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Heroína mayor

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En diciembre de 1871, en su autoexilio belga tras los enfrentamientos que había mantenido con Napoleón III, y con motivo del juicio en el que Louise Michel fue condenada al destierro, Víctor Hugo escribió un poema titulado en francés Viro Major, cuya traducción al castellano se conoce como Heroína mayor.

Habiendo visto la inmensa masacre, el combate,

el pueblo en su cruz, París en su jergón,

la formidable piedad estaba en tus palabras.

Hacías lo que hacen las grandes almas locas,

y, deja de luchar, de soñar, de sufrir,

di: «Yo maté», pues querías morir.

Terrible y sobrehumana, mentías contra ti,

Judith, la sombra judía, Aria, la romana,

aplaudiendo mientras hablabas.

Tú decías a los graneros: «¡Yo quemé los palacios!».

Tú glorificaste a los que aplastados hollan el suelo patrio.

Gritaste: «¡Yo maté! ¡Que me maten!». Y la muchedumbre

escuchaba a esta mujer altiva acusarse.

Parecías enviar un beso al sepulcro;

tu mirada fija examinaba a los lívidos jueces;

y tú soñabas semejante a las graves Euménides.

La muerte pálida estaba de pie detrás de ti.

Toda la vasta sala estaba llena de terror,

pues el pueblo sangrante odia la guerra civil.

Afuera se escuchaba el rumor de la ciudad.

Esa mujer escuchaba a la vida en sus confusos ruidos,

de arriba, en austera actitud de rechazo.

No daba la impresión de comprender otra cosa

que una picota dirigida por una apoteosis

y, encontrando la noble afrenta y el bello suplicio,

siniestra, ella apresuraba el paso hacia la tumba,

Los jueces murmuraban: «¡Que muera! Es justo,

ella es infame. Al menos que no sea augusta»,

decía su conciencia. Y los juzgan, pensativos,

delante sí, delante no, como entre dos arrecifes,

titubeando, mirando a la severa culpable.

Y los que, como yo, te conocen incapaz

de todo lo que no es heroísmo y virtud,

que saben que si te decía: «¿De dónde vienes tú?»,

tú respondías: «Yo vengo de la noche donde se sufre:

sí, ¡yo salgo de la tarea del que hace un abismo!».

Aquellos que saben tus versos misteriosos y dulces,

tus días, tus noches, tus curas, tus llantos entregados a todos,

te olvidas de ti misma para socorrer a los otros,

tu palabra semejante a las llamas de los apóstoles.

Aquellos que conocen el techo sin fuego, sin aire, sin pan,

la cama de lona con la mesa de pino.

Tu voluntad, el orgullo de mujer popular.

El áspero enternecimiento que duerme bajo tu cólera.

Tu larga mirada de odio a todos los inhumanos,

y los pies de los niños calentados por tus manos:

Estos, mujer, ante tu salvaje majestad

meditan, y a pesar del amargo pliegue de tu boca,

a pesar del malvado que se encarniza sobre ti,

echando todos los gritos indignados de la ley.

A pesar de tu voz fatal y alta que te acusa,

viendo resplandecer el ángel a través de la medusa.

Tú estabas altiva, y parecías ajena a estos debates;

pero, enclenques como todos los vivos de este mundo,

nada los perturba más que dos almas unidas.

Que el caos divino de las cosas estrelladas

vea de pronto todo el fondo de un gran corazón inclemente

y que un brillo sea visto en el seno de un resplandor.


Las mil cuestiones del día

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