lugano, su nuevo lugar de residencia adonde se ha trasladado con Antonia y sus ahora tres hijos —Carluccio, el mayor, Sofía y Marushka—, escribe al geógrafo y amigo Eliseo Reclus, preocupado por la involución de los procesos revolucionarios, por la renovada fuerza de los gobiernos francés y alemán, del papa y sus jesuitas. «Por lo que a mí respecta, querido amigo, me he sentido demasiado viejo, demasiado enfermo, demasiado cansado y, hay que decirlo, demasiado decepcionado desde muchos puntos de vista, como para sentir deseos y fuerza para seguir en esta obra. Me he retirado decididamente de la lucha y pasaré el resto de mis días en una contemplación, no ociosa, sino, por el contrario, muy activa intelectualmente, y que espero que no deje de producir algo útil».

Durante un año emprende un proyecto agrícola, por lo que se endeuda hasta cifras imposibles. Pero no es un buen agricultor y los frutales no crecen, y los granos se queman por el exceso de fertilizantes conque los abona generosamente. Las enfermedades se multiplican en su cuerpo: sufre de la próstata, de la vejiga, tiene asma, hay días en que ni siquiera puede caminar. Debe algo o mucho a todo el mundo, y al fin decide partir para Berna, a casa de su compañero Adolph Vogt, adonde no lo alcancen sus acreedores. Antonia se irá a Nápoles con su familia que ha llegado desde Rusia, y con todos los manuscritos de su esposo. Esperan reencontrarse ante el volcán en cuanto sea posible.

«Cuando ya has repicado las campanas, baja del campanario», gustaba decir a Mijaíl. A mediados de junio del 76, cuando llega a Berna, su salud está totalmente deteriorada. Vogt, médico, intenta por todos los medios ofrecer las condiciones que permitan algún tipo de mejoría, pero poco a poco el coloso se derrumba. Los amigos lo rodean, lo visitan a diario. Vogt dispone a una persona para que lo cuide las veinticuatro horas. El viernes 30, Bakunin pierde el conocimiento, aunque cada tanto logra despertar y reconoce a sus acompañantes.

«No necesito nada. He acabado bien mi trabajo», dice en uno de sus últimos momentos de lucidez.

El primer sábado de julio, a las once y cincuenta y seis, respira por última vez.


Las mil cuestiones del día

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