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Tierra canaca

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La partida hacia Nueva Caledonia habrá de demorar veinte meses, en los que Louise permanecerá en la cárcel central de Auveribe. El velero La Virginia partirá recién el 24 de agosto de 1873 y demorará cuatro meses en llegar a destino. En la embarcación viajan decenas de deportados, entre ellos un periodista que había combatido con firmeza al segundo Imperio desde las páginas de diversos medios como Le Figaro y La Linterna, Henri Rochefort. El viaje los convertirá en amigos inseparables, y con él intercambiará poemas, escritos y opiniones. Henri trata de protegerla y le consigue abrigos y calzado que ella regala de inmediato a otras mujeres en tanto atraviesan gélidos mares.

El mar, que Louise no había conocido hasta entonces, es enorme y le hace exclamar: «¡Cuánto tiempo hacía que yo amaba el mar!... Siempre lo amé». Hay días en que el viaje se hace extenuante y en los que el barco parece inmóvil en semejante inmensidad. Entonces escribe: «¡Inflad las velas, tempestades!/ ¡Más alto, olas, más fuerte, oh, vientos!/ ¡Brille el relámpago sobre nuestra frente!/ Navío, adelante, avanza, avanza…/ ¿Por qué estas brisas tan monótonas?/ Atravesemos el abismo abierto».

Pero en ese viaje, junto a otros excombatientes de la Comuna, no solo cunde el aburrimiento, sino también la reflexión profunda. Años más tarde Louise reconocería que en esos días abrazó definitivamente los ideales anarquistas. «Durante cuatro meses no vimos nada más que el cielo, el agua y a veces, en el horizonte, la vela blanca de un navío que parecía el ala de un pájaro. La impresión de inmensidad era emocionante. Allí tuvimos mucho tiempo para pensar». Y reflexionando sobre los días de la Comuna, anota: «Sentí que una revolución que se afianza en el poder será siempre un engaño que no podrá más que seguir la corriente, pero jamás podrá abrir todas las puertas al progreso». Y tiempo después dirá: «El poder es una cosa maldita. Por eso soy anarquista».

Por fin, sobre fin de año, una costa con mil tonos de verde se abre ante la vista de los forzados navegantes. En Nueva Caledonia hay un ave que se llama cagu, de plumaje blanco, pico y patas rosadas, del tamaño de una gallina, que apenas puede volar. En Nueva Caledonia hay varanos gigantes y murciélagos y cocodrilos en las costas. Y árboles de hojas siempre verdes y laurisilvas y coníferas y enormes bosques y selvas tropicales. Y unos pocos miles de aborígenes que se autodenominan canacos, que en lengua hawaiana quiere decir «hombre». Y una mujer flaca que parece, en vez de llevar sangre en las venas, cargar una pólvora incontrolable.

Louise pronto se relaciona con los canacos, aprende su lengua y se convierte en la maestra de la población, enseñando a leer a uno de sus líderes, Daeumi. También abre una escuela para los hijos de los deportados, entre los que figuran muchos argelinos. Poco después fundará el periódico Petites Affiches de la Nouvelle-Calédonie. Hay allí casi cuatro mil hombres y mujeres expulsados por los tribunales franceses, y todos sueñan con escapar. Algunos lo logran y van a dar con sus huesos a las costas de Australia. En 1874 Rochefort logra subir a un barco estadounidense, llega a San Francisco y luego se dirige a Londres, y a Ginebra, y a París, donde ocho años más tarde se volverá a cruzar con Louise y restablecerán su relación intelectual.

A ella todo la maravilla: las frutas, los insectos, la vegetación, las montañas. Testigo de un furibundo ciclón, exclama: «¡Qué cosa más hermosa!». Está atónita ante el nuevo mundo, pero no por ello ha dejado de desear el retorno a Europa para continuar su lucha. En 1878 estalla una rebelión canaca contra las autoridades francesas que gobiernan las islas. Louise y los anarquistas se ponen del lado de los rebeldes, en tanto algunos de los deportados apoyan a las fuerzas gubernamentales. El saldo es el esperado: cerca de dos mil aborígenes muertos en los enfrentamientos, mientras otros tantos deben refugiarse en los bosques. Y la escuela de Louise es cerrada a cal y canto. «Usted tiene que cerrar su escuela», le ordena un alcalde. «Llena las cabezas de esos canacos con doctrinas peligrosas. El otro día la oyeron hablar de humanidad, justicia, libertad y otras cosas inútiles».

Finalmente, en 1880 las Cámaras de Francia votan una amnistía que comprende a todos los deportados. Tras ocho años de ostracismo, ella y cientos de combatientes podrán regresar al continente. Los canacos van a despedirla. Les promete regresar algún día para fundar una escuela en plena selva. En esas semanas escribe un nuevo poema; algunos de sus versos dicen: «Volveremos, inmensa multitud,/ volveremos por todos los caminos./ Espectros vengadores saliendo de las sombras,/ vendremos a estrecharnos las manos.../ La bandera negra, crespón de sangre/ y púrpura, florecerá en la tierra/ libre, bajo el cielo flamígero…».

Las mil cuestiones del día

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