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Reclamo mi parte

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En septiembre de 1871 Louise está presa en Arras, y dos meses después, el 16 de diciembre, es llevada ante el cuarto Consejo de Guerra.

—Ha oído usted los hechos de los que se la acusa. ¿Qué tiene usted que decir en su defensa? —le pregunta el presidente del tribunal.

—No quiero defenderme, no quiero que me defiendan. Soy toda de la revolución social y declaro que acepto la responsabilidad de todos mis actos. La acepto entera y sin restricción. ¿Me reprochan el haber participado en el asesinato de los generales? Pues respondo: sí. Si me hubiese hallado en Montmartre cuando quisieron tirar contra el pueblo, no hubiera dudado en tirar yo misma contra los que daban órdenes parecidas. Pero cuando fueron hechos prisioneros, no comprendo que se les fusilara y considero ese acto como una insigne cobardía. En cuanto al incendio de París, sí, he participado en él. Quería oponer una barrera a los invasores de Versalles. ¡Dicen también que soy cómplice de la Comuna! Ciertamente, puesto que quería hacer ante todo la revolución social y la revolución social es el más amado de mis sueños; es más, me honro de haber sido una de las promotoras de la Comuna, que no tiene nada que ver, que yo sepa, con los asesinatos y los incendios… Un día propuse a Ferré la invasión de la Asamblea. Yo quería dos víctimas: Thiers y yo, puesto que habría hecho el sacrificio de mi vida y estaba decidida a matarlo.

Más adelante el presidente le pregunta:

—Al parecer usted llevó diversos trajes durante la Comuna...

—Vestía como de costumbre —le contesta ella—. Solo añadía un cinto rojo sobre mi ropa.

—¿No vistió en varias ocasiones un traje de hombre?

—Solo una vez, el 18 de marzo; iba vestida de guarda nacional para no llamar la atención.

Y en los tramos finales, siempre dirigiéndose a quienes la estaban juzgando, dice:

—Lo que reclamo de ustedes, que se dicen Consejo de Guerra y que se tienen por jueces, de ustedes que no se esconden como la Comisión de Gracias, de ustedes que son militares y que juzgan públicamente, es el campo de Sartori, donde ya han caído mis hermanos. Hay que expulsarme de la sociedad. Les dicen que hay que hacerlo. Bien. El Comisario de la República tiene razón. Puesto que parece que todo corazón que bate por la libertad no tiene derecho más que a un poco de plomo, reclamo mi parte. Si me dejan vivir, no cesaré de gritar venganza para mis hermanos, en contra de los asesinos de la Comisión de Gracias…

—¡No puedo permitirle que siga hablando si continúa en este tono! —exclama el presidente fuera de sí.

—He terminado. Si no sois cobardes, matadme.

Pero Louise no será fusilada, sino condenada a la deportación de por vida a Nueva Caledonia, una posesión francesa en Oceanía, ubicada a 1.500 kilómetros al este de Australia y 2 000 al norte de Nueva Zelanda, adonde es habitual que los tribunales envíen a todo este tipo de indeseables y malhechores. Louise recibe altiva la pena, pero su corazón está mucho más que herido: es que se ha enterado de que, unos días antes, su amado Teófilo fue fusilado. Escribe entonces un dolido poema que titula Los claveles rojos:

Si fuera al frío cementerio,

hermanos, arrojen sobre su hermana,

como última esperanza,

algunos claveles rojos en flor.

En los últimos tiempos del imperio,

cuando el pueblo se despertaba,

rojo clavel, fue tu sonrisa

la que nos dijo que todo renacería.

Hoy ve a florecer a la sombra

de las negras y tristes prisiones.

Ve a florecer cerca del recluso sombrío

y dile bien que lo amamos.

Dile que por lo fugaz del tiempo

todo pertenece al futuro.

Que el vencedor de lívida frente

puede morir antes que el vencido.

Las mil cuestiones del día

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