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Sentimentalistas a la alemana

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En Moscú, Bakunin se enrola de inmediato en algunos círculos filosóficos que tratan de analizar el devenir humano escapando de la censura y el oscurantismo zarista. Kant y Hegel serán sus primeras lecturas, y al segundo adherirá con entusiasmo, como bien corresponde a su tiempo y entorno. En la ciudad conoce a Nikolai Stankevich, un apasionado de la filosofía alemana de ­Fitche, Schelling y Hegel, y junto a Vissarion Belinski y otros jóvenes forman un grupo de estudios tan germinal como azaroso. «Noche y día no veía otra cosa que las categorías de Hegel», escribirá luego, fascinado por la noción de armonía del autor de la Fenomenología del espíritu. «Ordinariamente, se llama real a todo ente, a cada ser finito, y así se comete un error. Solo es real el ser en el que se encuentra la plenitud de la razón, de la idea, de la verdad, y todo lo demás no es más que apariencia y mentira». Pero aun embriagado del misticismo que había bebido en fuente paterna, otra obra deslumbra al joven Bakunin: el Fausto de Goethe; «la rebelión de lo desconocido, de lo natural, de lo popular, de lo inédito, contra la dominación de lo racionalizado, legalizado o centralizado», según afirma el historiador Demetrio Velasco. Y es que ese muchacho gigantesco ya sueña y se deleita con algunas figuras fuera de todo códice, como el mismísimo diablo, ese maldito irreverente capaz de enfrentarse con una lógica contra la que, con el paso de los años, Mijaíl luchará tanto teórica como prácticamente.

Para ese entonces, a nadie resulta fácil convivir con él, en particular si, entre idas y venidas, entre estancias en Moscú o en el solar de Priamuchino, los amigos conocen a sus bellísimas hermanas. En la primavera de 1838, y tras unas semanas en que Belinski pasa en casa de los Bakunin, algunos incidentes con Alexandra y Tatiana provocan una feroz disputa entre los dos jóvenes, que meses más tarde terminará por distanciarlos definitivamente. Nada feliz fue el intercambio de misivas, de breves reconciliaciones, de encendidas rupturas. «Mijaíl, te has ganado fama de mendigante y de vivir a expensas del prójimo», le escribe Belinski, recriminándolo por una acusación que ya se ha hecho popular en Moscú y que lo acompañará por el resto de su vida. «¿Por qué es así? Por dos motivos. En primer lugar, tú pides prestado fácilmente, a la ligera. [Y] Tú... no moverías ni el meñique para ganar dinero; la sociedad no conoce tu trabajo a pesar de que no has hecho más que hablar de él y pregonarlo por todas partes».

Pero no solo esa es la impresión que Mijaíl va dejando tras su sombra. Pronto se da a conocer también por el fervor conque pregona y explica sus constantes lecturas; fervor, según la mayoría de los testimonios, tan arrollador como poco didáctico. «Para él no hay sujetos. ¡Maravillosa naturaleza!», exclama uno de sus condiscípulos en carta a Stankevich. «Quizá no sería lo fuerte que es si no tuviera esos defectos. Resulta imposible amarle desde el fondo del corazón, pero suscita en todos nosotros la sorpresa, el aprecio y la cooperación. ¿Qué acabará haciendo? Dios quiera que vaya a parar rápidamente a Berlín, y que allí llegue a un círculo de actividades bien definido; de lo contrario, el eterno trabajo interior lo matará. Sus discordias consigo mismo y con el universo son cada día más violentas».

En la primavera de 1840, Bakunin conoce a Alexander Herzen, un hombre que tendrá de allí en más particular influencia en su pensamiento y que mucho lo ayudará en su larga estancia europea. Eterno opositor al zarismo y al tanto de las ideas de los socialistas utópicos Saint-Simon, Fourier y Owen, Herzen regresaba entonces de su primer exilio, y tras el encuentro con Bakunin y Belinski sostendrá que «ellos nos consideraban como sediciosos y afrancesados; nosotros pensábamos de ellos que eran unos sentimentalistas a la alemana». Pronto la influencia entre ambos será recíproca, y de inmediato los unirá una profunda amistad que lo llevará a financiar el anhelado viaje de Mijaíl a Berlín.

El propio Herzen lo acompaña al puerto de Kronstadt, donde lo espera el buque que habrá de atravesar el Báltico. Pero apenas unos minutos después de haber zarpado, una furiosa tormenta se descarga sobre el río Neva. El viento huracanado y la despiadada lluvia harán que el capitán regrese a puerto. Sin abandonar ni un minuto la cubierta, Bakunin volverá a saludar a su amigo, quien desde el muelle se despide nuevamente. «Yo lo dejé, y todavía recuerdo su figura alta y enorme, envuelta en un abrigo negro y batida por una lluvia inexorable, de pie en el barco y saludándome por última vez con su sombrero».

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