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La fuerza del lado negativo

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Cuatro días después de la muerte de su amigo y maestro Nikolai Stankevich, el 25 de junio de 1840 Bakunin arriba a Berlín. Enseguida se pone en contacto con el novelista ruso Iván Turguenev, alquilan un par de habitaciones en la misma casa y trazan un plan entre cuyos primeros pasos prevén el estudio de lenguas antiguas.

Meses más tarde, Schelling ofrece su lección inaugural de un curso sobre Hegel en la Universidad de Berlín. En el paraninfo hay tres jóvenes que la memoria histórica premiará de modo desigual. Son Friedrich Engels, Sören Kierkegaard y Mijaíl Bakunin. Ninguno de los tres quedará conforme con lo allí expuesto, aunque los dos últimos tomarán mayor distancia del pensamiento hegeliano y del pangermanismo, esa obstinada enfermedad que bañará de sangre a Europa durante los siguientes cien años. «El mayor genio filosófico desde Platón y Aristóteles», «el verdadero padre del ateísmo científico», como alguna vez Bakunin había catalogado a Hegel, lentamente pasará a ser «el metafísico», «el idealista», «el hombre de la abstracción por antonomasia», según apunta la española Elena Sánchez Gómez en un esclarecedor trabajo acerca de las relaciones entre Bakunin y Kant, vínculo teórico que irá tomando cuerpo de manera pausada pero sostenida.

Para Hegel, el Estado es el marco de referencia político y público que permite la acción individual, y en él lo político es anterior a lo ético y, a su vez, su condición de posibilidad. Es el grupo o la organización el que permite la acción individual. Siempre siguiendo la síntesis de Sánchez Gómez, en el modelo hegeliano: «yo, en mi uso de libertad, choco irremisiblemente con el uso de la libertad de los otros, generándose el conflicto y la lucha». En el modelo kantiano, en cambio, la libertad constituye el a priori social y es a partir del individuo «desde donde se piensa la sociedad; cada uno es la condición de posibilidad de lo social». Bakunin descubre además en Kant algunas de las categorías básicas para el posterior desarrollo de su doctrina anarquista: las nociones de voluntad (esencialmente libre y autónoma), de libertad, de igualdad («ningún hombre puede dejar de ser dueño de sí mismo») y de independencia.

Pero no por todo ello abandona la dialéctica, aunque, y también dando un paso al costado del idealismo hegeliano, examina absorto la supremacía de la antítesis. «Cuando decimos que la vida es bella y divina», escribirá por aquel entonces, «entendemos por ello que está llena de contradicciones; y cuando hablamos de esas contradicciones, no es una palabra vacía. No hablamos de las contradicciones que solo son puras sombras, sino de contradicciones reales, sangrantes». Bakunin está convencido de que es el lado negativo el que pone en marcha todo proceso dialéctico, que allí reside la fuerza de todo movimiento, en tanto que el lado positivo es la expresión del reposo. La antítesis busca de modo permanente la destrucción de la tesis, y extrapolado ello al terreno de lo social, de lo político, de lo histórico, poco lugar queda a cualquier expresión de reformismo o de negociación con lo instituido. También se tropieza en aquellos años con el pensamiento de Max Stirner y de Ludwig Feuerbach, y pronto entrará en contacto con Pierre Joseph Proudhon, el primer autor en usar la palabra anarquía, quien además, aun desde su incipiente obra, ya ha comenzado a llamar la atención de la juventud europea.

«Su irreductible oposición al comunismo, su lucha contra el centralismo estatista, su oposición al positivismo y al capitalismo, su anarquismo y federalismo, son posturas claves de Bakunin que no se podrían explicar seguramente si no fuera por la influencia de Proudhon», afirma Velasco, citando de inmediato al propio Bakunin: «Esta fue la época de la primera aparición de los libros y de las ideas de Proudhon, que contenían en germen —pido perdón por ello a Louis Blanc, su rival demasiado débil, así como a Marx, su envidioso antagonista— toda la revolución social, incluida sobre todo la comuna socialista, destructora del Estado».

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