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Nacimiento y fin

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La AIT es una bolsa de gatos. Por allá los proudhonianos, por allá los colectivistas, por allá los socialistas autoritarios, por el otro allá... Cuenta Max Nettlau en su libro La anarquía a través de los tiempos que Marx vivía enfurecido: «Su correspondencia sin freno con Engels y con el doctor Kugelmann nos conserva su estado de ánimo: desestimaba y despreciaba a todos». Es en el seno de esta organización donde el enfrentamiento entre el autor de El capital y Bakunin llegará a extremos que a la larga terminarán distanciándolos de modo irreversible, una vez que Marx logre en 1872 la expulsión del ruso.

Durante esos primeros meses en Ginebra conoce a Giuseppe Fanelli y a James Guillaume, un editor suizo de gran incidencia en la zona del Jura. Pronto Bakunin enviará a Fanelli a Barcelona, donde, en contacto con Anselmo Lorenzo, Rafael Farga Pellicer y otros sindicalistas catalanes ya al tanto del pensamiento de Proudhon, fundarán una sección de la Internacional y dejarán sentadas las raíces del anarquismo, que tanta importancia tendrá en España durante la primera mitad del siglo xx.

En el congreso de Basilea los delegados discuten dos propuestas, una redactada por Bakunin, proclive a la abolición de la herencia, otra escrita por Marx, que propone gravar fuertemente la transmisión de bienes por fallecimiento. «Ninguna de las dos ponencias obtuvo la mayoría necesaria para convertirse en decisión del congreso», dice el historiador Josep Termes, y lo que en un primer momento podría parecer una discusión simplemente administrativa, deja muy en claro dos concepciones opuestas acerca de la propiedad privada. La polémica entre ambos bandos habrá de dominar de allí en más los debates y la toma de decisiones de la AIT. «Las esperanzas iniciales de agrupar el mundo obrero por millones contra el Capital», sostiene Nettlau en su obra de 1929, «no se habían realizado. La elaboración en común de las ideas sociales alcanzó límites en el congreso de 1869; desde ese momento la ruptura teórica trajo también la ruptura personal de las corrientes autoritaria y libertaria (1869-72). La diferenciación no había sido prevista como consecuencia inevitable del progreso de las ideas. Agrupar conjuntos homogéneos no valía la pena; establecer la convivencia de los diferenciados, tal habría sido el problema que hoy, sesenta años más tarde, tenemos aún entre nosotros».

Pero si otro hecho histórico faltaba para acentuar la división entre bakuninistas y marxistas, ese fue el estallido de la guerra franco-alemana de 1870-71. «Los dos jefes de la Internacional», sostiene Demetrio Velasco, «tomaron posiciones enfrentadas ante la contienda. Marx se declaró pro-prusiano. Bakunin, que no hacía distinción alguna entre la Francia bonapartista y la Alemania de Bismarck, estaba persuadido de que el militarismo prusiano era mucho más peligroso para la causa de la humanidad». Desde entonces, comenta Nettlau, «autoritarios y libertarios no se han vuelto a encontrar más que como enemigos absolutos, encerrado cada cual en su doctrina. [...] Desde el otoño de 1870, se agregó a eso la agresividad brutal de Engels, que trató de arruinar la obra de Bakunin en Italia por medio de Cafiero, y en España por Lafargue [el yerno de Marx]».

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