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Los últimos pasos

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Va y viene, viene y va. En todos lados deja sus encendidos discursos, sus enseñanzas, su chispa incesante. Publica un libro tras otro, poesías, novelas, relatos, crónicas, memorias: Cuentos y leyendas, Las leyendas y cantos canacos, Los microbios humanos, Los dientes que rechinan, Los crímenes de la época, La miseria, Recuerdos y aventuras de mi vida, La Comuna. En ellos va dejando el testimonio de su largo camino, y en uno de los textos escribe: «Hasta donde puedo recordar, el origen de mi rebelión contra los poderosos fue mi horror por los sufrimientos infligidos a los animales. Solía desear que los animales pudiesen vengarse, que el perro pudiera morder al hombre que lo apaleaba sin piedad, que el caballo que sangraba bajo el látigo pudiera arrojar al hombre que lo maltrataba».

Debe exiliarse en Londres, donde continúa con sus conferencias. Regresa al continente por Bélgica, retorna a París donde es detenida por breve tiempo, y viaja a España, donde la llevan a ver una corrida de toros. Cuando el torero va por su trofeo, ella grita desde las gradas: «¡Muera el torero!». En ese tiempo ocurrieron episodios cruciales: la revuelta en Chicago y la condena de los mártires anarquistas; la represión, tortura y muerte de los detenidos del penal de Montjuich, en Barcelona; el cisma cada vez más profundo entre anarquistas y marxistas. En Londres visita a Kropotkin, conoce a Errico Malatesta y a Emma Goldman, y se reencuentra con Malato, con quien había estado en Nueva Caledonia. La policía francesa la vigila constantemente y no se pierde uno solo de sus discursos, en particular aquellos que pronuncia en Trafalgar Square. Todo parece en ebullición, y Louise no se detiene nunca.

Entre 1890 y 1895, tras ser arrestada en París y corriendo el riesgo de ser internada en un hospital psiquiátrico, se establece en la capital inglesa y trabaja en uno de los barrios más pobres de la ciudad, Whitechapel, también hogar de Kropotkin, donde crea una escuela internacional para hijos de refugiados políticos. Entonces es golpeada por una pulmonía que la pone al borde de la muerte. Cuando se recupera y está nuevamente en pie de lucha, se lamenta por la suerte a la que había expuesto a sus compañeros: «Habrían sentido tanta pena si yo hubiera muerto!». En 1895 conoce a Sebastian Faure, para ese entonces, toda una referencia dentro del movimiento anarquista; comienzan a dar conferencias juntos y fundan un periódico llamado Le Libertaire. Las giras se extienden por Holanda, Bélgica, la Francia profunda y Escocia, donde permanecerá seis meses. Ya en el albor del siglo xx, retorna a su país donde es blanco de nuevos atentados y de la repulsa sistemática de la Iglesia.

Sufre una recaída: sus viejos y castigados pulmones también están en pie de guerra. Habla y escribe. Hay quienes dicen que tiempo atrás escribió un texto titulado Veinte mil leguas bajo los mares, y que un tal Julio Verne le habría comprado el cuaderno por cien francos, en un momento en que ella necesitaba dinero para ayudar a sus conocidos.

En el Congreso Anarquista celebrado en Ámsterdam se funda una Internacional Antimilitarista, a la que se integra de inmediato. Viaja a Argelia y ante una multitud que la ha ido a escuchar dice: «Los soldados deberían suprimir a los jefes que, bárbaros, los condenan a la guerra».

Y de nuevo los pulmones. Y ese cansancio despiadado. Se acerca 1905. Se embarca en Argelia y da conferencias en Bouches du Rhone, en la Costa Azul, en los Bajos Alpes. Agonizante, es trasladada a Marsella. El 10 de enero llega la muerte. En la capital francesa, sus compañeros han empapelado los muros con carteles que rezan: «Pueblo de París, Louise Michel ha muerto». Allí, miles y miles de personas salen a la calle para acompañarla al cementerio de Levallois, donde descansará para siempre junto a su madre y a su amado Teófilo Ferré.


Las mil cuestiones del día

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